Dentro de pocos días les habrán procurado pimienta y otras especias con tal profusión que colmarán los barcos. Invita amablemente a los capitanes a comer en su palacio, y aunque esta invitación, por las razones íntimas que se quiera, no es aceptada, la tripulación corre y goza a sus anchas por la hospitalaria ciudad forastera. Diversión, tierra firme bajo los pies, mujeres complacientes: todo los invita. ¡Poder respirar otro aire que el de las cámaras fétidas o el de las infectas aldeanas, donde los puercos y las aves de corral viven en común con las desnudas bestias humanas!... Platican los felices marineros en las casas de té, compran a su capricho en los mercados, regodéanse con las bebidas y los frutos recién cogidos; en ningún otro sitio han sido recibidos tan cordialmente, tan familiarmente, desde que salieron de Lisboa. Centenares de malayos reman en sus botes pequeños y veloces, cargados de provisiones de boca, y rodean los barcos portugueses, trepan, ágiles como monos, por los cables, y los forasteros se quedan boquiabiertos ante cosas nunca vistas; se ha desplegado un festivo trueque de materias; y con disgusto se entera la tripulación de que el sultán ya tiene a punto el cargamento prometido y ha dado instrucciones a Sequeira para que mande los botes a la playa a la mañana siguiente y tenga cargado antes de la puesta del sol todo lo concertado.

Sequeira, contento por la rápida obtención de los preciados géneros, manda, en efecto, a la ribera todos los botes de que dispone la flota, con numerosa tripulación. Y él, como buen hidalgo portugués, estimándose superior al tráfico, permanece a bordo haciendo una partida de ajedrez con un camarada, la más juiciosa ocupación en el aburrimiento de un día bochornoso a bordo. Los otros tres barcos están también quietos, amodorrados. Pero una circunstancia alarmante llama la atención de García De Susa, el capitán de la pequeña carabela que sigue a las otras cuatro naves. El capitán ha notado que el número de los botes malayos crece por momentos alrededor de los cuatro barcos casi abandonados y que, con el pretexto de subir mercancías a bordo, son cada vez más los muchachos desnudos que trepan por las cuerdas. Llega a sospechar el capitán de la carabela si tal vez el amable sultán está preparando un ataque por sorpresa.

Afortunadamente, la pequeña carabela no ha mandado su bote a la playa con los demás. De Susa encomienda a su hombre de confianza que salga enseguida a remo hacia el barco almirante para poner alerta al capitán. El hombre de confianza a quien da el encargo no es otro que el sobresaliente Magallanes. Rema a golpes frecuentes y enérgicos. Encuentra al capitán Sequeira jugando tranquilamente al ajedrez; ve con disgusto, a la espalda de los dos jugadores, un grupo de malayos, al parecer curiosos, pero con el cris al cinto siempre a punto. El hombre susurra disimuladamente la advertencia a Sequeira. Éste no pierde la presencia de espíritu y sigue jugando para no despertar sospechas. Pero ordena a un marinero que se ponga alerta en la gavia, y desde este momento, sin dejar el juego, no quita una mano de la espada.

La alarma de Magallanes llegaba a tiempo. Casi en el mismo instante se levantaba por encima del palacio del sultán una columna de humo, la señal convenida para atacar a un tiempo a bordo y en tierra. El marinero que otea desde la gavia es oportuno en dar la alarma. Instantáneamente, Sequeira da un salto y rechaza a un lado a los malayos, sin darles tiempo de atacar. Suena la señal de alarma y la tripulación se reúne a bordo; en todos los barcos los malayos son acorralados, y ya es en vano que se acerquen por todos lados en sus botes, armados y dispuestos a atacar la flota. Sequeira ha ganado tiempo para levar anclas, y ya retumban los cañones con poderosas salvas. Gracias a la vigilancia de Susa y a la prontitud de Magallanes, el golpe ha fracasado.

Peor les va a los infelices que confiadamente han desembarcado, una porción de desprevenidos que andan esparcidos por la ciudad, contra millares de astutos enemigos. Son pocos los portugueses que logran escapar de la muerte huyendo hacia la playa, y aun éstos lo pasan mal: los malayos ya se han apoderado de los botes, con los que se les hace imposible la vuelta a bordo. Caen los portugueses uno tras otro bajo el poder del número. Uno solo, el más valiente, logra escapar de la muerte, el amigo fraternal de Magallanes, Francisco Serráo. Ya le rodean, ya le hieren y parece perdido cuando aparece Magallanes remando en su bote, con otro soldado, sin miedo y dispuesto a exponer la vida por su amigo. Un par de golpes decididos bastan para quitarlo de las manos de los que le agredían, y lo pone a salvo en su barca. La flota portuguesa perdió en aquel ataque más de una tercera parte de sus hombres.