Emina me preguntó si me sentía mal. La tranquilicé. Zebedea me preguntó por un relicario que llevaba yo colgado del pecho. ¿Guardaba en él el retrato de mi amada?

—Es —le respondí— una alhaja que me dio mi madre y que le prometí llevar siempre conmigo; contiene un trozo de la verdadera cruz.

Zebedea retrocedió, palideciendo.

—Os turbáis —le dije—; sin embargo, la cruz sólo puede espantar al espíritu de las tinieblas.

Emina respondió por su hermana.

—Señor caballero —me dijo—, sabéis que somos musulmanas, y no debería sorprenderos la tristeza que mi hermana os ha demostrado. Yo la comparto. Lamentamos encontrar un cristiano en vos, que sois nuestro pariente más próximo. Mis palabras os asombran, pero ¿no era vuestra madre una Gomélez? Somos de la misma familia, que no es más que una rama de la de los Abencerrajes; pero sentémonos en este sofá y os diré otras cosas aún.

Las negras se retiraron. Emina me ofreció un extremo del sofá y se puso a mi lado, sentándose sobre las piernas cruzadas. Zebedea, sentándose del otro lado, se apoyó sobre mi almohadón, y los tres estábamos tan cerca que nuestros alientos se mezclaban. Emina pareció reflexionar; después, mirándome con el más vivo interés, me tomó la mano y me dijo:

—Querido Alfonso, es inútil ocultarlo: no fue el azar quien nos trajo aquí. Os esperábamos; si el temor os hubiera hecho tomar otro camino, habríais perdido para siempre nuestra estima.

—Me halagáis, Emina —le respondí—, y no sé en qué podría interesaros mi valor.

—Nos interesáis mucho —replicó la bella mora—, pero quizá os halagaría menos saber que por poco sois el primer hombre que hemos visto. Lo que digo os asombra, y parecéis ponerlo en duda. Os había prometido contaros la historia de nuestros antepasados, pero quizá sea mejor que comience por la nuestra.

HISTORIA DE EMINA Y DE SU HERMANA ZEBEDEA

—Somos hijas de Gasir Gomélez, tío materno del rey de Túnez que se halla actualmente en el poder. No hemos tenido hermanos, ni hemos conocido a nuestro padre, de modo que, encerradas entre las paredes del serrallo, ignorábamos por completo al otro sexo. Sin embargo, como ambas nacimos con una extrema propensión a la ternura, nos amamos una a la otra con gran pasión. Llorábamos desde que querían separarnos, aunque fuese por pocos instantes. Si reprendían a una, la otra se deshacía en lágrimas. Pasábamos los días jugando a la misma mesa, y dormíamos en la misma cama. Un sentimiento tan vivo parecía crecer con nosotras, y adquirió nuevas fuerzas por una circunstancia que paso a contar. Yo tenía entonces dieciséis años, y mi hermana catorce. Desde hacía mucho habíamos observado algunos libros que mi madre nos escondía cuidadosamente. Al principio no les prestamos atención, harto aburridas de los libros en que nos enseñaban a leer. Pero la curiosidad nos vino con la edad. Aprovechamos el instante en que el armario prohibido estaba abierto, y sacamos a toda prisa un librito que resultó ser Los amores de Medgenún y de Leila, traducido del persa por Ben-Omrí. Esta obra divina, que pinta ardorosamente todas las delicias del amor, inflamó nuestros sentidos. No podíamos comprenderla bien, porque no habíamos visto a personas de vuestro sexo, pero repetíamos sus expresiones. Hablábamos el lenguaje de los amantes; por último, quisimos amarnos a su manera. Yo adopté el papel de Medgenún, mi hermana el de Leila. Ante todo, le declaré mi pasión mediante el arreglo de algunas flores, suerte de clave misteriosa muy en uso en toda Asia. Después hice hablar a mis miradas, me prosterné ante ella, besé la huella de sus pasos, conjuré a los céfiros para que le llevaran mis tiernas quejas, y con el fuego de mis suspiros creí encender su aliento.