En el último momento hay que recuperar lo perdido; la juguetona y perezosa Toinette tiene que ser convertida en una dama instruida. Ante todo es importante para una futura reina de Francia que sepa bailar decorosamente y hable francés con buen acento; para este objeto, María Teresa contrata urgentemente al gran maestro de danza Noverre y a dos comediantes de una compañía francesa que trabaja en Viena: el uno para la pronunciación y el otro para el canto. Pero apenas el embajador francés comunica esto a la corte de los Borbones, cuando llega de Versalles una enojada advertencia: una futura reina de Francia no puede ser educada por una patulea de cómicos. Apresuradamente se entablan nuevas negociaciones diplomáticas. pues Versalles considera ya como asunto propio la educación de la propuesta novia del delfín, y al cabo de largas discusiones por recomendación del obispo de Orleans, es enviado a Viena como preceptor cierto abate Vermond; de su mano poseemos los primeros informes auténticos sobre la archiduquesa de trece años. La encuentra encantadora y simpática: «Junto con un semblante delicioso. posee todas las innegables gracias en su ligura. y si crece algo, como es lícito esperar. tendrá todos los encantos que se pueden desear en tan alta princesa. Su carácter y su corazón son excelentes». De un modo significativamente más reservado, se manifiesta, no obstante. el buen abate sobre los conocimientos reales y el afán de aprender de su discípula. Juguetona, distraída, retozona, traviesa, la pequeña María Antonieta, a pesar de su gran facilidad de comprensión, no muestra jamás la menor inclinación a ocuparse de ningún asunto en serio. «Tiene más inteligencia de la que se sospechó en ella durante largo tiempo, pero, por desgracia, esta inteligencia, hasta los doce años, no ha sido acostumbrada a ninguna concentración. Un poco de dejadez y mucha ligereza me han hecho aún más difícil el darle lecciones. Comencé durante seis semanas por los fundamentos de las bellas letras; comprendía bien, juzgaba rectamente, pero no podía llevarla a que profundizara en las materias, aunque sentía yo que tenía capacidad para ello. De este modo comprendí finalmente que sólo sería posible educarla distrayéndola al mismo tiempo.» Casi literalmente, se quejarán de igual modo, diez y hasta veinte años más tarde, todos los hombres de Estado que tengan que tratar con ella, de su repugnancia a pensar junto con una gran inteligencia, de su fuga por aburrimiento ante toda conversación seria; ya a los trece años está a la vista todo el peligro de este carácter, que lo puede todo y no quiere nada realmente. Pero en la corte de Francia, desde que dominan las maîtresses, el tipo y porte de una mujer es más apreciado que su verdadero mérito; María Antonieta es bonita, es decorativa y tiene un carácter agradable; eso basta; y así pues, finalmente, en 1769, es enviada por Luis XV a María Teresa la tan largo tiempo anhelada misiva, en la cual, solemnemente, el rey solicita la mano de la joven princesa para su nieto, el futuro Luis XVI, y propone como fecha del matrimonio la Pascua del siguiente año. María Teresa acepta con satisfacción; al cabo de muchos años llenos de preocupaciones, esta mujer, trágicamente resignada, vive todavía unas claras horas. Le parece asegurada desde ahora la paz del Imperio y, con ella, la de Europa; por medio de estafetas y correos es anunciado al instante, solemnemente, a todas las cortes que Habsburgos y Borbones, por toda la eternidad, de enemigos se convierten en aliados por la sangre. Bella gerant alii, tu, felix Austria, nube; una vez más se ha confirmado la antigua divisa de los Habsburgos.
La tarea de los diplomáticos está terminada felizmente. Pero sólo ahora se reconoce que ésta era la parte más fácil del trabajo. Convencer a los Habsburgos y Borbones de que llegaran a una inteligencia, reconciliar a Luis XV y a María Teresa, ¡qué juego de niños en comparación con las insospechadas dificultades para poner de acuerdo, en una solemnidad tan representativa, a los ceremoniales de las cortes y Casas Reales francesa y austríaca! Cierto que los supremos maestros de ceremonias de una y otra corte, y en general todos los fanáticos del formulismo, disponen de un año entero para redactar en todas sus cláusulas el en extremo importante protocolo de las festividades nupciales; pero ¡qué es un fugitivo lapso de sólo doce meses para las embrolladas chinerías de la etiqueta! Un heredero del trono de Francia se casa con una archiduquesa austríaca. ¡Qué cuestiones universalmente emocionantes de precedencia no suscita tamaña ocasión! ¡Qué profundamente tiene que ser meditado aquí cada detalle! ¡Cuántos irreparables faux-pas se trata de evitar por el estudio de documentos más que centenarios! Día y noche, en Versalles y en Schoenbrunn, los sagrados guardianes de usos y costumbres reflexionan hasta que les humea la cabeza; día y noche negocian los embajadores acerca de cada invitación; correos rápidos galopan como el viento de uno a otro país, con proposiciones y contraproposiciones; porque considérese qué inconcebible catástrofe (peor que siete guerras) podría producirse en esta sublime ocasión si fuese violada la vanidad de precedencia de una de las altas Casas reinantes. En innumerables deliberaciones, a la derecha y a la izquierda del Rin, se discuten y se analizan espinosas cuestiones doctorales parecidas a ésta: ¿qué nombre debe ser mencionado en primer lugar en el contrato de matrimonio, el de la emperatriz de Austria o el del rey de Francia? ¿Quién debe firmar primero? ¿Qué regalos deben ser cambiados? ¿Qué dote debe ser estipulada? ¿Quién acompañará a la novia? ¿Quién tiene que recibirla? ¿Cuántos caballeros, damas de honor, militares, guardias de a caballo, primeras y segundas camareras, peluqueros, confesores, médicos, escribientes, secretarios de corte y lavanderas deben figurar en el cortejo nupcial que acompaña hasta la frontera a una archiduquesa austríaca, y cuántos deben ir después en el cortejo de una heredera del trono de Francia desde la frontera hasta Versalles? Mientras que las pelucas de uno y otro lado están aún muy lejos de encontrarse de acuerdo acerca de las líneas fundamentales de estas esenciales cuestiones, luchan ya, por su parte, en ambas cortes, como si se tratara de las llaves del paraíso, los caballeros y sus damas, por el honor de acompañar o recibir el cortejo nupcial, defendiendo cada cual sus pretensiones con todo un archivo de códices de pergamino; y, aunque los maestros de ceremonias trabajan como galeotes, no pueden, en el espacio de todo un año. terminar plenamente con las importantísimas cuestiones de la precedencia y de la admisión en la corte: en el último momento, por ejemplo, se borra del programa la representación de la nobleza alsaciana, «para dejar a un lado complicadas cuestiones de etiqueta que ya no hay tiempo de resolver». Y si una orden real no hubiera establecido la fecha de una manera totalmente determinada, los guardianes del protocolo, austríacos y franceses, no estarían aún de acuerdo, en el día de hoy, sobre la forma «exacta» de celebrar el matrimonio, y no habría una reina María Antonieta, ni acaso tampoco una Revolución francesa.
Por una y otra parte, aunque tanto Francia como Austria tengan apremiante necesidad de economías, se despliega para la boda la más extraordinaria pompa y esplendor. Los Habsburgos no quieren quedar por debajo de los Borbones, y los Borbones no quieren quedar por debajo de los Habsburgos. El palacio de la Embajada francesa en Viena resulta demasiado pequeño para mil quinientos invitados; centenares de trabajadores erigen a toda prisa edificaciones accesorias; al propio tiempo, en Versalles se dispone para las fiestas de la boda una sala especial de teatro. Para los proveedores de corte, para los sastres, joyeros, constructores de carrozas, llegan, en uno y otro sitio, muy dichosos tiempos.
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