Decidido, con la cabeza alta, se presenta ante el reunido Consejo para defender su idea y llevar adelante el proyecto.
De lo que en aquella sesión aconteció tenemos diversas informaciones, y, por lo diversas, discutibles. Lo único que se puede asegurar es que algo debió de hacer impresión desde los primeros momentos en la actitud y en el modo de exponer de aquel hombre nervudo y atezado. Los consejeros del rey ven en seguida que el capitán portugués no es uno de aquellos fantaseadores hueros, como tantos hubo desde el éxito de Colón, que iban cada cual con su proyecto a la corte. Este hombre de ahora ha llegado, en realidad, más allá de Oriente que cualquier otro, y cuando cuenta de las islas de las especias, de su situación geográfica, de sus condiciones climatológicas y de su riqueza incalculable, se ve que sus noticias, gracias a las relaciones con Varthema y a la amistad de Serráo, son más dignas de crédito que las de todos los archivos de España. Pero Magallanes no ha puesto todavía sobre la mesa sus mejores naipes. Manda con una seña a su esclavo Enrique, el que trajo de Malaca, que se adelante. Con notable asombro se han fijado los consejeros del rey en el malayo esbelto, de finos miembros: no habían visto aún ninguno de su raza. Se pretende que presentó también una esclava de Sumatra, la cual rompió a hablar y gorjear como si, de pronto, un abigarrado colibrí revoloteara en la real sala de audiencia. Y por fin —testimonio de los más valiosos— lee Magallanes unos párrafos de las cartas de su amigo Francisco Serráo, el nuevo gran visir de Ternate, donde se consigna que allí hay "una tierra más extensa y más rica que el mundo que descubrió Vasco de Gama".
Hasta haber logrado despertar, por esos medios el interés de los altos personajes, no empieza Magallanes, sacando consecuencias, a exponer sus pretensiones. Como él mismo ha demostrado, las preciadas islas de las especias, cuya riqueza queda fuera de toda cuenta, caen tan al este de la India que resultaría un rodeo superfluo querer alcanzarlas por el Este, como los portugueses, doblando primero el Africa y, luego, todo el golfo Indico y la Sonda. El viaje resulta mucho más seguro por Occidente, y ésta es la orientación que el Santísimo Padre señala a los españoles. Cierto que se atraviesa en esta ruta, como una barrera infranqueable, el nuevo continente americano, del cual se pretende, erróneamente, que no es navegable en torno de sus costas del Sur; pero Magallanes tiene noticia cierta de que allí hay una travesía, un estrecho, un “paso”, y empeña su palabra de poner este su secreto, y el de Ruy Faleiro, al servicio de la Corona de España. Sólo por este su derrotero podrá todavía España pasar delante de los portugueses, los cuales ya tienden las manos impacientes hacia aquella cámara de los tesoros, y Su Majestad —aquí una inclinación ante el joven endeble y pálido, con el belfo de los Habsburgo—, que es ya uno de los monarcas más poderosos, pasará a ser, con su adquisición, el príncipe más rico de la tierra.
Pero tal vez —rectifica Magallanes, continuando— Su Majestad tendría reparo en emprender una expedición hacia las Molucas, temeroso de invadir la esfera que Su Santidad el Papa destinaba a los portugueses en su partición. Este cuidado queda excluido. Gracias al conocimiento exacto que tiene del sitio y a los cálculos de Ruy Faleiro, él, Magallanes, puede asegurar y probar que las islas del tesoro caen dentro de la zona que Su Santidad el Papa asignó a España; es, pues, una equivocación por parte de España esperar más tiempo, a pesar de su indiscutible derecho de prioridad, con lo que facilitaría a los portugueses el sentar sus reales en territorio de la Corona española.
Magallanes hace una pausa. Ahora la exposición está a punto de pasar de lo práctico a la teoría, porque toca a los meridianos y a los mapas el dar testimonio de que las islas de la especiería son del dominio de la Corona de España. Magallanes se aparta para ceder a su camarada Ruy Faleiro la argumentación cosmográfica. Ruy Faleiro arrastra una gran esfera; gracias a su demostración se puede precisar claramente que las islas de las especias se encuentran en el otro hemisferio, allende la línea de división que trazó el Papa, y, por lo tanto, en dominio español; y, apoyando sus palabras, señala con el dedo el curso que él y Magallanes tienen el propósito de seguir. (Lo cual no es óbice para que, andando el tiempo, se demuestre que todos los cálculos de longitudes y latitudes de Ruy Faleyro caían de lleno en la fantasía, porque este geógrafo de gabinete ni siquiera sueña en la extensión del aún no descubierto ni surcado océano Pacífico. Veinte años más tarde se podrá, además, precisar que todas sus consecuencias caen por la base, que las islas de la especiería no están en dominio español, sino portugués.) No todo lo que el excitado astrónomo expone, gesticulando mucho, son puras aproximaciones. Pero todos los hombres y todas las naciones están dispuestos a creer lo que les aprovecha. Desde el momento que el doctísimo cosmógrafo declara que las islas de la especiería pasarán a ser de España, los consejeros del rey ya no tienen ningún interés en discutir una manifestación que tanto les favorece. Es cierto que algunos de ellos se mostraron curiosos de ver señalado en la esfera el punto en que se encontraba la travesía de América, el paso, el estrecho que llevaría el nombre de Magallanes, y que, al no verlo marcado, Faleiro les explicó que era con toda intención, a fin de que ese gran secreto no fuera divulgado hasta el momento preciso.
El Emperador y sus consejeros, displicentes los unos y ya interesados los otros, habían escuchado. Pero aquí sobreviene lo nunca previsto. No son los eruditos, los humanistas, quienes se interesan por el viaje alrededor del mundo, que fijará por fin la extensión terrestre y eclipsará todo documento anterior; es precisamente aquel escéptico tan temido de todo navegante, el obispo de Burgos Fonseca quien se pone decididamente al lado de Magallanes. Tal vez en su interior le remuerda ahora, como un delito contra la Historia, el haber perseguido a Colón, y no quiere cargar por segunda vez con el ludibrio de ser un enemigo de toda gran idea; tal vez le ha convencido. Lo cierto es que el impulso decisivo parte de él. En principio acepta el proyecto, y Magallanes y Faleiro son invitados oficialmente a comunicar por escrito al Consejo de Su Majestad los antecedentes y los fines de su empresa.
Todo está ganado con esta audiencia. Pero a quien ya tiene le es dado más, y una vez la suerte ha respondido al reclamo, seguirá fácilmente al favorecido. Más dieron aquellas pocas semanas a Magallanes que lo que en años había obtenido.
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