Pero Magallanes ganó en él, por segunda vez, un amigo cuyo afecto paternal y cuya confianza serán decisivos para sus acciones venideras.

Es la primera vez que se dibuja en la figura, todavía borrosa, de Magallanes un trazo característico de personalidad. No hay nada patético en su naturaleza, nada de chocante en su porte; se comprende que los cronistas de la guerra de Indias lo pasaran por alto durante mucho tiempo. Porque Magallanes fue toda su vida uno de esos hombres que no son notados. No sabía hacerse valer ni querer. Pero en cuanto se le proponía una tarea, y mejor si se la proponía él mismo, este hombre oscuro que queda en último término actúa con una prudencia y un valor generosos que admiran. No es, en cambio, de los que saben sacar partido o adornarse con lo llevado a cabo; quedo y paciente, vuelve a ocupar su sitio en último término. Sabe callar, sabe esperar, como si presintiera que para la tarea que le toca cumplir, el destino le reserva todavía largos años de experiencia y de prueba. Poco después de haber vivido con Cannanore una de las victorias más brillantes de la flota portuguesa, y en Malaca una de sus más duras derrotas, le es destinado en su áspera carrera de navegante un accidente que ha de templarle el ánimo: un naufragio.

Magallanes acababa de ser designado para acompañar, en su viaje de regreso, un galeón de especias que hacía el transporte regular. El galeón topó con el banco llamado de Padua. Nadie perece en el accidente, pero el galeón se rompe en cien pedazos contra el arrecife de corales, y como los pocos botes no bastan para el salvamento de toda la tripulación, una parte de los navegantes ha de quedar atrás. La pretensión del capitán, los oficiales y los nobles de tener preferencia en el salvamento exaspera a los grumetes y a los marineros. La disputa se hacía amenazadora, cuando sale de entre los nobles Magallanes, dispuesto a permanecer atrás con los marinos, a condición de que los "capitanes e hidalgos" empeñen su honor en que, una vez ganada tierra, volverán con una nueva embarcación para recoger a todos. Esta actitud decidida parece haber atraído por primera vez la atención del alto mando sobre el "soldado desconocido", pues poco tiempo después, en octubre de 1510, cuando Albuquerque, el nuevo virrey, pide consejo a los "capitanes del rey" de cómo emprender el sitio de Goa, uno de los consultados es Magallanes. Con esto, al cabo de cinco años de servicio, el sobresaliente, el soldado raso y simple marinero parece por fin ser elevado a la categoría de oficial, y como tal formará parte de la flota de Albuquerque destinada a vengar la ignominiosa derrota que Sequeira había sufrido en Malaca. Así es como, dos años más tarde, vemos a Magallanes con rumbo al Lejano Oriente, al aurea chersonesua. Diecinueve amenazadores barcos, formando una selecta flota de guerra, están alineados en julio de 1511 ante el puerto de Malaca y rompen una áspera lucha contra el anfitrión desleal. Pasan seis semanas antes de que Albuquerque logre vencer la resistencia del sultán. Y entonces cae bajo las manos de los saqueadores un botín como no lo habían cobrado nunca en las benditas Indias; con la conquista de Malaca, Portugal tiene en el puño todo el mundo de Oriente. Por fin se ha cortado para siempre la arteria del tráfico mahometano, que se desangrará en pocas semanas. Todos los mares, desde Gibraltar —las Columnas de Hércules— hasta el estrecho de Singapur, el aurea chersonesus, son ahora un solo océano portugués. El resonar de este golpe, el más decisivo que en todos los tiempos haya recibido el Islam, se oye a lo lejos hasta China y el Japón, y el eco lo devuelve jubiloso a Europa. Ante los fieles congregados, el Papa da las gracias públicamente y levanta sus preces por el hecho magnifico de los portugueses al poner en manos de la Cristiandad la mitad de la Tierra. Roma asiste al espectáculo de un triunfo como no había visto el caput mundi desde el tiempo de los Césares. Una embajada presidida por Tristáo da Cunha trae el botín de guerra de la India conquistada: preciosos caballos embridados, leopardos y panteras; pero la pieza principal, y la que más llama la atención, es un elefante que forma parte del cargamento de la flota portuguesa y que ahora, levantando gritos de júbilo en la multitud, se arrodilla tres veces ante el Padre Santo.

Pero el triunfo no llega a calmar el desenfrenado prurito de expansión de Portugal. Nunca se ha visto en la Historia que un vencedor se vea saciado en la victoria, por grande que ésta sea. Malaca no es más que la llave del tesoro de la especiería: ahora que la tienen en la mano, los portugueses se disponen a acercarse a él y apoderarse de las fabulosas islas de las especias; archipiélago de la Sonda, las islas de Amboina, Banda, Ternate y Tidore. Se arman tres naves al mando de Antonio d'Abreu, y algunos de los cronistas de la época citan también el nombre de Magallanes entre los participantes de aquella expedición al entonces más lejano extremo de la Tierra por Oriente. Pero, en realidad, la jornada índica de Magallanes en aquellos momentos ha tocado a su término.

“Basta —le dice el destino—. Ya has visto bastante en Oriente, ya lo has vivido bastante. Sigue otros derroteros, los tuyos.” Aquellas fabulosas islas de las especias con que soñara toda su vida y que ve desde ahora con la mirada interior fascinada, nunca las ha podido ver Magallanes por sus propios ojos.