Ya fuera a clara argumentación o el porte varonil y aplomado de aquel desconocido capitán portugués, o bien la íntima convicción con lo que exponía, algo debió de imponerse al experto y ponderado negociante. Lo cierto es que Aranda, ayudado tal vez de la razón o por puro instinto, rastrea detrás del magno plan la posible magnitud del negocio. El haber oficialmente declinado, como no rentable para la Corona, la proposición de Magallanes no le impide al funcionario real Aranda hacer el negocio "en sí", como dicen en el dialecto de los negociantes, patrocinando financieramente la empresa a título de particular, o al menos sacando del financiamiento una comisión en calidad de intermediario. Cierto que este modo de obrar dando carpetazo a un proyecto como funcionario de la Corona y cortesano, para aceptarlo bajo mano, no es muy correcto ni muy limpio; y, en efecto, más tarde, la "Casa de Contratación" abrió un proceso contra Juan de Aranda por su participación financiera en él.

Magallanes no puede andar con repulgos en tales momentos. No tiene más salida que uncir a su empresa lo que pueda sacar adelante la carreta, y en esta situación crítica confía, probablemente, a Juan de Aranda, del común “secreto”, más de lo que su fidelidad hacia Ruy Faleiro le permitía. Se goza de haber ganado a Juan de Aranda para su empresa. Éste, antes de poner dinero e influencia en el arriesgado negocio con uno a quien no conoce, hace lo que haría hoy cualquier diestro financiero en ocasión semejante: pide informes a Portugal sobre el crédito que merezcan Magallanes y Faleiro. La persona a quien se dirija confidencialmente no es otra que Cristóbal de Haro, financiador un día de aquella primera expedición hacia el sur brasileño y que posee el más amplio conocimiento sobre la materia y las personas. La información —una feliz coincidencia más — da un resultado excelente: Magallanes es un hombre experto, un navegante puesto a prueba, y Faleiro está considerado como un cosmógrafo de categoría.

Queda sorteado el último escollo. Desde esta hora el gerente de la Casa de Indias, cuyo fallo en cosas del mar es tenido como decisivo en la corte, está dispuesto a regir los de Magallanes, que son también los suyos. Magallanes y Faleiro ganan un tercer asociado; aportan un capital básico en este trifolio: Magallanes, su experiencia práctica; Faleiro, sus conocimientos teóricos, y Juan de Aranda, sus relaciones. No vacila en dirigir una extensa carta al canciller de Estado de Castilla, en la cual manifiesta la importancia de la empresa y recomienda a Magallanes como un hombre "que podría prestar grandes servicios a Su Alteza". Pone luego al corriente del plan a cada uno de los consejeros, con lo cual asegura a Magallanes la audiencia. Y más aún: el celoso agente no sólo se declara dispuesto a acompañar él mismo a Magallanes a Valladolid, sino que le adelanta, además, de su bolsillo el coste del viaje y de la estancia. Ha cambiado el viento de la noche a la mañana. Magallanes ve superadas sus más atrevidas esperanzas. En un mes ha conseguido más de España que de su patria en los diez años da abnegado servicio. Ahora que se le han abierto las puertas del palacio real, escribe a Faleiro que venga confiado a Sevilla cuanto antes mejor, pues todo va como una seda.

Era de esperar que el bravo astrólogo acogería entusiasmado el sorprendente progreso de las negociaciones y daría un abrazo de gratitud a su compañero. Pero en la vida de Magallanes —y en lo sucesivo persistirá el mismo ritmo — no hay día claro que alguna nube no empañe. Ya el hecho de la afortunada iniciativa de Magallanes parecía haber exasperado el natural reacio, colérico y sensible de Ruy Faleiro, que, a causa de ella, pasaba a la reserva; y la indignación del astrólogo, tan poco versado en las cosas del mundo, llega al colmo cuando se entera de que Aranda no patrocina la empresa por amor a la Humanidad, sino porque aspira a una participación en las futuras ganancias.

Esta circunstancia da lugar a escenas acaloradas. Faleiro acusa a Magallanes de haber faltado a la palabra revelando el "secreto" a un tercero, sin su aquiescencia. En un histérico arrebato de cólera se resiste a ir a la corte de Valladolid en compañía de Aranda, no obstante haberle anticipado éste los gastos del viaje. Esa vana cerrilidad de Faleiro amenazaba seriamente la empresa, cuando Aranda recibe de la corte la fausta noticia de que el rey concede la audiencia requerida. Empieza una excitada negociación, con idas y venidas, a propósito de la comisión sobre lo cual los tres componentes no llegan a un acuerdo hasta el último momento, ante los mismos portales de Valladolid. Antes de haber cazado el oso se reparten ya buenamente su piel. A Aranda le es asignado un octavo por sus actividades de agente, y con este octavo de la ganancia futura —del cual Aranda, Magallanes y Faleiro jamás verán un maravedí— no quedan, en verdad, bastante bien pagados sus servicios, pues es él quien conoce la situación y sabe cómo regirla, y quien, aun antes que el del rey, desconocedor de su enorme poder, habrá de ganarse el beneplácito del Consejo de la Corona.

En este Consejo de la Corona parece que el plan de Magallanes ha de hallar terreno no del todo favorable. Porque, de sus cuatro miembros, hay tres: el cardenal Adriano de Utrecht, amigo de Erasmo y futuro Papa, Guillermo de Croix y el canciller de Estado Sauvage, que son nativos de los Países Bajos; vuelven la mirada más hacia Alemania donde el rey español Carlos ceñirá la corona imperial y hará que el nombre de Habsburgo se adueñe del mundo. Para esos aristócratas feudales o humanistas bibliófilos un proyecto de ultramar cuyo probable provecho se desplegará a la postre exclusivamente en favor de España, esta muy lejos de sus planes. El único español en el Consejo de la Corona, protector de la "Casa de Contratación y, al mismo tiempo, el que posee indiscutibles conocimientos náuticos, es por desgracia, el famoso e infamado cardenal Fonseca, obispo de Burgos. Con sincero terror debió de oír Magallanes el nombre de Fonseca al pronunciarlo Aranda por primera vez, pues todo navegante sabía que Colón no tuvo en su vida más enconado adversario que este cardenal realista y mercantil, que se opone con la más rígida desconfianza a todo plan fantástico. Pero Magallanes nada tiene que perder y, en cambio ve ganancias en perspectiva.