¿Sabes cómo ha muerto Araña de Mar?

—Sí —respondió Patán, estremeciéndose al ver al pirata tan ceñudo.

—Cuando yo voy al abordaje, ¿sabes cuál es tu sitio?

—Detrás de vos.

—Y tú no estabas allí, y Araña ha muerto en tu lugar.

—Es verdad, capitán.

—Debería fusilarte por esta falta, pero tú eres un valiente y no me gusta sacrificar inútilmente a los valientes. Pero, en el primer abordaje, te dejarás matar a la cabeza de mis hombres.

—Gracias, Tigre.

—Sabau —exclamó después Sandokán.

Otro malayo, cuyo rostro estaba cruzado por una profunda herida, se acercó.

— ¿Has sido tú el primero en saltar al junco detrás de mí? —le preguntó Sandokán.

—Sí, Tigre.

—Está bien. Cuando muera Patán, tú le sucederás en el mando.

Dicho esto, atravesó a pasos lentos el puente y bajó a su camarote, situado a popa. Durante el día, los dos praos continuaron navegando por aquel trecho de mar comprendido entre Mompracem y las Romades al oeste, la costa de Borneo al este y al noroeste, y Labuán y las Tres Islas al norte, sin encontrar ningún barco mercante.

La siniestra fama de que gozaba el Tigre se había esparcido por aquellos mares, y muy pocos barcos se atrevían a aventurarse por aquellos lugares. La mayor parte huían de aquellos parajes, continuamente transitados por los barcos corsarios, y se mantenían al socaire de la costa, dispuestos, al primer peligro, a lanzarse a tierra, al menos para poder salvar la vida.

Apenas cayó la noche, los dos barcos amainaron las grandes velas para protegerse contra inesperadas ráfagas de viento, y se acercaron el uno al otro para no perderse de vista y estar preparados para ayudarse mutuamente.

Hacia la medianoche, en el momento mismo en que pasaban por delante de las Tres Islas, que son los centinelas avanzados de Labuán, Sandokán se presentó en el puente.

Seguía presa de una gran agitación. Se puso a pasear de proa a popa, con los brazos cruzados, encerrado en un feroz silencio. Pero, de cuando en cuando, se paraba para escudriñar la negra superficie del mar, subía a las amuradas para abarcar mejor el horizonte y después se agazapaba y se ponía a la escucha. ¿Qué esperaba oír? ¿Quizá el gruñido de alguna máquina que le indicase la presencia de un crucero, o acaso el ruido de las olas que se iban rompiendo sobre las costas de Labuán?

A las tres de la mañana, cuando las estrellas empezaban a palidecer, Sandokán gritó:

— ¡Labuán!

En efecto, hacia el este, allí donde el mar se confundía con el horizonte, se podía divisar confusamente una estrecha línea oscura.

— ¡Labuán! —repitió el pirata, respirando como si se hubiera quitado de encima un gran peso que le oprimía el corazón.

— ¿Tenemos que seguir adelante? —le preguntó Patán.

—Sí —respondió el Tigre—. Entraremos en el río que ya conoces.

La orden fue transmitida a Giro-Batol, y los dos barcos se dirigieron en silencio hacia la suspirada isla.

Labuán, cuya superficie no rebasa los 116 kilómetros cuadrados, no era en aquellos tiempos el importante puerto que es hoy.

Ocupada en 1847 por sir Rodney Mandy, comandante del Iris, por orden del gobierno inglés, que intentaba aniquilar la piratería, solo contaba entonces con un millar de habitantes, casi todos de raza malaya, y unos doscientos blancos.

Por entonces habían fundado apenas una ciudadela, a la que habían dado el nombre de Victoria, fortificándola con algunos baluartes, para impedir que fuera destruida por los piratas de Mompracem, que ya varias veces habían saqueado sus costas. El resto de la isla estaba cubierto por espesos bosques, todavía poblados de tigres, y solo algunas factorías se habían construido en sus alturas o en sus praderas.

Los dos praos, después de haber costeado durante algunas millas la isla, entraron silenciosamente en un pequeño río, cuyas orillas estaban cubiertas de una riquísima vegetación, y lo remontaron unos seiscientos o setecientos metros, anclando bajo la oscura sombra de grandes árboles.

Un crucero que hubiera batido las costas no habría logrado descubrirlos, ni habría podido sospechar la presencia de aquellos tigres, emboscados como los tigres de las sunderbunds indias.

A mediodía Sandokán, después de haber enviado dos hombres a la desembocadura del río y otros dos a la selva para no ser sorprendido, se armó de su carabina y desembarcó seguido de Patán.

Había recorrido alrededor de un kilómetro, adentrándose en la espesura de la selva, cuando se detuvo bruscamente al pie de un colosal durion, cuyo delicioso fruto, erizado de durísimas espinas, se agitaba bajo los picotazos de una bandada de tucanes.

— ¿Habéis visto algún hombre? —preguntó Patán.

—No, escucha —contestó Sandokán.

El malayo aguzó el oído y escuchó unos lejanos ladridos.

—Hay alguien de cacería —dijo, levantándose.

—Vamos a ver.

Reemprendió el camino, pasando bajo los pimenteros, cuyas ramas estaban cargadas de racimos rojos, bajo los artocarpus o árboles del pan y bajo las arecas, entre cuyas hojas volaban batallones de lagartos voladores.

Los ladridos del perro se acercaban cada vez más, y en pocos momentos los dos piratas se encontraron en presencia de un feo negro, vestido con unos pantalones rojos y que llevaba atraillado un mastín.

— ¿Adónde vas? —le preguntó Sandokán, cortándole el paso.

—Busco la pista de un tigre —contestó el negro.

— ¿Y quién te ha dado permiso para cazar en mis bosques?

—Estoy al servicio de lord Guldek.

— ¡Está bien! Ahora dime, esclavo maldito, ¿has oído hablar de una joven que se llama la Perla de Labuán?

— ¿Quién no conoce en esta isla a esa bella criatura? Es el buen genio de Labuán, a quien todos quieren y adoran.

— ¿Es hermosa? —preguntó Sandokán emocionado.

—Creo que ninguna mujer se le puede comparar.

Un fuerte sobresalto se apoderó del Tigre de Malasia.

—Dime —volvió a preguntar después de un instante de silencio—, ¿dónde vive?

—A dos kilómetros de aquí, en medio de una pradera.

—Me basta con eso; vete y, si estimas en algo tu vida, no mires para atrás.

Le dio un puñado de monedas de oro y, cuando el negro desapareció, se sentó a los pies de un gran artocarpus, murmurando:

—Esperamos la noche, y después iremos a echar un vistazo por los alrededores.

Patán lo imitó, tumbándose a la sombra de una areca, pero con la carabina a mano. Serían las tres de la tarde, cuando un acontecimiento imprevisto vino a interrumpir su espera.

Del lado de la costa se oyó un cañonazo, que hizo callar bruscamente a todos los pájaros que poblaban los bosques.

Sandokán se puso en pie de un salto, con la carabina entre las manos, completamente transfigurado.

— ¡Un cañonazo! —exclamó—. ¡Vámonos, Patán! ¡Veo sangre!

Y se lanzó a saltos de tigre a través de la selva, seguido por el malayo, que, a pesar de ser ágil como un ciervo, a duras penas podía mantenerse detrás.

 

 

IV. Tigres y leopardos

 

En menos de diez minutos, los dos piratas alcanzaron la orilla del río. Todos los hombres habían subido a bordo de los praos y estaban desplegando todas las velas aunque hacía muy poco viento.

— ¿Qué sucede? —preguntó Sandokán, saltando al puente.

—Capitán, nos están atacando —dijo Giro-Batol—. Un crucero nos cierra la salida en la desembocadura del río.

— ¡Ah! —Dijo el Tigre—. ¿Vienen a atacarme hasta aquí esos ingleses? ¡Pues bien, mis tigres, empuñad las armas, y nos haremos a la mar! ¡Vamos a demostrar a esos hombres cómo luchan los tigres de Mompracem!

— ¡Viva el Tigre! —Gritaron las dos tripulaciones con terrible entusiasmo—. ¡Al abordaje! ¡Al abordaje!

Un instante después, los dos barcos bajaban por el río y tres minutos más tarde se encontraban en pleno mar.

A seiscientos metros de la orilla, un gran buque, que rebasaba las mil quinientas toneladas, poderosamente armado, navegaba a poco vapor, cerrándoles la salida del oeste.

Sobre su puente se oían redoblar los tambores que llamaban a los hombres a sus puestos de combate y se oían las órdenes de los oficiales.

Sandokán miró fríamente a aquel formidable adversario, y en lugar de asustarse de sus dimensiones, de su numerosa artillería y de su tripulación, tres o cuatro veces más numerosa que la suya, ordenó:

— ¡A los remos, mis tigres!

Los piratas se precipitaron bajo el puente, poniéndose a los remos, mientras los artilleros apuntaban los cañones y espingardas.

—Ahora nos toca a nosotros, barco maldito —dijo Sandokán, cuando vio los praos dispararse como flechas bajo el empuje de los remos.

Súbitamente un chorro de fuego brilló sobre el puente del crucero, y una bala de grueso calibre pasó silbando entre la arboladura del prao.

— ¡Patán! —Gritó Sandokán—. ¡A tu cañón!

El malayo, que era uno de los mejores artilleros de que pudiera jactarse la piratería, encendió la mecha a su pieza. El proyectil se alejó silbando y fue a estrellarse en el puente del comandante, destruyendo al mismo tiempo el asta de la bandera.

El barco de guerra, en lugar de contestar, dio una bordada, ofreciendo el costado de babor, del cual salían las extremidades de una media docena de cañones.

— ¡Patán! No desperdicies ni un solo tiro —dijo Sandokán, mientras un cañonazo retumbaba sobre el prao de Giro-Batol—. Destroza la arboladura de ese maldito, rómpele las ruedas, desmonta sus piezas y, cuando ya no tengas puntería, déjate matar.

En aquel instante, el crucero pareció incendiarse. Un huracán de hierro atravesó los aires y alcanzó de lleno a los praos, arrasándolos como si fueran barcazas.

Espantosos alaridos de rabia y de dolor se alzaron entré los piratas, sofocados por una segunda ráfaga que lanzó por los aires remeros, artillería y artilleros.

Hecho esto, el barco de guerra, envuelto en remolinos de humo negro y blanco, dio una bordada a menos de cuatrocientos metros de los praos y se alejó un kilómetro, dispuesto a reemprender el fuego.

Sandokán, que había quedado ileso, aunque derribado por una verga, se levantó enseguida.

— ¡Miserable! —Tronó, mostrando los puños al enemigo—. ¡Huyes, cobarde, pero te alcanzaré!

Con un silbido, llamó a sus hombres a cubierta.

— ¡Rápido, instalad una barricada delante de los cañones! ¡Y después, adelante!

En un momento, a proa de los dos barcos fueron apilados palos de repuesto, barriles llenos de balas, viejos cañones desmontados y escombros de todo género formando una sólida barricada.

Los veinte hombres más fuertes volvieron a bajar para maniobrar los remos, mientras los demás se colocaban detrás de las barricadas empuñando las carabinas y llevando entre los dientes sus puñales, que centelleaban entre los labios temblorosos.

— ¡Adelante! —ordenó el Tigre.

El crucero había detenido su marcha hacia atrás y ahora avanzaba a poco vapor, vomitando torrentes de humo negro.

— ¡Fuego a discreción! —aulló el Tigre.

Desde ambos lados se reemprendió la música infernal, respondiendo disparo por disparo, proyectil por proyectil, metralla contra metralla.

Los tres barcos, decididos a sucumbir antes que retroceder, casi no podían verse, envueltos como estaban en inmensas nubes de humo, que una calma obstinada mantenía sobre los puentes, aunque rugían con el mismo furor y los relámpagos sucedían a los relámpagos y las detonaciones a las detonaciones.

El buque tenía la ventaja de su volumen y de su artillería, aunque los dos praos, que el valeroso Tigre conducía al abordaje, no cedían. Rasos como barcazas, horadados en cien lugares, hendidos, irreconocibles, con el agua ya en la bodega, llenos ya de muertos y heridos, continuaban avanzando a pesar de la continua tempestad de balas.

El delirio se había apoderado de aquellos hombres que no deseaban más que poder subir al puente de aquel formidable buque, si no para vencer, por lo menos para morir en campo enemigo.

Patán, fiel a su palabra, se había dejado matar detrás de su cañón, pero enseguida otro hábil artillero había ocupado su lugar. Varios hombres habían caído, y otros, horriblemente heridos, con las piernas o los brazos cortados, se debatían aun desesperadamente entre torrentes de sangre.

Un cañón había sido desmontado en el prao de Giro-Batol, y una espingarda ya casi no funcionaba, pero eso ¿qué más daba?

Sobre el puente de, los dos barcos quedaban otros tigres sedientos de sangre, que cumplían valerosamente con su deber.

El hierro silbaba por encima de aquellos valientes, desprendía brazos y destrozaba pechos, regaba los puentes, quebraba las amuradas, rompía cuanto pillaba, pero nadie hablaba de retroceder, antes bien insultaban al enemigo y hasta lo desafiaban, y, cuando una ráfaga de viento desembarazaba a aquellos pobres barcos de los nubarrones que los cubrían, se veían, tras las semiderruidas barricadas, rostros hoscos y desencajados de furor, ojos inyectados en sangre, que despedían fuego a cada relampagueo de la artillería, y dientes que crujían sobre las hojas de los puñales; y, en medio de aquella horda de auténticos tigres, su capitán, el invencible Sandokán, que, con la cimitarra en la mano, la mirada ardiente, los largos cabellos desparramados por los hombros, animaba a los combatientes con una voz que resonaba como una trompeta entre el retumbar de los cañones.

La terrible batalla duró veinte minutos; después, el crucero se desplazó unos seiscientos metros, para no ser abordado.

Un alarido de furor resonó a bordo de los dos praos, ante aquella nueva retirada. Ya no había posibilidad de luchar contra aquel enemigo, que, aprovechándose de sus máquinas, evitaba todo abordaje.

Pero Sandokán no quería retroceder.

Derribando de un irresistible empujón a los hombres que le rodeaban, se agachó sobre el cañón que aún estaba cargado, corrigió la puntería y encendió la mecha.

Pocos segundos después, el palo mayor del crucero, alcanzado en su base, se precipitaba al mar, llevándose consigo a todos los tiradores que se encontraban en las cofas y crucetas.

Mientras el buque se detenía para salvar a los hombres que iban a ahogarse y suspendía el fuego, Sandokán aprovechó para embarcar en su propio barco a la tripulación del prao de Giro-Batol.

— ¡Y ahora a la costa volando! —tronó.

El prao de Giro-Batol, que aún se mantenía a flote por un verdadero milagro, fue desalojado enseguida y abandonado a las olas con su cargamento de cadáveres y con sus piezas de artillería ya inservibles.

Velozmente los piratas se pusieron a los remos y, aprovechándose de la inactividad del buque de guerra, se alejaron con rapidez, refugiándose en el río.

¡No pudo ser más a tiempo! El pobre barco, que hacía agua por todas partes, a pesar de los tapones puestos apresuradamente en los agujeros abiertos por las balas del crucero, se hundía lentamente.

Gemía como un moribundo bajo el peso del agua que lo invadía, y escoraba, tendiendo a inclinarse a babor.

Sandokán, que se había puesto al timón, lo dirigió hacia la orilla próxima y lo embarrancó en un banco de arena.

Apenas se dieron cuenta los piratas de que ya no corría peligro de hundirse, irrumpieron sobre cubierta como una manada de tigres hambrientos, con las armas en la mano, los rasgos contraídos por el furor, dispuestos a recomenzar la lucha con igual ferocidad y resolución.

Sandokán los detuvo con un gesto, y luego, mirando el reloj que llevaba en la cintura, dijo:

—Son las seis: dentro de dos horas el sol habrá desaparecido y las tinieblas se apoderarán del mar. Que todos se pongan a trabajar con rapidez, de manera que a medianoche el prao esté listo para volver al mar.

— ¿Atacaremos al crucero? —preguntaron los piratas, agitando frenéticamente las armas.

—No os lo prometo, pero os juro que muy pronto llegará el día en que vengaremos esta derrota. Y junto al relampagueo de los cañones, se verá ondear nuestra bandera en los baluartes de Victoria.

— ¡Viva el Tigre! —gritaron los piratas.

—Silencio —tronó Sandokán—. Que vayan dos hombres a la desembocadura del río a espiar el crucero y otros dos a los bosques para evitar toda posible sorpresa; curad a los heridos, y después, todos a trabajar.

Mientras los piratas se apresuraban a vendar las heridas que habían sufrido sus compañeros, Sandokán se acercó a popa y se quedó algunos minutos en observación, dirigiendo su mirada hacia la bahía, cuyo espejo de agua podía verse a través de un desgarrón, de la selva.

Intentaba sin duda descubrir el crucero, que al parecer no se atrevía a aproximarse demasiado a la costa, quizá por miedo a encallar en los numerosos bancos de arena que se extendían por aquel lugar.

—Sabe con quién se enfrenta —murmuró el formidable pirata—. Espera que nos hagamos nuevamente a la mar para exterminarnos; pero se engaña si cree que voy a mandar a mis hombres al abordaje. El Tigre también sabe ser prudente.

Se sentó sobre el cañón y luego llamó a Sabau.

El pirata, uno de los más valientes, que se había ganado ya el grado de lugarteniente después de haberse jugado veinte veces la piel, acudió.

—Patán y Giro-Batol han muerto —le dijo Sandokán con un suspiro—.