Sólo para ir en busca de la princesa encarga Luis XV al proveedor de la corte. Francien, de París, dos coches de viaje de una magnificencia nunca vista hasta entonces: de maderas finas y lunas centelleantes, el interior tapizado de terciopelo. por fuera adornados profusamente con pinturas, remate de coronas en to más alto de su cubierta, y, a pesar de este esplendor, admirablemente ligeros y que rueden con el más leve impulso. Para el delfín y la corte real se confeccionan nuevos trajes de gala, bordados con preciosa pedrería; el gran Pitt, el más soberbio diamante de aquel tiempo, adorna el sombrero de bodas de Luis XVI, y con igual lujo prepara María Teresa el equipo de su hija: encajes tejidos especialmente en Malinas, los más delicados lienzos, sedas y joyería. Por último, llega a Viena el embajador Durfort. encargado de solicitar a la novia; espectáculo magnífico para los vieneses, apasionados de los callejeros placeres de la vista: cuarenta y ocho carrozas de seis caballos, entre ellas dos maravillosamente encristaladas, ruedan lenta y solemnemente por las calles ornadas de guirnaldas que conducen a la Hofburg; sólo las nuevas libreas de los ciento diecisiete guardias de corps y lacayos que acompañan al representante del novio han costado ciento siete mil ducados, y la totalidad del cortejo, no menos de trescientos cincuenta mil. Desde esta hora, las fiestas suceden a las fiestas: petición oficial de mano; renuncia solemne de María Antonieta, ante el Evangelio, un crucifijo y cirios encendidos, a sus derechos austríacos: felicitaciones de la corte, de la universidad; desfile del ejército, théâtre paré, recepción y baile en el Belvédère para tres mil personas; nueva recepción y souper para mil quinientos huéspedes en el palacio de Liechtenstein, y, finalmente, el 19 de abril. el matrimonio per procurationem en la iglesia de San Agustín, en el que el archiduque Fernando representó al delfín. Después, todavía una delicada cena de familia, y el 21 despedida solemne, postreros abrazos. Por medio de una respetuosa doble fila de soldados. en la carroza del monarca francés, la antes archiduquesa de Austria. María Antonieta, sale al encuentro de su destino.

La despedida de su hija ha apenado a María Teresa. Durante muchos años y años, esta envejecida y fatigada dama ha aspirado, como la más alta dicha, a este casamiento, que acrece el poder de la Casa de Habsburgo, y. no obstante. en el último momento, le inspira cuidados el destino que ella misma ha decidido para su hija. Si se consideran con atención sus camas y su vida, hay que reconocer que esta soberana trágica, el único gran monarca de la Casa de Austria, hacía mucho tiempo que llevaba la corona sólo como una carga. Con fatiga infinita, por medio de continuas guerras contra Prusia y los turcos, contra Oriente y Occidente, ha logrado afirmar como una unidad el Imperio, formado por sucesivas alianzas de pueblos y, en cierto sentido, artificial; pero precisamente ahora, cuando parece consolidado en lo exterior, siente decaer sus ánimos la fundadora. Un extraño presentimiento aflige a esta digna señora: aquel Imperio, al cual ha entregado ella toda su fuerza y toda su pasión, se arruinará y deshará en manos de sus descendientes; sabe bien, como política sagaz y casi profética, lo poco sólida que es esta mezcla de naciones enlazadas por la casualidad y que su existencia sólo puede ser prolongada a fuerza de precauciones, de prudencia y cauta pasividad. Pero ¿quién ha de continuar lo comenzado por ella con tanto cuidado? Profundos desengaños que sus hijos le han dado han suscitado en ella el espíritu de Casandra; en todos ellos falta lo que constituyó la fuerza más originariamente personal del ser de su madre: la gran paciencia, el lento y seguro planear y perseverar, el saber renunciar y el prudente limitarse a sí mismo. Pero, de la sangre lorena de su marido, debe haberse infundido una ardiente ola de inquietud en las venas de los hijos; todos están dispuestos a destruir posibilidades incalculables por el placer de un instante; una casta poco seria y descreída que sólo se esfuerza por triunfos pasajeros. Su hijo y corregente José II adula, con la impaciencia de un príncipe heredero, a Federico el Grande, el cual, durante toda la vida ha perseguido y vejado a María Teresa, y corteja a Voltaire, a quien ella, como católica piadosa, odia como al Anticristo. Su otra hija, destinada también por ella a sentarse en un trono, la archiduquesa María Amalia. apenas casada en Parma, escandaliza a toda Europa con la ligereza de sus costumbres: al cabo de dos meses de matrimonio dilapida las finanzas, desorganiza el país, se divierte con amantes. Y también la otra, la de Nápoles, le hace poco honor; ninguna muestra seriedad ni severidad moral. Y la inmensa obra de abnegación y sacrificio por la cual la gran emperatriz había renunciado implacablemente a toda su vida personal y privada, a toda alegría, a todo placer fácil, se le presenta como ejecutada sin sentido. Lo que preferiría sería refugiarse en un convento, y sólo el temor, inspirado en un justo presentimiento, de que su aturdido hijo destrozará inmediatamente con irreflexivos experimentos todo lo que ha edificado ella, conserva firmemente el cetro en poder de la antigua luchadora, cuyas manos, desde hace ya mucho tiempo, están fatigadas de sostenerlo.

Tampoco se hace ninguna ilusión aquella gran conocedora de caracteres acerca de su hija tardía María Antonieta; sabe las buenas cualidades de su hija más joven -su gran bondad y cordialidad, su puro y alegre buen sentido, su natural humano y sincero-, pero conoce sus peligros: su falta de madurez, su aturdimiento, su ligereza, su inconsecuencia. Para estar más cerca de ella, para formar en el último momento una reina con esta ardiente bestezuela silvestre, hace que María Antonieta duerma en su propia habitación los dos últimos meses antes de su partida; con largas conversaciones, procura prepararla a desempeñar su alto puesto; y para obtener la ayuda del cielo, lleva consigo a la niña a una peregrinación a Mariazell. Pero a medida que está más próxima la hora de la despedida, más intranquila se siente la emperatriz. Un oscuro presentimiento le turba el corazón: el presentimiento de una desgracia futura, y emplea todas sus fuerzas en desechar las tenebrosas potencias. Antes de la partida entrega a María Antonieta su amplio directorio de conducta y exige de la descuidada niña el juramento de que lo leerá cada mes concienzudamente.