Su mirada cae sobre la sombra demoníaca que se refleja en la nieve; no atina a entender dónde se halla ni que está parada delante de la capilla de la cual hay una leyenda que dice que en ella mora, inmune a la muerte, el último vástago de un linaje maldito.
Se santigua llena de espanto y con rodillas temblorosas se precipita de vuelta al bosque.
Mentalmente, Maese Leonhard la sigue durante un trecho por el camino que ella ha tomado. Pasa por delante de las ruinas del viejo castillo; paredes ennegrecidas por el fuego, entre las cuales se halla sepultada su juventud; pero ese espectáculo no lo conmueve, en su interior todo es presente, claro y luminoso como una imagen hecha de aire colorido. Se ve niño, jugando debajo de un abedul con piedritas de colores, y al mismo tiempo se ve anciano, sentado delante de su sombra.
Ante él emerge la figura de su madre, con los rasgos de la cara eternamente inquietos y contraídos; todo en ella es convulso, sólo la piel de su frente permanece inmóvil, lisa como pergamino y tensa sobre los huesos del cráneo, que idéntico a una bola de marfil sin junturas, parece aprisionar un rumoroso enjambre de ideas inconstantes.
Se oye el incesante, nunca interrumpido susurrar de su negro vestido de seda, que como el enervante zumbido de millones de insectos, llena todos los espacios del castillo, filtrándose a través de pisos y paredes, robándole la paz tanto a los hombres como a los animales.
Aun los objetos parecen sometidos al hechizo de sus finos labios siempre dispuestos a pronunciar órdenes; cada cosa debe estar siempre dispuesta a cambiar de lugar, nadie ni nada debe atreverse jamás a sentirse como en casa. A la vida del mundo sólo la conoce de oídas, meditar acerca del sentido de la existencia es algo que se le antoja superfluo y un pretexto para la molicie; sólo cuando de la mañana a la noche en la casa reina un inútil corretear de un lado para el otro, sólo cuando se siente rodeada de un febril y desmoralizante cansarse para nada hasta llegada la hora del sueño, su madre cree haber cumplido con los deberes para con la vida. En su cerebro jamás pensamiento alguno pudo llegar a su fin, apenas nacido ya debe convertirse en una acción precipitada y estéril. Ella es igual que el segundero que avanza atropelladamente y que, desde su condición de pigmeo, cree que el mundo tiene que detenerse en cuanto él deja de producir tres mil seiscientas revoluciones alrededor de su propio eje durante doce veces por día, limando así el tiempo hasta convertirlo en polvo y sin poder aguardar, en su impaciencia, a que las pausadas y serenas agujas del reloj alcen sus largos brazos para dar las campanadas.
Sucede a menudo que en medio de la noche salte de la cama como una posesa para despertar a la servidumbre: las macetas, que se alinean en filas infinitas a lo largo de todas las ventanas, deben ser regadas de inmediato; ella no conoce en absoluto el porqué de semejante decisión, le basta con haber resuelto que debe ser así. Nadie se atreve a contradecirla, todos enmudecen en vista de la inutilidad de luchar contra un fuego fatuo con la espada de la razón.
Las plantas jamás tienen tiempo de echar raíces pues se las trasplanta casi diariamente; jamás se posan los pájaros sobre el techo del castillo; en su obscuro deambular, bandadas de ellos atraviesan el cielo, de un lado a otro, más arriba o más abajo, a veces hasta convertirse en puntos y a veces en magras manos aleteantes, anchas y chatas.
Hasta en los rayos del sol se nota un permanente temblor, pues siempre sopla un viento que ahuyenta la luz con nubes apuradas; de la mañana a la noche se producen disturbios entre las hojas y ramas de los árboles, y no hay nunca un fruto que pueda llegar a su sazón… en mayo ya no quedan hojas que puedan protegerlos. En derredor, la naturaleza toda se ha contagiado de la inquietud que reina en el castillo.
Maese Leonhard se puede ver ahora sentado delante de su pizarra con las tablas de contar, tiene doce años, aprieta fuertemente sus oídos con las manos tratando de no oír el eterno trepidar de los pasos de las criadas por las escaleras ni las estridencias de la voz de su madre… es inútil; las cifras se convierten en un enjambre de duendes diminutos y malévolos, atraviesan en loca carrera su cerebro, su nariz, su boca y sus oídos, y hacen arder su piel y su sangre. Trata de leer… no hay caso: las letras bailan ante su vista, se convierten en un enjambre de moscas inasibles. La voz de la madre lo sobresalta: «¿Es posible que aún no hayas aprendido tu lección?»; pero no se toma el tiempo necesario para esperar una respuesta, sus dementes ojos azul pálido ya están hurgando en todos los rincones: no vaya a ser que en alguno de ellos haya quedado olvidada una particula de polvo; telarañas que no existen deben ser barridas con la escoba, hay que cambiar de lugar los muebles, sacarlos del cuarto y volverlos a entrar, deshacer cajones y revisarlos, de arriba a abajo, para atrapar polillas que nunca existieron; las puertas de los armarios se abren y se cierran con estrépito, se destornillan y vuelven a atornillar las patas de la mesa, los cuadros son cambiados de lugar, los clavos arrancados de las paredes para ser clavados nuevamente donde estaban, los objetos se enloquecen, la cabeza del martillo sale volando del astil, los peldaños de las escaleras se quiebran, el yeso se desmorona desde el cielorraso —¡que venga enseguida un albañil!—, los estropajos quedan aprisionados en las puertas, las agujas se caen de las manos y quedan escondidas entre las junturas del piso, cuando no entre los almohadones cuyas costuras deben ser repasadas; el perro guardián del patio se suelta y entra arrastrando su cadena por todas las estancias que atraviesa, llevándose por delante el gran reloj de pie: el pequeño Leonhard busca nuevamente refugio entre las páginas de su libro y aprieta fuertemente los dientes para tratar de hallarle algún sentido a esa serie de ganchos negros que corren y saltan delante de su vista… le ordenan que se siente en otra parte, hay que sacudir los almohadones del sillón; se apoya, con el libro en la mano, contra el marco de la ventana… hay que darle una nueva mano de pintura al alféizar: ¿por qué no deja de estorbar… aprendió por fin su lección? Acto seguido sale como barrida por una idea fija; las criadas tienen que dejar todo como está y correr rápidamente detrás de ella para buscar hachas y palos para el caso de que haya ratas en el sótano.
El alféizar de la ventana quedó a medio pintar, faltan los asientos de sillas y butacas y el cuarto parece un montón de escombros; un sordo e infinito odio hace nido en el corazón del niño. Cada fibra de su cuerpo clama por paz; ansia que llegue la noche, pero ni el sueño logra la tan anhelada calma, locas pesadillas despedazan su cerebro cortando cada idea en dos partes que se persiguen mutuamente pero nunca sé alcanzan; los músculos no pueden relajarse, todo el cuerpo se halla en constante actitud defensiva, a la espera de órdenes que pueden caer en cualquier momento como rayos para exigir el cumplimiento de tal o cual cosa totalmente carente de fin y de sentido.
Los juegos diarios en el jardín no nacen de sus ansias juveniles, la madre los ordena irreflexivamente, como todo lo que hace, para de inmediato ordenar su interrupción; la insistencia en una misma actividad se le antoja quietud, quietud contra la cual se cree obligada a luchar como contra la misma muerte. El niño no se atreve a alejarse del castillo, permanece siempre al alcance de su voz, siente que no hay escapatoria: un paso de más y ya se oye caer una palabra gritada desde el hueco de cualquier ventana para trabar el movimiento de sus pies.
La pequeña Sabina, una niña campesina que vive con la servidumbre y que es un año menor que Leonhard, sólo es avistada por él desde lejos, y si alguna vez logran permanecer reunidos por contadísimos minutos, cambian rápidas frases deshilachadas, como navegantes que se cruzan en el agua gritándose palabras apuradas al pasar.
El viejo conde, padre de Leonhard, está paralítico de ambas piernas; se pasa el santo día sentado en su sillón de ruedas que nunca sale de la biblioteca, siempre a punto de comenzar una lectura; pero tampoco aquí hay calma, cada tanto, imprevisiblemente, las manos de la madre se ponen a revolver entre los libros, les quitan el polvo o los golpean tapa contra tapa, los señaladores caen al suelo, tomos que recién estaban parados aquí aparecen de pronto tirados en cualquiera de los estantes superiores, o quedan formando desordenadas montañas sobre el piso, porque hubo que cepillar el tapizado justo detrás de donde se hallaban alineados. Y si la condesa se encuentra temporariamente en cualquiera de las otras estancias del castillo, la inquietante expectativa que crea la posibilidad de su regreso no hace sino aumentar el tormento mental que trae aparejada su presencia.
De noche, cuando las velas están ardiendo, el pequeño Leonhard se llega a hurtadillas hasta el rincón en que se halla su padre para hacerle compañía, pero nunca ningún diálogo llega a concretarse; algo se alza entre ellos como una pared de cristal a través de la cual es imposible todo entendimiento; a veces, como si repentinamente hubiese tomado la decisión de decirle a su hijo algo de gran importancia, el viejo abre la boca adelantando excitadamente la cabeza, pero las palabras se le ahogan siempre en la garganta, cierra de nuevo los labios, se limita a pasar con ternura y en silencio la mano por la ardiente frente del muchacho, pero al mismo tiempo su mirada escapa furtiva hacia la puerta cerrada que puede abrirse en cualquier momento para dar paso a una molesta interrupción.
Sombríamente, el niño intuye lo que sucede en el anciano pecho, que es un corazón desbordante, no el vacío, lo que hace enmudecer a su padre, y otra vez vuelve a alzarse en su garganta, amargo, el odio que siente por su madre, puesto que la sabe directamente relacionada con las hondas arrugas y la expresión desolada que agitan el rostro del viejo sentado entre los almohadones del sillón de ruedas; siente que comienza a despertar en él el silencioso deseo de que una mañana cualquiera encuentre a su madre muerta en la cama; y a la tortura de una permanente inquietud interior se une ahora la de una espera infernal; acecha cada uno de los rasgos de su cara para descubrir en ella alguna señal de enfermedad, observa su ir y venir constante con la esperanza de hallar por fin un signo de cansancio en alguno de sus movimientos. Pero esta mujer goza de una salud inquebrantable que la vivifica día a día, no se quebranta nunca, parece recibir siempre mayores fuerzas cuanto más sean los que a su alrededor se debilitan o sucumben de puro desaliento.
Por medio de Sabina y del resto de la servidumbre, Leonhard se entera de que su padre es un filósofo, un sabio, y que en todo ese montón de libros se alberga un montón de sabiduría, y entonces toma la infantil resolución de adquirir esa sabiduría… pueda ser que entonces logre derribar esa barrera que los separa, y que aquellas arrugas se alisen y se aquieten nuevamente, devolviéndole al triste rostro del anciano algo de su juventud perdida.
Pero nadie puede decirle qué es la sabiduría, y las patéticas palabras del sacerdote consultado: «el temor del Señor, esa es la sabiduría», no logran sino completar su confusión.
La inutilidad de consultar a su madre es para él algo tan definitivo, que de ello le nace lentamente la convicción de que todo lo que ella hace y piensa tiene que ser, por fuerza, todo lo contrario de la sabiduría.
Toma coraje en un momento en que quedaron solos, y le pregunta al padre qué es la sabiduría; lo hace con brusquedad e incoherencia, como alguien que pide auxilio; observa que los músculos comienzan a trabajar en el rostro afeitado de su padre, como esforzándose por hallar las palabras adecuadas para responder a las ansias de saber de un niño… él por su parte, siente que la cabeza le estalla en su afán por comprender el sentido de las palabras que por fin le dirige a borbotones.
Sabe perfectamente por qué caen tan presurosas y entrecortadas de la boca desdentada… ahí está nuevamente el miedo que despierta la posibilidad de una interrupción por parte de la madre, el temor de que las sagradas semillas puedan ser profanadas si las alcanza a tocar ese aliento destructor y prosaico que su madre exhala… temor de que esas mismas semillas se conviertan en acónito si son malentendidas.
Todo su esfuerzo por entender es inútil, ya se oyen los ruidosos y apresurados pasos que se acercan por el pasillo, las órdenes estridentes y el repulsivo rumor del negro vestido de seda. Las palabras de su padre se hacen cada vez más presurosas, Leonhard quiere captarlas y recordarlas bien para más tarde poder meditar acerca de ellas; intenta asirlas como si fueran dagas arrojadas al aire… se le escapan… sólo dejan heridas sangrantes.
Frases dichas casi sin aliento, tales como: «el ansia misma por conocerla ya es sabiduría»; «debes luchar por hallar un punto fijo en ti mismo, al que el mundo exterior no pueda vulnerar»; «contempla todo lo que sucede como a una pintura sin vida y no permitas que nada de ello te conmueva», se internan en lo más hondo de su corazón, pero llevan un antifaz que no le permite ver su verdadero rostro.
Quiere seguir preguntando, la puerta se abre de golpe, y sólo le llegan en jirones las últimas palabras del anciano: «deja que el tiempo se te escurra como si fuera agua», que le suenan como una ráfaga que pasa a su lado; la condesa se introduce gritando, un baldazo de agua es arrojado por sobre el umbral y un arroyo sucio busca su curso recorriendo las baldosas del piso. «¡No te quedes parado ahí sin hacer nada! ¡Trata alguna vez de hacerte útil!», tales los ecos que lo alcanzan cuando, desesperado, sale corriendo para refugiarse en su cuarto.
El cuadro de su infancia se desvanece y Maese Leonhard vuelve a ver la blanca helada que brilla a la luz de la luna frente a su ventana; las imágenes no son ni más claras ni más turbias que las de las escenas de aquellos años juveniles: para su mente aterida y clara como el cristal, la realidad y el recuerdo resultan igualmente vivos e igualmente muertos.
Pasa un zorro, estirado y sin un solo ruido; la nieve se eleva en fino y brillante polvillo allí donde su peluda cola rozara el suelo, los ojos brillan verdosos por entre los troncos y desaparecen entre la espesura del bosque.
Figuras flacas, pobremente vestidas, rostros inexpresivos e insignificantes, diferenciados por sus edades, y a pesar de ello tan semejantes entre sí, aparecen ahora de pronto delante de Maese Leonhard y puede oír a cada uno de ellos pronunciar cuchicheando su nombre, nombres indiferentes y cotidianos que apenas alcanzan para identificar a quienes son sus dueños. A todos ellos los reconoce como a sus antiguos preceptores, que vienen y al mes se van; la madre nunca está conforme con ninguno, despide a uno tras otro, no tiene ningún motivo, tampoco trata de encontrarlo; la cuestión es que estén ahí mientras ella así lo disponga y que luego se desvanezcan como pompas de jabón. Leonhard se ha convertido en un adolescente con un asomo de vello encima de la boca y tan alto como su madre. Cuando se encuentran frente a frente, sus ojos quedan a la misma altura; pero él no puede evitar mirar siempre para otro lado, no se atreve a ceder ante la tentación que lo aguijonea: someter esa mirada vacua y voluble y marcar en ella a fuego el odio mortal que le inspira; pero se traga ese odio aunque sienta que en su boca la saliva se le vuelve amarga como la hiel y que al tragarla se envenenará la sangre.
Busca y escarba en su interior sin poder hallar el motivo que lo vuelve tan impotente contra esa mujer de eterno y zigzagueante vuelo de murciélago.
En su cabeza comienza a girar un caos de pensamientos semejante a una rueda enloquecida, cada latido del corazón arrastra hacia su cerebro una nueva afluencia de ideas semiacabadas o semidestruidas y se las vuelve a llevar consigo.
Proyectos que no lo son, ideas que se contradicen a sí mismas, deseos sin objetivo, apetitos ciegos y voraces que se desplazan entre sí o se estrellan uno contra otros, emergen desde los torbellinos de su sangre y de su mente para ser absorbidos de inmediato por las mismas profundidades en que nacieron; hay gritos que se ahogan dentro del pecho sin llegar jamás hasta la superficie.
De Leonhard se apodera una salvaje y ululante desesperación que crece día a día; en cada rincón se le aparece, como un fantasma, el rostro odiado de la madre; cada vez que abre un libro, ese rostro se arroja sobre el suyo como una imagen terrorífica; ya ni se atreve a dar vuelta las hojas por temor a que se vuelva a repetir el mismo espanto, tiene miedo de girar la cabeza, no sea que esté parada, de carne y hueso, detrás de él: cada sombra puede convertirse en la corporización de sus temibles rasgos, su propio aliento suena como el negro vestido de seda.
Sus sentidos están heridos y le duelen como nervios a flor de piel; cuando está acostado en su cama no sabe, por momentos, si está dormido o despierto, y cuando por fin el sueño lo vence, surge del piso la figura de ella en camisón, lo despierta y le grita: «¿Leonhard, estás durmiendo?».
Un sentimiento nuevo, extrañamente ardiente, se convierte en nuevo desasosiego, le oprime el pecho, lo persigue y lo impulsa a buscar la compañía de Sabina sin saber con claridad qué es lo que de ella espera; Sabina ya es toda una mujer y lleva faldas que le llegan hasta los tobillos; el susurro que produce su vestido lo excita aún más que el de su madre.
Con su padre ya no hay ninguna posibilidad de entendimiento, en su mente se ha hecho noche cerrada; a intervalos regulares los gemidos del anciano se filtran a través de la precipitada agitación que reina en la casa: hora tras hora lavan su cara con vinagre, ruedan su sillón de un lado para otro, martirizan al pobre agonizante hasta la muerte.
Leonhard entierra su cabeza entre los almohadones para no oír; un sirviente le tira de la manga: «Por el amor de Dios, pronto, con el señor conde todo se acaba». Leonhard se incorpora de un salto, no entiende dónde está ni que el sol está brillando ni cómo es posible que no se extinga el día en momentos en que su padre se está muriendo; tambalea, se dice a sí mismo en voz baja que todo no es más que un sueño, se precipita hacia la habitación del enfermo; hay toallas mojadas tendidas en cuerdas que atraviesan la estancia de lado a lado, hay canastos obstruyendo el paso, el viento entra soplando con fuerza por las ventanas abiertas y abolsa los lienzos tendidos… desde algún rincón impreciso llegan estertores.
Leonhard arranca las cuerdas y la ropa mojada da violentamente en el suelo, arroja todo a un lado y se abre camino hasta esos ojos velados que a la hora de caer el último telón le clavan su mirada vidriosa y ciega; cae de rodillas y aprisiona esa mano indiferente y cubierta por el sudor de la muerte; quiere pronunciar la palabra «padre» y no puede, súbitamente, parece haber huido de su memoria; la tiene en la punta de la lengua, pero el mismo pánico la sume instantáneamente en el olvido; lo asalta de pronto la loca idea de que el moribundo no puede volver en sí porque no le dice esa palabra, que esa sola y única palabra puede tener el poder de revivir, aunque sólo fuese por un corto momento, esa conciencia que se extingue y devolverla a los umbrales de la vida; se mece los cabellos y se golpea en la cara: miles de palabras afluyen a su boca, pero ésa, la que busca con mi corazón en llamas, no quiere aparecer… y los estertores se hacen cada vez más débiles.
Se detienen.
Comienzan de nuevo.
Se interrumpen.
Enmudecen.
La boca cae abierta.
Y así queda.
¡Padre!, suena el grito de Leonhard; la palabra apareció por fin, pero aquél a quien va dirigida ya no se mueve.
En las escaleras comienza el tumulto; voces que gritan, pasos que resuenan en los pasillos, el perro comienza a ladrar y cubre todo con sus aullidos. Leonhard no se da cuenta de nada, sólo puede ver y sentir la calma terrible que se expande sobre esa cara inerte; calma que llena la habitación, se refleja en él y lo envuelve. Un anestesiante sentimiento de felicidad, algo que no ha sentido jamás, se posa blandamente en su corazón; es la sensación de una presencia inmóvil que se halla más allá del pasado y del futuro… una especie de mudo regocijo que transmite su fuerza alrededor de él, y en la que uno puede refugiarse para escapar del estridente torbellino que invade la casa, como en una nube que lo vuelve invisible.
El aire está lleno de brillo.
A Leonhard le brotan las lágrimas.
Un sonido violento —al abrirse la puerta— lo sobresalta, la madre lo enfrenta. «Ahora no es el momento de llorar; puedes ver muy bien que hay montones de cosas para hacer», las palabras lo golpean como latigazos. Nuevas órdenes se suceden, se anulan entre sí; las criadas sollozan, se las hace salir; los criados se empujan unos a otros mientras sacan los muebles al pasillo; cristales que se rompen, botellas de medicina se estrellan contra el piso; que llamen al médico, no: mejor al sacerdote; no, no, no: llamen al sepulturero y que no olvide traer la pala, y también un ataúd, y clavos; abran la capilla, hay que acondicionar la bóveda, enseguida, ya mismo, ¡qué esperan para encender las velas y cómo es posible que nadie se ocupe de amortajar el cadáver y de levantar el catafalco! ¿Es que hay que decirlo todo diez veces?
Leonhard comprueba espantado que el loco aquelarre de la vida no se detiene ante la majestad de la muerte, y que paso a paso va obteniendo la victoria en una guerra nauseabunda… siente que la paz de su interior se deshace como una tenue gasa.
Manos obsecuentes y serviles ya se han hecho cargo del sillón de ruedas y del muerto, ya lo alzan y se lo quieren llevar: Leonhard intenta interponerse entre él y ellos, protegerlo; alza indignado los brazos… pero los deja caer desalentado. Hace rechinar los dientes y se obliga a sí mismo a buscar los ojos de su madre para saber si en ellos puede leerse algún signo de duelo o de tristeza: ni por un segundo es posible captar su inquieta y errante mirada que, igual que un mono, salta de rincón a rincón, sube y baja, brinca y se desliza, de la puerta a la ventana, en una carrera demente que delata a una criatura sin alma… de la cual el dolor, como cualquier otro sentimiento, rebota como flechas contra un escudo, un repulsivo insecto gigantesco con forma de mujer que corporiza sobre este mundo la maldición que significa el trabajo estéril y falto de objetivo. Un paralizante terror invade el cuerpo de Leonhard, la contempla incrédulo como a un ser que viera por vez primera: para él su madre ya no tiene más nada de humano, se ha convertido en una criatura totalmente desconocida, perteneciente a un mundo demoníaco, mitad gnomo, mitad animal maligno.
El saber que es su madre hace que sienta su propia sangre como si fuera algo hostil que le carcome el cuerpo y el alma: una sensación que le eriza la piel, que lo asusta de sí mismo; quiere huir… lejos, muy lejos de su presencia; se refugia en el parque, ignora qué es lo que realmente quiere, adónde ir, choca contra un árbol, cae de espaldas al suelo, pierde la conciencia.
Maese Leonhard clava su vista interior en una imagen nueva que se mueve en su mente como en un delirio: la capilla, la misma en que ahora está sentado, se halla brillantemente iluminada por la luz de las velas, un sacerdote murmura delante del altar; hay un olor de flores que se marchitan, un ataúd abierto, el cadáver envuelto en su blanca capa de caballero feudal, las manos de amarilla cera plegadas sobre el pecho. Hay un brillo dorado en torno de las obscuras imágenes, hay hombres negros parados en semicírculo; labios que rezan, un hálito tenue y frío que sube desde abajo de la tierra; una puerta trampa de hierro con una cruz brillante se halla medio abierta, debajo hay un hueco negro que conduce a la cripta familiar. Apagados cánticos en idioma latino, la luz del sol detrás de los vidrios de colores arroja reflejos verdes, azules y rojos sobre flotantes nubes de incienso; se oye el argentino e insistente sonar de una campana, la mano del sacerdote mueve el hisopo sobre la cara muerta… De pronto, en derredor todo se pone en movimiento, doce pares de guantes blancos se apresuran a levantar el ataúd del catafalco, colocan la tapa, las cuerdas se tensan, el ataúd desaparece en las profundidades de la bóveda; los hombres bajan por la escalera de piedra, sonidos huecos llenan el recinto, cruje la arenilla, reina una calma solemne. Caras graves van reapareciendo lentamente, la puerta trampa se inclina, se oye el chasquido de un cerrojo, de las junturas sale y se arremolina el polvo, la cruz brillante queda completamente vertical… Las velas se apagan y en su lugar vuelven a flamear las ramas secas del pequeño hogar, el altar y las imágenes de los santos se convierten nuevamente en paredes desnudas. Las piedras se hallan cubiertas de tierra, las coronas de flores enmohecen y se pudren, la figura del sacerdote se desvanece en el aire, Maese Leonhard está nuevamente consigo mismo… solo.
Desde que el viejo conde ha muerto, hay algo que fermenta entre la servidumbre; la gente comienza a negarse a obedecer órdenes absurdas, uno tras otro lía su hatillo y se marcha… Los pocos que van quedando se vuelven rebeldes y trabajan a regañadientes, realizando únicamente las tareas más necesarias, y no responden cuando se los llama.
Con los labios apretados, la madre de Leonhard sigue, lo mismo que antes, su loca carrera a través de todas las estancias y alcobas del castillo, pero le falta el séquito; temblando de furia trata de correr los pesados muebles, pero éstos permanecen en el mismo lugar como si estuviesen atornillados al piso, nada responde a sus intentos desmanados, los cajones de las cómodas se atascan, no se abren ni se cierran; todo lo que toca se le cae de las manos, nadie lo levanta; miles de cosas se encuentran dispersas por todas partes, el desorden crece y se acumula y se convierte en un sinfín de barreras y obstáculos.
1 comment