López, mi escudero, y Mosquito, mi zagal, me miraban con un aire lastimoso que quería decir más o menos lo mismo. No me di por enterado y proseguí adelante, internándome en los matorrales donde después han levantado una colonia llamada La Carlota.
En el lugar mismo donde hoy está la posta, había entonces un paraje que los arrieros llamaban Los Alcornoques, o Encinas Verdes, porque dos hermosos árboles de esta especie sombreaban un abundante manantial contenido por un abrevadero de mármol. Era la única fuente y la única umbría que se encontraba desde Andújar hasta Venta Quemada. Este albergue grande, espacioso, construido en medio del desierto, había sido un antiguo castillo de los moros que el marqués de Peña Quemada hizo reparar, y de allí le venía el nombre de Venta Quemada. El marqués lo había alquilado a un vecino de Murcia, que estableció en él la posada más considerable que hubiera en la ruta. Los viajeros partían, pues, por la mañana de Andújar, comían en Los Alcornoques las provisiones que trajeran consigo, y pasaban la noche en Venta Quemada; a menudo se quedaban durante el día siguiente, preparándose allí a pasar las montañas y haciendo nuevas provisiones; tal era, asimismo, el plan de mi viaje.
Pero como nos acercáramos a Encinas Verdes, y yo le dijera a López que allí había resuelto apearnos para nuestra frugal comida, advertí que Mosquito no estaba con nosotros, ni tampoco la mula cargada con las provisiones. López dijo que el muchacho se había quedado a la zaga, arreglando las albardas de su caballería. Lo esperamos, luego seguimos adelante, luego nos detuvimos para esperarlo aún, luego dimos voces, luego volvimos sobre nuestros pasos para buscarlo. Vanamente. Mosquito había desaparecido llevándose con él nuestras más caras esperanzas, es decir nuestra comida. Yo era el único en ayunas, porque López no había dejado de roer un queso del Toboso, del cual tuvo la precaución de muñirse, pero no por ello estaba más alegre y refunfuñaba entre dientes que «bien lo dijo el mesonero de Andújar y que con toda seguridad los demonios habían arrebatado al infeliz Mosquito».
Cuando llegamos a Los Alcornoques encontré sobre el abrevadero una canasta cubierta de hojas de viña; parecía haber estado llena de frutas y haber sido olvidada por algún viajero. La hurgué con ansiedad y tuve el placer de hallar en ella cuatro hermosos higos y una naranja. Le ofrecí dos higos a López, pero los rechazó diciendo que podía aguardar hasta la noche; comí pues todas las frutas, después de lo cual quise apagar mi sed en el manantial vecino. López me lo impidió, alegando que el agua me caería mal después de la fruta, y que tenía para ofrecerme un resto de vino de Alicante. Acepté su ofrecimiento, pero apenas llegó el vino a mi estómago sentí que se me apretaba el corazón. Cielo y tierra giraron sobre mi cabeza y me habría desmayado qué duda cabe, si López no se hubiera dado prisa en socorrerme; me hizo volver del desfallecimiento y me dijo que no debía preocuparme: era motivado por el cansancio y la inanición. En efecto, no sólo me sentí restablecido, sino también en un estado de impetuosidad y agitación extraordinarias. La campiña me pareció esmaltada de los colores más vivos; los objetos resplandecían ante mis ojos como los astros en las noches de verano, y me latían las arterias en las sienes y López, al ver que mi molestia no había tenido consecuencias, no pudo menos que comenzar de nuevo con sus quejas:
—¡Ay!, por qué no habré hecho caso a Fray Jerónimo de la Trinidad, monje, predicador, confesor y oráculo de nuestra familia. Es cuñado del yerno de la cuñada del suegro de mi suegra, y siendo de tal modo el pariente más cercano que tenemos, nada se hace en nuestra casa sin consultarlo. No he querido seguir sus consejos y estoy por ello justamente castigado. Bien me dijo que los oficiales en las guardias valonas eran heréticos, que se los reconocía fácilmente por sus cabellos rubios, sus ojos azules y sus mejillas bermejas, contrariamente a los viejos cristianos que tienen la color de Nuestra Señora de Atocha, pintada por San Lucas.
Detuve ese torrente de impertinencias ordenándole que me diera mi fusil y cuidara de los caballos, mientras yo subía a algún peñasco de los alrededores para intentar descubrir a Mosquito, o a lo menos sus huellas. Ante mi proposición, López se deshizo en lágrimas y, echándose a mis pies, me conjuró en nombre de todos los santos a que no lo dejara solo en lugar tan peligroso. Le ofrecí permanecer junto a los caballos, mientras él buscaba al muchacho, pero esta sugerencia le pareció más aterradora aún. Entonces le hice razonamientos tan sensatos para ir en pos de Mosquito que me dejó partir. Después sacó un rosario del bolsillo y se puso a rezar junto al abrevadero.
Las cumbres que pensaba alcanzar estaban más lejos de lo que me parecieron; demoré casi una hora en subir a ellas y, cuando llegué, no vi más que la llanura desierta y salvaje: ni el menor rastro de hombres, de animales o de casas, ninguna ruta fuera del gran camino que habíamos seguido, y nadie que pasara por él. Por todos lados me rodeaba un gran silencio. Lo interrumpí con mis gritos, que los ecos repitieron a lo lejos. Por último retomé el camino del abrevadero, y allí encontré mi caballo atado a un árbol, pero López… López había desaparecido.
Me quedaba la siguiente alternativa: volver a Andújar, o continuar mi viaje. Lo primero no se me pasó por la cabeza. Subí al caballo, le di de espuelas y al cabo de dos horas, galopando a toda prisa, llegué a las orillas del Guadalquivir, que no es allí el río tranquilo y soberbio cuyo majestuoso curso rodea los muros de Sevilla.
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