Se han dejado matar sobre su prao, a la cabeza de los valientes que intentaban arrojarse contra ese maldito navío. El mando te corresponde ahora a ti, y yo te lo confiero.
—Gracias, Tigre de Malasia.
—Tú serás tan valiente como ellos.
—Cuando mi capitán me mande dejarme matar, estaré dispuesto a obedecerle.
—Ahora, ayúdame.
Uniendo sus fuerzas, empujaron a popa el cañón y las espingardas, y las apuntaron hacia la pequeña bahía para poder barrerla a golpes de metralla, en caso de que los botes del crucero intentaran forzar la desembocadura del río.
—Ahora podemos estar seguros —dijo Sandokán—. ¿Has enviado dos hombres a la desembocadura?
—Sí, Tigre de Malasia. Deben de estar emboscados entre los bambúes.
—Muy bien.
— ¿Esperaremos a la noche para salir al mar?
—Sí, Sabau.
¿Lograremos engañar al crucero?
—La luna aparecerá bastante tarde y quizá ni se divise. Veo acercarse algunas nubes desde el sur.
— ¿Tomaremos la ruta de Mompracem, capitán?
—Directamente.
— ¿Sin vengarnos?
—Somos muy pocos, Sabau, para enfrentarnos con la tripulación del crucero; y además, ¿cómo responder a su artillería? Nuestro barco ya no está en condiciones de sostener un segundo combate.
—Es verdad, capitán.
—Paciencia por ahora; el día de la revancha llegará muy pronto.
Mientras los dos jefes charlaban, sus hombres trabajaban con febril encarnizamiento. Eran todos valientes marinos, y entre ellos no faltaban carpinteros ni maestros del hacha.
En solo cuatro horas construyeron dos nuevos palos, arreglaron las amuradas, taparon todos los agujeros y repusieron las jarcias, ya que tenían a bordo abundancia de cables, fibras, cadenas y gúmenas.
A las diez, el barco podía no solo hacerse de nuevo a la mar, sino incluso emprender otro combate, pues habían levantado también barricadas formadas con troncos de árbol para proteger el cañón y las espingardas.
Durante aquellas cuatro horas, ningún bote del crucero se había atrevido a mostrarse en las aguas de la bahía.
El comandante inglés, sabiendo con quién tenía que luchar, no había considerado oportuno comprometer a sus hombres en una batalla terrestre. Por otra parte, estaba absolutamente seguro de obligar a los piratas a rendirse o de rechazarlos nuevamente hacia la costa, si hubieran intentado atacarlo o lanzarse a mar abierto.
Alrededor de las once, Sandokán, que había tomado la resolución de intentar la salida al mar, llamó a los hombres que había mandado a vigilar la desembocadura del río.
— ¿Está libre la bahía? —les preguntó.
—Sí —contestó uno de los dos.
— ¿Y el crucero?
—Se encuentra delante de la bahía.
— ¿Muy lejos?
—A media milla.
—Tendremos espacio suficiente para pasar —murmuró muró Sandokán—. Las tinieblas protegerán nuestra retirada.
Después, mirando a Sabau, dijo:
—En marcha.
Enseguida, quince hombres se pusieron al banco de los remos y con un poderoso impulso empujaron el prao hasta el río.
—Que nadie grite, bajo ningún pretexto —dijo Sandokán con voz imperiosa—. Tened bien abiertos los ojos y las armas preparadas. Nos estamos jugando una partida tremenda.
Se sentó junto al timón, con Sabau a su lado, y guio resueltamente el barco hacia la desembocadura del río.
La oscuridad favorecía la huida. No había luna en el cielo y no se veía una estrella, ni siquiera esa vaga claridad que proyectan las nubes cuando el astro de la noche las ilumina desde arriba.
Gruesos nubarrones habían invadido la bóveda celeste, interceptando completamente cualquier luz. Y la sombra proyectada por los gigantescos durion, las palmeras y las desmesuradas hojas de los plátanos era tan densa que Sandokán apenas si podía distinguir las dos orillas del río.
Un silencio profundo, apenas roto por el leve rumor de las aguas, reinaba sobre aquella pequeña corriente de agua. No se oía ni el susurro de las hojas, dado que no se movía un soplo de viento bajo las tupidas bóvedas de aquellos grandes vegetales, y tampoco sobre el puente del barco se percibía el menor ruido. Parecía que todos aquellos hombres, agazapados entre la proa y la popa, habían dejado de respirar, por temor a perturbar la calma.
El prao estaba ya muy cerca de la desembocadura del río, cuando tras un leve choque se detuvo.
— ¿Encallados? —preguntó Sandokán.
Sabau se inclinó sobre las amuradas y escudriñó atentamente las aguas.
—Sí —dijo luego—. Hay un banco debajo de nosotros.
— ¿Podremos pasar?
—La marea sube rápidamente y creo que dentro de unos minutos podremos continuar el descenso del río. —Esperemos, pues.
La tripulación, aunque ignoraba por qué se había detenido el prao, no se movió. Pero Sandokán había oído el crujido característico de las carabinas al ser montadas, y había visto a los artilleros curvarse en silencio sobre el cañón y las dos espingardas.
Pasaron algunos minutos de angustiosa espera para todos; luego se oyeron hacia proa y bajo la quilla algunos crujidos. El prao, levantado por la marea, que subía rápida, se deslizaba sobre el banco de arena.
Al poco rato, se había librado de aquel fondo firme, balanceándose levemente.
—Desplegad una vela —ordenó Sandokán a los hombres de maniobra.
— ¿Será suficiente, capitán? —preguntó Sabau.
—Por ahora sí.
Un momento después, una vela latina se desplegó sobre el trinquete. La habían pintado de negro, para que pudiera confundirse completamente con las tinieblas de la noche.
El prao descendió con rapidez, siguiendo las tinieblas del río. Superó felizmente el bajío, pasando entre los bancos de arena y los arrecifes, atravesó la pequeña bahía y salió silenciosamente al mar.
— ¿Y el buque? —preguntó Sandokán, poniéndose de pie.
—Allí está, a media milla de nosotros —contestó Sabau.
En la dirección indicada se divisaba confusamente una masa oscura, sobre la cual se levantaban de cuando en cuando pequeños puntos luminosos, indudablemente chispas que salían de la chimenea. Escuchando con atención, se podían oír también las sordas vibraciones de las calderas.
—Aún tiene las calderas encendidas —murmuró Sandokán—. Así pues, están esperándonos.
— ¿Pasaremos inadvertidos, capitán? —preguntó Sabau.
—Eso espero. ¿Ves alguna chalupa?
—Ninguna, capitán.
—Pasaremos rozando la playa, para confundirnos mejor con la masa de los árboles, y después enfilaremos el mar abierto.
El viento era débil y el mar estaba tranquilo como si fuera de aceite.
Sandokán mandó que se desplegara una vela más, en el palo mayor; después puso rumbo al sur, siguiendo las sinuosidades de la costa.
Como la playa estaba cubierta de grandes árboles, los cuales proyectaban sobre las aguas su tupida sombra, había pocas probabilidades de que el pequeño barco corsario pudiera ser descubierto.
Sandokán, siempre al timón, no perdía de vista al formidable adversario, que de un momento a otro podía despertarse repentinamente y cubrir el mar y la costa de huracanes de hierro y plomo.
Se disponía a engañarlo; pero en el fondo de su alma, aquel hombre soberbio se lamentaba de tener que dejar aquellos parajes sin tomarse la revancha. Habría deseado encontrarse ya en Mompracem, pero también habría deseado otra tremenda batalla. Él, el formidable Tigre de Malasia, el invencible jefe de los piratas de Mompracem, casi se avergonzaba de andar así, a escondidas, como un ladrón nocturno.
Esta sola idea le hacía hervir la sangre y hacía que sus ojos llamearan con una cólera tremenda. ¡Oh! ¡Cómo habría saludado un cañonazo, aunque fuera la señal de una nueva y más desastrosa derrota!
El prao se había alejado ya unos quinientos o seiscientos pasos de la bahía y se preparaba para salir a mar abierto, cuando a popa, sobre la estela, apareció un extraño resplandor. Parecía como si miríadas de pequeñas llamas salieran de las profundidades tenebrosas del mar.
—Nos estamos traicionando —dijo Sabau.
—Mucho mejor —contestó Sandokán con una sonrisa feroz—. No, esta retirada no era digna de mí.
—Es verdad, capitán —contestó el malayo—. Mejor, morir con las armas en la mano que huir como cobardes.
El mar continuaba volviéndose fosforescente. Delante de la proa y detrás de la popa del velero, los puntos luminosos se multiplicaban y la estela se hacía cada vez más luminosa.
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