El viejo señor Laurence fue el más grande de todos; pero después de su visita, cuando dijo algo gracioso o amable a cada muchacha, y habló de tiempos viejos con la señora March, nadie, con excepción de la tímida Beth le temía mucho.

El otro león era su pobreza y la riqueza de Laurie; porque no querían aceptar atenciones a las cuales no podían corresponder. Pero después de algún tiempo descubrieron que él era quien se consideraba favorecido; todo le parecía poco para demostrar su gratitud a la bienvenida maternal de la señora March, la compañía alegre de las chicas y el consuelo que encontró en su humilde casa; de modo que pronto olvidaron el orgullo y cambiaron atenciones mutuas, sin detenerse a pensar cuál era mayor.

La nueva amistad crecía como hierba en primavera. A todas les gustaba Laurie, y él, por su parte, dijo confidencialmente a su abuelo que las March eran muchachas excelentes. Con el delicioso entusiasmo de la juventud, acogieron al muchacho solitario de tal manera que pronto era como de la casa, y halló encantador el compañerismo inocente de aquellas chicas sencillas. No habiendo conocido jamás madre ni hermanas, experimentó pronto su influencia; su dinamismo y laboriosidad lo avergonzó de la vida indolente que llevaba. Estaba cansado de libros y ahora le interesaban tanto las personas, que el señor Brooke, su profesor, tuvo que dar informes poco satisfactorios de su trabajo; porque Laurie siempre "hacía rabonas" y se escapaba a casa de la señora March.

–No haga caso; déjelo que se tome una vacación, y, después recuperará el tiempo perdido -dijo el viejo señor -. La buena señora, nuestra vecina, dice que él estudia demasiado y necesita compañía joven, diversión y ejercicio. Sospecho que tiene razón, y que yo he estado cuidando al muchacho como si fuese su abuela. Que haga lo que quiera, con tal que sea feliz; no puede hacer muchas picardías en esa casa de monjitas, y la señora March le ayuda más que nosotros.

¡Qué buenos ratos pasaban! ¡Qué representaciones y cuadros vivos! ¡Qué carreras de trineos y juegos de patinar! ¡Qué veladas tan alegres en la vieja sala, y de vez en cuando convites en la casa grandel Meg podía pasearse por el invernadero cuando quería y disfrutar de las flores; Jo devoraba los libros y hacía desternillar de risa al viejo caballero con sus críticas; Amy copiaba cuadros y se complacía con la belleza de estatuas y estampas, y Laurie hacía los honores de la casa de una manera encantadora.

Pero Beth, aunque muy atraída por el piano de cola, no tenía valor para ir a la "mansión de la dicha", como la llamaba ella. Fue una vez con Jo, pero el viejo señor, ignorante de su debilidad, la miró fijamente por debajo de sus espesas cejas, lanzando un "¡ah!" tan fuerte que la dejó aterrada; se fue corriendo y declaró que no volvería más ni aun por el piano querido. No hubo razonamientos ni ruegos que pudieran vencer su miedo, hasta que, al llegar el hecho a oídos del señor Laurence de modo misterioso, él se encargó de buscar una solución. Durante una de sus breves visitas, dirigió hábilmente la conversación hacia la música; habló de los famosos cantantes que había visto, de los bellos órganos que había oído, y contó anécdotas tan interesantes, que Beth, dejando su rincón lejano, fue acercándose poco a poco, como fascinada. Se puso detrás de la silla del viejo y escuchaba con los bellos ojos bien abiertos y las mejillas coloreadas por la emoción. Sin hacer más caso de ella que si hubiese sido una mosca, el señor Laurence continuó hablando de las lecciones y maestros de Laurie; y entonces, como si la idea se le acabara de ocurrir, dijo a la señora March:

–El chico descuida ahora la música, me alegro, porque se estaba aficionando demasiado. Pero el piano sufre por la falta de uso; ¿no le gustaría a alguna de sus hijas venir a practicar de vez en cuando para que no se desafine?

Beth avanzó un poquito, apretándose las manos para no dar palmadas, porque la tentación era fuerte, y el pensamiento de practicar en aquel magnífico instrumento casi le quitó el aliento. Antes de que pudiese responder la señora March, el señor Laurence continuó diciendo con un curioso movimiento de cabeza:

–No necesitan ver o hablar a nadie, sino entrar a cualquier hora; yo estoy encerrado en mi estudio, al otro extremo de la casa; Laurie está mucho fuera, y pasadas las nueve las criadas no se acercan al salón.

Al decir esto, se levantó como para irse y añadió:

–Hágame el favor de repetir lo que he dicho a las niñas, pero si no desean venir no importa.

En esto una mano pequeña se deslizó en la suya, y Beth levantó a él los ojos, con la cara llena de gratitud, diciendo con sinceridad, aunque tímida:

–Sí, señor; ¡lo desean mucho, muchísimo!

–¿Eres tú la aficionada a la música? – preguntó él sin brusquedad, mirándola cariñosamente.

–Soy Beth; me gusta muchísimo la música e iré, si está usted seguro de que nadie me oirá y que no molestaré -añadió, temiendo ser descortés y temblando de su propia audacia a medida que hablaba.

–Ni un alma, querida mía; la casa está vacía la mitad del día; ven y haz todo el ruido que quieras; te lo agradeceré.

–¡Qué amable es usted, señor!

Beth se ruborizó bajo su mirada amistosa, y ya sin miedo, le estrechó la mano, porque le faltaban palabras para darle las gracias por el regalo precioso que le había hecho. El viejo caballero le acarició suavemente la cabeza, e inclinándose la besó, diciendo en tono raro en él:

–Yo tenía una niña con los ojos como los tuyos, Dios te bendiga, querida mía. ¡Buenos días, señora! – y se fue precipitadamente.

¡Cómo cantaba Beth aquella tarde, y cuánto se rieron de ella porque durante la noche despertó a Amy tocando el piano sobre su cara, en sueños! Al día siguiente, habiendo visto salir al abuelo y a su nieto, Beth, después de retroceder dos o tres veces, entró por la puerta lateral y se encaminó silenciosa como un ratoncillo, al salón donde estaba su ídolo. Por casualidad, había algunas piezas fáciles de música sobre el piano; con manos temblorosas y haciendo pausas frecuentes para escuchar y mirar alrededor, Beth tocó al fin el magnífico instrumento; inmediatamente olvidó su miedo, se olvidó de sí misma y lo olvidó todo por el encanto indecible que le daba la música, porque era como la voz de un amigo querido.

Se quedó allí hasta que Hanna vino a buscarla para la comida; pero no tenía apetito, y no hacía más que sonreír a todas en estado de perfecta beatitud.

Desde entonces, casi todos los días, la capuchita bruna atravesó el seto, y un espíritu melodioso, que parecía entrar y salir sin ser visto, visitaba el salón grande. Jamás supo que muchas veces el viejo señor abría la puerta de su estudio para escuchar los aires antiguos, que le gustaban; jamás vio a Laurie hacer guardia en el vestíbulo para que no se acercasen las criadas; jamás sospechó que los libros de ejercicios musicales y las canciones nuevas, colocadas en el musiquero, habían sido puestos allí para ella; y cuando en su casa el muchacho hablaba de música con ella, sólo pensó en su amabilidad al decirle cosas que la ayudaban tanto. De manera que disfrutó mucho y halló que la realidad era tan buena como su deseo la había imaginado, cosa que no se ve siempre en la vida. Quizá por estar tan agradecida a esta bendición recibió otra; de todas maneras, merecía las dos.

–Mamá, he pensado bordar un par de zapatillas para el señor Laurence. Es tan amable conmigo, que debo agradecerle, y no sé otro modo de hacerlo. ¿Puedo bordarlas? – preguntó Beth, unas semanas después de su visita.

–Sí, querida mía; le agradará mucho, y será un buen modo de darle las gracias. Las muchachas te ayudarán con ellas, y yo pagaré el gasto de poner las suelas cuando estén listas.

Después de largas discusiones con Meg y Jo, se escogió el dibujo, se compraron los materiales y se comenzaron las zapatillas. Encontraron apropiado un pequeño ramillete de pensamientos, serios sin dejar de ser alegres, sobre un fondo de púrpura más oscuro, que Beth bordó, ayudándola sus hermanas, de vez en cuando, en las partes más difíciles. Como era muy hábil para las labores de aguja, las zapatillas se terminaron antes de que llegaran a aburrir a ninguna de ellas. Entonces escribió una cartita sencilla, y con la ayuda de Laurie logró ponerlas furtivamente encima de la mesa del estudio, una mañana, antes de que se levantase el viejo caballero.

Pasada la emoción del momento, Beth esperó para ver qué sucedería. Pasé todo el día y parte del siguiente sin que llegase una respuesta, y comenzaba a temer que había ofendido a su enigmático amigo. La tarde del segundo día salió para hacer un recado.