Al salir de las montañas, el Guadalquivir es un torrente sin riberas ni fondo, siempre bramando contra los peñascos que contienen sus esfuerzos.
El valle de Los Hermanos comienza donde el Guadalquivir se derrama sobre la llanura; lo llamaban así porque tres hermanos, unidos, más que por los lazos de sangre, por la afición al bandolerismo; hicieron del lugar, durante muchos años, el teatro de sus hazañas. De los tres hermanos, dos cayeron en poder de las autoridades, y sus cuerpos se veían colgados de una horca a la entrada del valle, pero el mayor, llamado Soto, logró escapar de las prisiones de Córdoba y se refugió, según decían, en la cadena de Las Alpujarras.
Cosas muy extrañas contaban de los dos hermanos que fueron colgados; no se hablaba de ellos como de aparecidos, pero se pretendía que sus cuerpos, animados por vaya a saberse qué demonios, abandonaban la horca durante la noche para angustiar a los vivos. De tal modo se dio el hecho por cierto que un teólogo de Salamanca probó en una disertación que los dos ahorcados, a cada cual más extraordinario, eran vampiros de una rara especie, cosa que los más incrédulos no vacilaban en afirmar. También corría el rumor de que los dos hombres eran inocentes y que habiendo sido injustamente condenados se vengaban de ello, con el permiso del cielo, en los viajeros y otros viandantes. Como de esa historia me hablaron a menudo en Córdoba, tuve la curiosidad de acercarme a la horca. El espectáculo era tanto más repulsivo cuanto que los horribles cadáveres, agitados por el viento, se balanceaban de manera fantástica, mientras buitres atroces los tironeaban para arrancarles jirones de carne; apartando los ojos con espanto, me hundí en el camino de las montañas.
Hay que convenir en que el valle de Los Hermanos parecía muy apropiado para favorecer las empresas de los bandidos y servirles de refugio. Rocas desprendidas de lo alto de los montes, árboles derribados por la tormenta, interceptaban el camino, y en muchos lugares era menester atravesar el lecho del torrente, o pasar delante de cavernas profundas cuyo aspecto malhadado inspiraba desconfianza.
Al salir de este valle y entrar en otro, descubrí desde lejos la venta que debía albergarme, y no auguré de ella nada bueno. Observé que no tenía ventanas ni celosías; no humeaban las chimeneas; no había gente en los alrededores, y los aullidos de los perros no anunciaban mi llegada. Deduje que sería una de aquellas ventas abandonadas por sus dueños, como había dicho el mesonero de Andújar.
Cuanto más me acercaba, más profundo me parecía el silencio. En la puerta de la venta, vi un cepillo para echar limosnas, acompañado por la siguiente inscripción:
«Señores viajeros, sed caritativos y rogad por el alma de González de Murcia, que en otros tiempos fue mesonero de Venta Quemada. Después seguid vuestro camino y en ningún instante, bajo ningún pretexto, se os ocurra pasar aquí la noche». Inmediatamente resolví desafiar los peligros con los cuales me amenazaba la inscripción. No tenía el convencimiento de que en la venta no hubiera aparecidos, pero desde niño me enseñaron, como se verá más adelante, a poner el honor por encima de todo, y lo hacía consistir en no dar jamás señales de miedo.
Como el sol se ponía, quise aprovechar la luz menguante para recorrer de punta a punta la morada. Más que luchar con las potencias infernales que se habían posesionado de ella, esperaba encontrar algunas viandas, pues las frutas de Los Alcornoques habían podido suspender, pero no satisfacer, mi necesidad imperiosa de comida. Atravesé muchos aposentos y salas. La mayoría estaban revestidos de mosaicos hasta la altura de un hombre, y en los techos había esos bellos artesones en los cuales resplandece la magnificencia de los moros. Visité las cocinas, los graneros, los sótanos; estos últimos estaban cavados en la roca, y algunos comunicaban con rutas subterráneas que parecían penetrar muy adentro en la montaña; pero no encontré de comer en ninguna parte. Por último, como era ya de noche, busqué mi caballo, atado en el patio, lo llevé a un establo donde había visto un poco de heno, y fui a un aposento a tenderme en un jergón, el único que hubieran dejado en todo el albergue. También hubiese querido una candela, pero el hambre que me atormentaba tenía su lado bueno, pues me impedía dormir. Sin embargo, mientras más oscura se hacía la noche, más sombrías eran mis reflexiones. Ya pensaba en la desaparición de mis dos servidores, ya en los medios de procurarme comida. Quizá los bandidos, irrumpiendo de algún matorral o de alguna trampa subterránea, habían atacado sucesivamente a López y a Mosquito cuando estaban solos, e hicieron una excepción conmigo en razón de mis armas, que no les prometían una victoria tan fácil. Más que todo me preocupaba el hambre, pero había visto en la montaña algunas cabras; debía de guardarlas algún pastor, y a éste no le faltaría un poco de pan para comer con la leche. Por añadidura, yo contaba con mi fusil. Sea como fuere, estaba resuelto a todo menos a volver sobre mis pasos y a exponerme a los sarcasmos del mesonero de Andújar. Antes bien, había decidido firmemente continuar mi ruta. Agotadas estas reflexiones, no podía menos de rumiar viejas historias de monederos falsos y otras de la misma especie con las que habían acunado mi infancia. Pensaba también en la inscripción sobre el cepillo de las limosnas. Aunque no creía que el demonio hubiese estrangulado al mesonero, nada comprendía de su trágico fin. Pasaban las horas en un silencio profundo cuando el son inesperado de una campana me estremeció de sorpresa.
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