¿Quiénes eran los precursores, esos navegantes desconocidos, los auténticos descubridores? ¿Penetraron en realidad otros buques portugueses, antes de que nadie delineara aquellos mapas y globos, hasta el misterioso estrecho del Atlántico al Pacífico? He aquí que unos documentos intangibles vienen a darnos la segundad de que a principios del siglo varias expediciones portuguesas —una de ellas guiada por Vespucio— habían dado noticia de las costas del Brasil y tal vez de la Argentina; ellos solamente podían haber visto el "paso".

Pero la cuestión no acaba aquí y una pregunta llama a la otra. Aquellas misteriosas expediciones ¿hasta dónde habían llegado? ¿Habían alcanzado la travesía, el estrecho de Magallanes? Para suponer que otros navegantes conocieran el "paso" antes que Magallanes no existía más punto de apoyo que aquella noticia de Pigafetta y un globo de Juan Schöner, hoy todavía existente, que ya en 1515, antes, por lo tanto, de la expedición de Magallanes, señala claramente un "paso" al Sur, si bien en un sitio equivocado. Nada de esto, empero, nos explica de dónde pudieron sacar sus informaciones Behaim y el profesor alemán. En aquella edad de los descubrimientos, cada nación velaba con celo comercial por que permanecieran rigurosamente secretos los resultados de las expediciones. Las libretas de observación de los pilotos, las memorias de los capitanes, los mapas y portulanos se guardaban severamente en la Tesorería de Lisboa, y el rey Manuel prohibía, por el edicto de 18 de noviembre de 1504, "hacer declaraciones acerca de la navegación más allá de la corriente del Congo, a fin de que los extranjeros no puedan aprovecharse de los descubrimientos de Portugal". Ya se hubiera creído vana la cuestión de la primacía cuando, a un siglo de distancia, un hallazgo insospechado vino a aclarar —o así pareció, al menos— a quién debían Behaim y Schöner, y por remate Magallanes, sus conocimientos geográficos. Era una hoja en alemán, impresa en un papel muy malo, lo que se descubrió: "Copia der Newen Zeytung au Presillg Landt" y tenía el carácter de un informe que el comercio de Portugal presentó a principios del siglo a los grandes mercaderes de Augsburgo. En un alemán espeluznante se da noticia, en la hoja, de que un buque portugués, cerca del grado cuarenta de latitud, ha encontrado un cabo, correspondiendo al de Buena Esperanza, y que, dando la vuelta a ese cabo, se ha visto que detrás, en dirección de Este a Oeste, hay un ancho paso, parecido al estrecho de Gibraltar, que comunica con el otro mar, de modo que es cosa fácil por ese camino alcanzar las Molucas, las islas de la especiería. Claramente afirma, pues, dicho informe la existencia de una comunicación entre el océano Atlántico y el océano Pacífico -quod erat demostrandum.

El enigma parecía, así, descifrado, y Magallanes declarado usurpador, plagiador de un descubrimiento anterior a él. Porque, naturalmente, Magallanes debió de conocer, tan bien como otros, los resultados de aquella anterior expedición portuguesa, con lo cual todo su mérito quedaría reducido, desde el punto de vista histórico, a haber sabido transformar enérgicamente un secreto bien guardado en una decisión útil a toda la humanidad. Todo el prestigio de Magallanes consistiría en haber sido hábil y decidido en aprovecharse del éxito ajeno.

Pero esto no acaba aquí todavía. Hoy sabemos muy bien lo que Magallanes ignoraba: que aquellos navegantes de la desconocida expedición portuguesa no llegaron nunca prácticamente al estrecho de Magallanes y que sus informes (los cuales Magallanes, no menos crédulo que Martín Behaim y Juan Schöner, aceptó como buenos) eran, en realidad, una mala interpretación, un error fácilmente comprensible. Porque ¿qué es lo que habían visto —y aquí ponemos el dedo en la llaga— aquellos pilotos, cerca del grado cuarenta de latitud? ¿Qué es propiamente lo que comunica aquel testimonio de vista de la Newen Zeytung? Esto y nada más: que aquellos navegantes, aproximadamente en el grado cuarenta de latitud, habían descubierto una bahía, dentro de la cual navegaron dos días sin llegar a su término; y que así, sin hallar salida, una tormenta los había impelido hacia atrás. No vieron más que esto: la entrada de un estrecho, que les pareció ser —pero sin más seguridad— el tan buscado canal de comunicación con el océano Pacífico. Mas el paso auténtico —y eso lo sabemos desde Magallanes— cae cerca del grado cincuenta y dos de latitud. ¿Qué es, pues, lo que pudieron ver aquellos marinos anónimos en la proximidad del grado cuarenta? En este punto tenemos una fundada sospecha. Sólo quien haya visto por primera vez las moles inmensas de agua, la ancha llanura líquida con que el río de la Plata desemboca en el mar, podrá comprender que no fue equivocación circunstancial, sino necesaria, el tomar por una bahía, por un mar, esta aparatosa desembocadura de un río. Nada tan comprensible como que aquellos navegantes, que nunca habían visto en Europa un río de tan gigantes dimensiones, cantaran victoria a la vista de la anchura interminable, creyendo, en su precipitación, que aquél tenía que ser el tan buscado estrecho, el paso que unía un océano con otro. Que aquellos pilotos a que se refiere la Newen Zeytung confundieron la magna corriente con un estrecho lo atestiguaron plenamente los mapas trazados al dictado de su acción. Porque si los tales pilotos anónimos, aparte la corriente del Plata, hubieran hallado más hacia el Sur el verdadero estrecho de Magallanes, el auténtico "paso", se vería marcado también en sus portulanos, así como en el globo de Schöner, el de la Plata, ese gigante entre las corrientes de la tierra. Pero he aquí que lo mismo Schöner que los otros mapas que conocemos no señalan la corriente del Plata, sino que señalan en su lugar el “paso” el estrecho mítico, precisamente en el mismo grado de latitud. Con esto queda plenamente dilucidada la cuestión. Aquellos fiadores de la Newen Zeyttcng se engañaron en medio de su probidad, victimas de una confusión ajena muy explicable; y con igual probidad procedía Magallanes al afirmar que tenía noticia auténtica de la existencia de un "paso". Cayó en error a través del error de otros cuando, al proyectar su magno plan de la vuelta al mundo, echó mano de aquellos mapas e informes. El secreto de Magallanes fue, en definitiva, un error honradamente aceptado.

¡Pero no maldigamos del error! Hasta de un error, si el genio lo toca y un buen azar lo conduce, puede salir una elevada verdad. Cuéntase por cientos y por miles los inventos trascendentales, en todos los terrenos del conocimiento, que han sido promovidos en medio de falsas hipótesis. Nunca se hubiera arriesgado al mar Cristóbal Colón de no existir aquel mapa de Toscanelli que, calculando con absurda falsedad la extensión del orbe, le hacia abrigar la ilusión de haber hallado el derrotero para llegar, en el menor tiempo posible, a la costa oriental de la India. Nunca Magallanes hubiera podido persuadir a un monarca para que le confiara una flota si, con seguridad ingenua, no hubiera puesto fe en aquel mapa erróneo de Behaim y en aquellos informes fantásticos de los pilotos portugueses. Sólo porque creía conocer un secreto le fue posible a Magallanes descifrar el secreto geográfico más grande de su época. Sólo porque se entregó con toda el alma a una ilusión transitoria descubrió una verdad permanente.

UNA IDEA QUE SE REALIZA

 

20 octubre 1517-22 marzo 1518

 

Magallanes está frente a frente de la responsabilidad de su decisión.