Al volver vio desde la calle a tres, mejor dicho, cuatro cabezas que aparecían y desaparecían en la ventana de la sala, y luego oyó varias voces alegres que le gritaban:

–¡Carta del viejo señor para ti! ¡Ven corriendo!

–¡Beth! ¡Te ha enviado…! – comenzó a decir Amy, gesticulando con desusada energía; pero no pudo decir más porque las otras cerraron la ventana.

Beth, sorprendida, apuró el paso; a la entrada la agarraron sus hermanas, y en procesión triunfal la llevaron a la sala, diciendo a la vez:

–¡Mira! ¡Mira!

Beth miró, efectivamente, y palideció de alegría y sorpresa al contemplar un pequeño piano vertical, sobre cuya tapa brillante había una carta dirigida a la "señorita Elizabeth".

–¿Para mí? – preguntó Beth, agarrándose a Jo para no caer al suelo, de emoción.

–¡Claro que es para ti, querida mía! ¡Qué generoso ha sido! ¿No te parece que es el anciano más bueno del mundo? Aquí está la llave, dentro de la carta, no la hemos abierto, aunque estábamos deshechas por saber lo que dice -gritó Jo, abrazándose a su hermana y dándole la cartita.

–¡Léela tú; yo no puedo; me siento tan extraña! ¡Qué hermoso es! – y Beth escondió la cara en el delantal de Jo, completamente dominada por su emoción.

Jo abrió el sobre y se echó a reír, porque las primeras palabras que vio eran:

"Señorita March. Muy señorita mía:

–¡Qué bien suena! Quisiera que alguien me escribiese así -dijo Amy, pensando que tal encabezamiento era muy elegante.

"He tenido muchos pares de zapatillas en mi vida, pero ningunas que me hayan quedado tan bien como las suyas -continuó Jo -. El pensamiento es mi flor preferida, y éstos me recordarán siempre a la amable donante. Me gusta pagar mis obligaciones, por lo cual creo que usted permitirá al "caballero anciano" enviarle algo que perteneció en otro tiempo a la pequeña nieta que perdió. Expresando a usted mis cordiales gracias y buenos deseos, quedo

“Su amigo agradecido y atento servidor,

James Laurence.”

–Vaya, Beth, éste es un honor del cual puedes estar orgullosa. Laurie me dijo cuánto quería el señor Laurence a la niña que murió y con cuánto cuidado guardaba todas sus cosas. Piénsalo bien, te ha dado su mismo piano. Mira lo que resulta de tener ojos grandes y azules y ser aficionada a la música -dijo Jo, tratando de calmar a Beth, que temblaba tan excitada como jamás estuviera en su vida.

–Mira los encantadores candeleros y la seda verde, que parece tan bonita con la rosa de oro en el centro, y el taburete, todo completo -replicó Meg, abriendo el instrumento para mostrar sus bellezas.

–"Su atento servidor, James Laurence", y te lo ha escrito a ti. ¡Figúrate! Tengo que decírselo a las chicas; les parecerá estupendo -agregó Amy, muy impresionada.

–¡Tócalo, hija de mi alma!, que oigamos el sonido del pianillo -dijo Hanna, que siempre participaba de las alegrías y tristezas de la familia. Beth tocó, y todas declararon que era el piano más extraordinario que habían oído.

Evidentemente acababa de ser afinado y arreglado, pero, a pesar de su perfección, creo que el verdadero encanto para ellas consistía en la cara radiante de felicidad con que Beth tocaba cariñosamente las hermosas teclas, blancas y negras, y apretaba los brillantes pedales.

–Tendrás que ir a darle las gracias -dijo Jo, por pura broma, porque no tenía la menor idea de que la niña fuera de veras.

–Sí, pienso hacerlo; y mejor será hacerlo ahora mismo, antes de que me entre miedo pensándolo mucho -y con indecible asombro de toda la familia, Beth salió al jardín, atravesó el seto y entró en casa de los Laurence.

–¡Válgame Dios! ¡Esto sí que es la cosa más extraña que he visto en mi vida! Tiene la cabeza trastornada por el piano.

–Si no hubiera perdido el juicio, no hubiera ido -exclamó Hanna, viéndola marchar. El milagro dejó mudas a las muchachas.

Se hubieran sorprendido aún más de haber visto lo que hizo Beth después. Fue y llamó a la puerta del estudio sin darse tiempo para pensar; y cuando una voz ronca gritó "adelante", entró y se acercó al señor Laurence, que parecía completamente sorprendido; ella extendió la mano y dijo con voz temblorosa:

–He venido para darle las gracias, señor, por… -pero no concluyó porque él parecía tan amable, que se olvidó por completo de su discurso, y acordándose sólo de que había perdido su niña querida, le echó los brazos al cuello y le dio un beso.

Si el techo de la casa se le hubiera caído, no se hubiera sorprendido más el anciano caballero; pero le gustó, sin duda, le gustó extraordinariamente, y tanto lo conmovió y agradó aquel beso, lleno de confianza, que toda su aspereza desapareció; sentó a la niña en sus rodillas y puso su mejilla arrugada sobre la rosada mejilla de su amiguita, imaginándose que tenía a su propia nieta otra vez. Beth perdió su miedo desde aquel momento, y sentada allí charló con su viejo amigo tan tranquila como si lo hubiese conocido toda su vida; el amor desecha el temor, y la gratitud vence el orgullo. Cuando volvió a su casa, él la acompañó hasta su propia puerta, le estrechó la mano cordialmente y se quitó el sombrero al retirarse, muy arrogante y erguido, como marcial caballero que era.

Cuando las muchachas vieron semejante despedida, Jo se puso a danzar, Amy casi se cayó de la ventana y Meg exclamó, elevando las manos:

–¿No se hunden las esferas?

CAPITULO 7 AMY PASA POR EL

VALLE DE LA HUMILLACION

–¿No es ese muchacho un verdadero cíclope? – dijo Amy un día, al ver pasar a Laurie a caballo haciendo floreos con el látigo.

–¿Cómo te atreves a decir tal cosa, cuando el chico tiene sus dos ojos? ¡Y muy hermosos que son! – exclamó Jo, a quien no le gustaba oír observaciones desconsideradas sobre su amigo.

–No he dicho nada de sus ojos, y no comprendo por qué te enojas cuando admiro su modo de montar a caballo.

–¡Válgame Dios!; esta boba quiso decir un centauro y lo llamó un cíclope -exclamó Jo.

–No hay que ser tan descortés; fue solamente un lapsus linguae, como dice el señor Davis -respondió Amy, dejando estupefacta a Jo con su latín.

–Quisiera tener una parte del dinero que Laurie se gasta en ese caballo -añadió, como si hablara para sí, pero con la esperanza de que la oyesen sus hermanas.

–¿Por qué? – preguntó Meg amablemente.

–¡Me hace tanta falta!; tengo muchísimas deudas y falta un mes para que me llegue el turno de recibir el dinero para mis gastos. – ¿Tienes deudas, Amy?; ¿qué quieres decir? – preguntó gravemente.

–Debo, por lo menos, una docena de limas y no puede pagarlas, ya ves, hasta que tenga el dinero, porque mamá no permite que se anote nada a cuenta en la tienda.

–Dímelo todo -es que están las limas de moda ahora? Antes era guardar cachos de goma para hacer pelotas.

Ya ves, las chicas están siempre comprándolas, y si una no quiere que la consideren tacaña, tiene que comprarlas también. No piensan más que en las limas. Todas las están chupando en sus pupitres durante las horas de escuela y las cambian por lápices, sortijas de azabache, muñecas de papel u otra cosa durante el recreo. Si una muchacha es amiga de otra, le regala una lima; si la quiere fastidiar, come una lima delante de ella, sin ofrecerle ni una chupada. Se convidan por turno, y yo he recibido muchísimas, pero no he podido corresponder y debo hacerlo, porque son deudas de honor; ¿comprendes?

–¿Cuánto costaría pagarlas todas y restituir tu crédito? – preguntó Meg, sacando su portamonedas.

–Un peso bastaría; y aún sobrarían unos centavos para regalarte algunas. ¿No te gustan las limas?

–No mucho; puedes tomar mi parte. Aquí tienes el dinero; hazlo durar todo lo que puedas, porque ya sabes que no hay mucho.

–¡Oh; gracias!, ¡qué lindo debe ser tener dinero propio! Tendré un verdadero banquete, porque esta semana no he probado ni una. No me animaba a tomarlas, no pudiendo yo dar otras y sufro por no tenerlas.

Al día siguiente Amy llegó algo tarde a la escuela; no pudo resistir la tentación de mostrar, con orgullo excusable, antes de ponerlo en el interior de su pupitre, un paquete de papel oscuro.

En muy pocos minutos corrió por su grupo el rumor de que Amy March tenía veinticuatro limas, y que iba a convidar; sus amigas la colmaban de atenciones. Katy Brown la invitó a su próxima fiesta; Mary Kingsley insistió en prestarle su reloj hasta la hora del recreo, y Jenny Snow, una señorita algo mordaz, que se había burlado mucho de Amy cuando ésta no tenía limas, inmediatamente intentó hacer las paces y se ofreció a proporcionarle las soluciones de algunos formidables problemas de aritmética. Pero Amy no se había olvidado de las cáusticas observaciones que hiciera en otras ocasiones, y destruyó las esperanzas de aquella muchacha con un telegrama aterrador: "Es inútil que te vuelvas amable de repente, porque no tendrás ninguna.

Sucedió aquella mañana que un personaje visitó la escuela y elogió los mapas de Amy, dibujados con mucha habilidad. Aquel honor a su enemiga irritó a la señorita Snow y puso ufana como un pavo real a la señorita March. Pero, ay, el orgullo nunca está lejos de la caída, y la vengativa Snow devolvió el rechazo con desastroso resultado. Tan pronto como el visitante hizo los elogios acostumbrados y se marchó, Jenny, so pretexto de hacer una pregunta importante, hizo saber al señor Davis, el profesor, que Amy March tenía limas dentro de su pupitre.

El señor Davis había prohibido las limas y había jurado a la vista de todas dar palmetazos a la primera persona descubierta en flagrante quebranto de la regla. Este hombre había logrado, tras una guerra larga y borrascosa, desterrar la goma de mascar, había hecho una hoguera de novelas y periódicos confiscados, había suprimido una estafeta privada, había prohibido muecas, motes y caricaturas; en fin, había hecho todo lo que puede hacer un hombre para tener en orden a cincuenta chicas rebeldes. Dios sabe cómo ponen a prueba los chicos la paciencia humana; pero las chicas son mucho peores, en especial para señores nerviosos, de temperamento tiránico y escaso talento para la enseñanza. El señor Davis sabía mucho de griego, latín, álgebra y demás materias, y por ello era considerado como un buen profesor; pero de modales, sentimiento, moral y buen ejemplo no hacía mucho caso.