Zebedea, fiel a las lecciones de su autor, me concedió una cita. Me arrodillé, besé sus manos, bañé sus pies con mis lágrimas; mi amada me opuso al principio una suave resistencia, después me permitió que le robara algunos favores; al final, terminó por abandonarse a mi ardiente impaciencia. Nuestras almas, en verdad, parecían confundirse en una sola, y todavía ignoro lo que podría hacernos más dichosas de lo que lo éramos entonces.
No sé por cuánto tiempo nos divertimos en representar esas apasionadas escenas, pero al fin las reemplazamos por sentimientos más apacibles. Nos aficionamos al estudio de la ciencia, sobre todo al conocimiento de las plantas, que estudiamos en los escritos del célebre Averroes.
Mi madre, según la cual nada era bastante para armarse contra el tedio de los serrallos, miró nuestras ocupaciones con placer. Hizo venir de la Meca a una santa llamada Hazereta, o la santa por antonomasia. Hazereta nos enseñó la ley del profeta; nos daba sus lecciones en ese lenguaje tan puro y armonioso que se habla en la tribu de los Koreisch. No nos cansábamos de escucharla, y sabíamos de memoria casi todo el Corán. Después mi madre nos instruyó ella misma en la historia de nuestra casa y puso en nuestras manos un gran número de memorias, algunas en árabe, otras en español. ¡Ah, querido Alfonso, hasta qué punto vuestra ley nos pareció odiosa! ¡Hasta qué punto odiamos a vuestros tenaces sacerdotes! Por el contrario, ¡cuánto interés prestamos a tantos ilustres infortunados, cuya sangre corría por nuestras venas!
Ya nos inflamábamos por Said Gomélez, que padeció martirio en las prisiones de la Inquisición, ya por su sobrino Leis, que llevó durante mucho tiempo en las montañas una vida salvaje y poco diferente de la que llevan los animales feroces. Caracteres semejantes nos hicieron amar a los hombres; hubiésemos querido verlos, y a menudo subíamos a nuestra terraza para divisar a las gentes que se embarcaban en el lago de la goleta, o a aquellos que iban a los baños de Hamán. Si bien no habíamos olvidado del todo las lecciones del amoroso Medgenún, al menos ya no las repetíamos juntas. Hasta llegó a parecerme que mi ternura por mi hermana no tenía el carácter de una pasión, pero un nuevo incidente me probó lo contrario.
Un día mi madre condujo a casa a una princesa de Tafilete, mujer de cierta edad; la recibimos con gran cortesía. Cuando se fue, mi madre me dijo que había pedido mi mano para su hijo, y que mi hermana casaría con un Gomélez. Esta noticia cayó sobre nosotras como el rayo; al principio nos turbó hasta hacernos perder el uso de la palabra. Después, la desdicha de vivir la una sin la otra adquirió tal fuerza a nuestros ojos que nos abandonamos a la más atroz desesperación. Nos mesamos los cabellos, llenamos el serrallo con nuestros gritos. En fin, las demostraciones de nuestro dolor llegaron a la extravagancia. Mi madre, asustada, prometió no contrariar nuestras inclinaciones; nos aseguró que nos permitiría quedar solteras, o casarnos con el mismo hombre. Sus promesas nos calmaron un poco.
Algún tiempo después vino a decirnos que había hablado al jefe de nuestra familia, y que éste había permitido que tuviésemos el mismo marido, a condición de que fuese de la sangre de los Gomélez.
Al principio no respondimos, pero la idea de compartir un marido nos placía cada vez más. Nunca habíamos visto a un hombre, ni joven ni viejo, sino de lejos, pero así como las mujeres jóvenes nos parecían más agradables que las viejas, queríamos que nuestro esposo fuera joven. Esperábamos también que nos explicara algunos pasajes del libro de Ben-Omrí, cuyo sentido no habíamos comprendido bien.
Al llegar aquí, Zebedea interrumpió a su hermana y, estrechándome en sus brazos, me dijo:
—Querido Alfonso, ¡lástima que no seáis musulmán! Cuál no sería mi felicidad si al veros en los brazos de Emina pudiera aumentar vuestras delicias, unirme a vuestros transportes, pues en fin, querido Alfonso, en nuestra casa, como en la del profeta, el hijo de una hija tiene los mismos derechos que la rama masculina. Quizá sólo dependiera de vos ser el jefe de nuestra casa, que está próxima a extinguirse. Para ello sólo os bastará abrir vuestros ojos a las santas verdades de nuestra ley. A tal punto sus palabras me parecieron una insinuación de Satán, que me figuré ver cuernos asomando en la bonita frente de Zebedea. Balbuceé algunas frases sobre la religión. Las dos hermanas retrocedieron un poco. Emina, tomando un continente más severo, continuó en estos términos:
—Señor Alfonso, os he hablado demasiado de mi hermana y de mí. Tal no era mi intención. Me he sentado a vuestro lado para contaros la historia de los Gomélez, de quienes descendéis por las mujeres. He aquí lo que tenía que deciros.
HISTORIA DEL CASTILLO DE CASAR GOMÉLEZ
—El primer autor de nuestra raza fue Masú ben Taher, hermano de Yusuf ben-Taher, que entró en España a la cabeza de los árabes y dio su nombre a la montaña de GebalTaher, que vosotros pronunciáis Gibraltar.
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