Parecía que el prao dejaba atrás un surco de alquitrán ardiendo, o de azufre líquido.
Aquel rastro que brillaba vivamente en la oscuridad que los rodeaba no podía pasar inadvertido a los hombres que estaban de guardia en el crucero. De un momento a otro, el cañón podía tronar de improviso.
También los piratas, tendidos sobre cubierta, se habían percatado de aquella fosforescencia, pero ninguno había hecho ningún gesto, ni había pronunciado una sola palabra que pudiera traicionar cualquier aprensión. Tampoco ellos podían resignarse a huir sin haber disparado un solo tiro de fusil. Una granizada de metralla habría sido saludada con un alarido de alegría.
Habían transcurrido apenas dos o tres minutos, cuando Sandokán, que tenía siempre los ojos fijos en el crucero, vio encenderse las luces de posición.
— ¿Se han dado cuenta de nuestra presencia? —se preguntó.
—Eso creo, capitán —contestó Sabau.
— ¡Mira!
—Sí, veo que salen más chispas de la chimenea. Están alimentando las calderas. En un instante Sandokán se puso de pie empuñando la cimitarra.
— ¡A las armas! —gritaron a bordo del barco de guerra.
Los piratas se habían levantado apresuradamente, mientras los artilleros se precipitaban al cañón y a las dos espingardas. Todos estaban dispuestos a emprender la lucha definitiva.
Tras aquel primer grito, sucedió un breve silencio a bordo del crucero; pero luego la misma voz, que el viento llevaba con claridad hasta el prao, repitió:
— ¡A las armas! ¡A las armas! ¡Los piratas huyen!
Poco después, se oyó el redoblar de un tambor sobre el puente de la nave inglesa. Estaban llamando a los hombres a sus puestos de combate.
Los piratas, apoyados en las amuradas o amontonados detrás de las barricadas formadas con troncos de árbol, no respiraban, pero sus facciones, volviéndose feroces, traicionaban su estado de ánimo. Sus dedos oprimían las armas, impacientes por apretar los gatillos de sus formidables carabinas.
El tambor seguía redoblando sobre el puente del barco enemigo. Se oía rechinar las cadenas de las anclas al pasar por sus guías, y los golpes secos del cabrestante.
El buque se preparaba para desatracar y poder atacar al pequeño navío corsario.
— ¡A tu cañón, Sabau! —Ordenó el Tigre de Malasia—. ¡Ocho hombres a las espingardas!
Apenas había dado aquella orden, cuando una llama brilló en la popa del crucero, sobre el castillo, iluminando bruscamente el trinquete y el bauprés. Retumbó una aguda detonación, acompañada seguidamente del ruido metálico del proyectil silbando a través de los estratos del aire.
El proyectil cortó la extremidad del palo mayor y se perdió en el mar, levantando una gran masa de espuma.
Un alarido de furor se oyó a bordo del barco corsario. Ahora había que aceptar la batalla, y era eso lo que deseaban aquellos valientes marinos del mar malayo.
Un humo rojizo salía de la chimenea del buque de guerra. Se oía las ruedas morder velozmente las aguas, el ronco borbotear de las calderas, las órdenes de los oficiales y los pasos precipitados de los hombres.
Todos se apresuraban a situarse en sus puestos de combate.
Las dos luces de posición se movieron. Ahora el buque corría al encuentro del pequeño barco corsario, para cortarle la retirada.
— ¡Preparémonos a morir como valientes! —gritó Sandokán, que ya no se hacía ilusiones sobre el resultado de aquella tremenda batalla.
Un solo alarido le contestó:
— ¡Viva el Tigre de Malasia!
Sandokán, con un vigoroso movimiento de timón, dio una bordada y, mientras sus hombres orientaban rápidamente las velas, lanzó el velero contra el buque, para intentar abordarlo y arrojar a sus hombres sobre el puente enemigo.
Bien pronto comenzó el cañoneo por una y otra parte. Se disparaban balas y metralla.
— ¡Ánimo, mis tigres, al abordaje! —Tronó Sandokán—. ¡La partida no está igualada, pero nosotros somos los tigres de Mompracem!
El crucero avanzaba rápidamente, mostrando su agudo espolón y rompiendo las tinieblas y el silencio con un furioso cañoneo.
El prao, verdadero juguete frente a aquel gigante, al cual le bastaba un solo choque para cortarlo en dos y echarlo a pique, avanzaba también con una audacia increíble, cañoneando lo mejor que podía.
Sin embargo, la partida, como había dicho Sandokán, no estaba igualada, o mejor aún, era muy desigual. Nada podía intentar aquel pequeño barco contra una poderosa nave hecha de hierro y fuertemente armada. El resultado final, a pesar del valor desesperado de los tigres de Mompracem, no podía ser difícil de adivinar.
No obstante, los piratas no se desanimaban y quemaban las cargas con admirable rapidez, intentando exterminar a los artilleros de cubierta y derribar a los marinos de las jarcias, disparando furiosamente sobre el casco, sobre el castillo de proa y sobre las cofas.
Sin embargo, dos minutos más tarde, su barco, aplastado por los disparos de la artillería enemiga, no era más que un montón de escombros.
Los palos habían caído, las amuras habían sido desfondadas, y ni siquiera las barricadas de troncos de árbol ofrecían protección alguna ante aquella tempestad de proyectiles. El agua entraba ya por los numerosos agujeros, inundando la bodega.
A pesar de ello, nadie hablaba de rendirse. Todos querían morir, pero arriba, sobre el puente enemigo.
Las descargas, entretanto, se hacían cada vez más tremendas. El cañón de Sabau estaba desmontado, y media tripulación yacía sobre cubierta, destrozada o acribillada por la metralla.
Sandokán comprendió que había sonado la última hora para los tigres de Mompracem.
La derrota era completa. No había ninguna posibilidad de hacer frente a aquel gigante, que vomitaba nubes de proyectiles sin interrupción. No quedaba más alternativa que intentar el abordaje, una locura, ya que ni sobre el puente del crucero la victoria podía ser de aquellos valientes.
No quedaban en pie más que doce hombres, pero eran doce tigres, guiados por un jefe cuyo valor era increíble.
— ¡A mí, mis valientes! —les gritó.
Los doce piratas, con los ojos extraviados, espumantes de rabia, con los puños cerrados como tenazas sobre las armas, escudándose en los cadáveres de sus compañeros, se pusieron a su alrededor.
El buque navegaba a toda marcha hacia el prao, para hundirlo con el espolón; pero Sandokán, en cuanto lo vio a pocos metros, con un movimiento de timón evitó el choque, y lanzó su barco contra el costado de babor del enemigo.
El choque fue violentísimo. El barco corsario se hundió hacia estribor, embarcando agua y arrojando muertos y heridos al mar.
— ¡Lanzad los garfios! —tronó Sandokán.
Dos garfios de abordaje se engancharon en los flechaste del crucero.
Entonces los trece piratas, locos de furor, sedientos de venganza, se lanzaron como un solo hombre al abordaje.
Ayudándose con manos y pies, agarrándose a las gúmenas y cuerdas que colgaban de las baterías, treparon por los tambores de las ruedas, alcanzaron las amuras y se precipitaron sobre el puente del crucero, antes de que los ingleses, asombrados de tanta audacia, hubieran pensado rechazarlos.
Con el Tigre de Malasia a la cabeza, se arrojaron contra los artilleros, matándolos al pie de sus propios cañones; destrozaron a los fusileros que habían acudido a cortarles el paso, y luego, blandiendo la cimitarra a diestra y siniestra, se dirigieron a popa.
A los gritos de los oficiales, se habían reunido allí enseguida los hombres de la batería. Eran sesenta o setenta, pero los piratas no se pararon a contarlos, y se lanzaron furiosamente sobre las puntas de las bayonetas, empeñados en una lucha titánica.
Golpeando desesperadamente, tronchando brazos y abriendo cabezas, gritando para causar mayor terror, cayendo y volviendo a levantarse, ora retrocediendo, ora avanzando, durante algunos minutos pudieron resistir a todos aquellos enemigos, pero al fin, acosados por los mosquetes de los hombres de las cofas y por los sables de los que estaban a su espalda, hostigados por las bayonetas, aquellos valientes cayeron.
Sandokán y otros cuatro, cubiertos de heridas, con las armas ensangrentadas hasta la empuñadura, en un esfuerzo prodigioso, se abrieron paso e intentaron ganar la proa para detener a cañonazos aquella avalancha de hombres.
Ya en mitad del puente, Sandokán cayó alcanzado en pleno pecho por una bala de carabina, pero enseguida se levantó gritando:
— ¡Matadlos! ¡Matadlos!
Los ingleses avanzaban a paso de carga con las bayonetas caladas. El choque fue mortal.
Los cuatro piratas se habían puesto delante de su capitán para cubrirlo, y cayeron bajo una descarga de fusil, quedando clavados en el suelo. Pero no sucedió así con el Tigre de Malasia.
Aquel formidable hombre, a pesar de la herida de la que le manaban oleadas de sangre, de un salto inmenso alcanzó la amura de babor, tumbó con la cimitarra tronchada a un gaviero que trataba de detenerlo y se lanzó de cabeza al mar, desapareciendo bajo las negras olas.
V. Fuga y delirio
Un hombre como aquel, dotado de una fuerza tan prodigiosa, de una energía tan extraordinaria y de un valor tan grande, no podía morir.
En efecto, mientras el piróscafo proseguía su curso, transportado por los últimos impulsos de las ruedas, el pirata, de un vigoroso impulso, volvía a subir a la superficie y se retiraba hacia alta mar, para no ser cortado en dos por el espolón del enemigo o alcanzado por algún tiro de fusil.
Conteniendo los gemidos que le arrancaba la herida y reprimiendo la rabia que lo devoraba, se encogió, manteniéndose casi completamente sumergido, en espera del momento oportuno para ganar las costas de la isla.
El barco de guerra daba entonces una bordada a menos de trescientos metros. Avanzó hacia el lugar donde se había hundido el pirata, con la esperanza de despedazarlo bajo las ruedas, y luego volvió a virar.
Se detuvo un momento, como si quisiera escudriñar aquel espacio de mar agitado por él; luego reemprendió la marcha, cortando en todas las direcciones aquella porción de agua, mientras los marinos, descolgándose en la red para delfines o colocándose en las bancadas, proyectaban por doquier la luz de algunos faroles.
Cuando se convencieron de la inutilidad de búsqueda, por fin se alejaron en dirección a Labuán.
El Tigre emitió entonces un grito de furor.
— ¡Vete, buque maldito! —exclamó—.
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