Usar los cerrojos no sirve para nada: tiene copia de todas las llaves del castillo; no hay una sola puerta que no pueda ser abierta de súbito y en cualquier momento. No se toma ni siquiera el tiempo de peinarse, los cabellos le cuelgan en greñas a lo largo de las sienes, come caminando, ya no se acuesta a dormir. Anda vestida a medias, para que el crujir de su pollera no delate sus pasos; se desliza en puntas de pie sobre zapatillas de felpa, para poder hacer su repentina aparición, a modo de fantasma, como filtrada a través del ojo de la cerradura.
Sus rondas a la luz de la luna la llevan incluso hasta las cercanías de la capilla. Ya nadie se atreve a acercarse a ese lugar; comienza a correrse la voz de que han visto al espectro del conde muerto merodear por los alrededores.
Nunca se deja prestar ninguna clase de ayuda, todo lo que necesita se lo procura ella misma; ahora sabe perfectamente que sus apariciones silenciosas y fantasmales despiertan más temor entre la supersticiosa servidumbre que su despotismo anterior; los habitantes de la casa ya sólo se comunican entre sí mediante cuchicheos, nadie se atreve a decir una sola palabra en voz alta, todos parecen tener la conciencia intranquila aunque no exista el menor motivo para ello.
Pero sus miras están puestas muy en particular sobre su hijo; toda ocasión le parece propicia para hacer valer alevosamente la superioridad natural que le otorga su condición de madre, tratando de ahondar en él una sensación de dependencia, alimentar el angustiante temor que le da el saberse siempre observado y atizarlo hasta convertirlo en la obsesión delirante de ser atrapado en algo que no ha cometido y en la pesadilla de una constante sensación de culpabilidad.
Cuando él, de tanto en tanto, le dirige la palabra, ella le contesta con muecas burlonas que lo hacen enmudecer y sentirse como un criminal que lleva su propia abyección escrita en la frente como un estigma; el sordo temor de que ella pueda leer sus pensamientos más secretos y saber de su secreta alianza con Sabina, ha llegado a convertirse en horrible certeza cada vez que siente su punzante mirada fija en él: el mínimo ruido lo obliga a componer rápidamente una expresión despreocupada e inocente, que menos logra cuanto más se lo propone.
Cierto secreto anhelo, cierto enamoramiento, comienza a tejer sus finos hilos entre él y Sabina. Se intercambian esquelitas a hurtadillas y lo creen pecado mortal; ahogados por el aire pestilente de saberse continuamente perseguidos, los sentimientos tiernos se marchitan y son reemplazados por un ardiente e indomable deseo animal. Se apostan en el cruce de dos pasillos donde, si bien no pueden verse, uno de ellos tiene que poder notar a tiempo la llegada de la condesa; así conversan, y acuciados por el miedo de perder alguno de esos costosos minutos, llaman a las cosas crudamente por su nombre, sin circunloquios, caldean mutuamente sus sangres cada vez más.
Pero el espacio en que se mueven parece estrecharse día a día. La vieja, como si intuyera algo, clausura el segundo piso del castillo, luego el primero; sólo queda habilitada la planta baja donde la servidumbre entra y sale permanentemente; alejarse del castillo está terminantemente prohibido, el parque no brinda escondrijos, ni de día ni de noche; cuando lo ilumina la luz de la luna, pueden divisarse sus siluetas desde las ventanas, si la noche está obscura, corren continuamente el riesgo de ser perseguidos y sorprendidos, estén donde estén.
Sus deseos crecen hasta la concupiscencia a medida que se ven obligados a reprimirlos; derribar abiertamente las barreras que los separan es algo que ni se les ocurre: la obsesión de hallarse indefensos como esclavos, bajo el dominio de un extraño poder demoníaco que puede disponer a su antojo de la vida y de la muerte, es algo que se les ha inculcado tan hondamente desde la niñez, que en presencia de la condesa no se atreverían ni siquiera a mirarse en los ojos.
Un verano ardiente quema las praderas, la tierra se abre de tan seca, de noche el cielo es partido en mil pedazos por los rayos. La hierba, amarilla, embriaga los sentidos con su tibio aroma de pastizal, el aire caliente se agita alrededor de los muros; el ardor de los dos jóvenes alcanza su punto máximo; tanto sus pensamientos como sus acciones se dirigen a un solo objetivo, y cada vez que se ven apenas si pueden dominar la tentación de caer uno sobre el otro.
Sus noches son siempre afiebradas e insomnes, acosadas por anhelos salvajes; cada vez que abren los ojos ven a la madre de Leonhard espiando a través de puertas o ventanas, oyen sus pasos furtivos pasar delante de los umbrales; perciben todo ello mitad como cosa real y cierta, mitad como producto de una alucinación, un sueño, pero apenas si los preocupa, sólo aguardan la llegada del día próximo, y tratar, por fin, cueste lo que cueste, de encontrarse en la capilla.
Permanecen en sus cuartos durante toda la mañana acechando detrás de la puerta —conteniendo el aliento y temblando de pies a cabeza— para obtener un indicio de que la vieja se encuentra en algún lugar apartado del castillo.
Las horas van transcurriendo en un tormento que les funde los huesos; llega el mediodía, en el interior de la casa se deja oír un ruido de ollas y vajilla que les brinda cierta sensación de seguridad; salen corriendo al jardín; la puerta de la capilla está apenas entornada, la abren de un golpe y la cierran dando un fuerte portazo.
No se dan cuenta de que la puerta trampa que lleva a la cripta se halla entreabierta, apuntalada por un taco de madera… no ven el negro hueco que se abre en el suelo, tampoco sienten el aire helado que sale de la bóveda mortuoria; se devoran con la mirada como animales de rapiña; Sabina intenta decir algo, sólo puede emitir un ronco balbuceo; Leonhard le arranca las ropas del cuerpo, se arroja sobre ella; jadeantes y encarnizados se trenzan como embravecidos contrincantes.
En la embriaguez de los sentidos pierden conciencia del mundo que los rodea; pasos silenciosos se arrastran hacia arriba por los escalones de piedra, los oyen claramente, pero en esos instantes lo toman con la misma indiferencia con que oirían el murmullo del follaje.
Aparecen dos manos en el borde superior del pozo, buscan apoyo en los cantos de las lajas.
Lentamente alguien va surgiendo del suelo; Sabina lo ve con ojos entornados como detrás de un velo rojo; la sacude de pronto el reconocimiento de la verdadera situación, suelta un grito estridente: es la horrible vieja, esa temible omnipresencia que ahora sale de la tierra.
Espantado, Leonhard se incorpora de un salto, mira como paralizado la mueca burlona que se dibuja en el rostro de su madre, y entonces estalla en él esa loca rabia siempre contenida; de un solo puntapié derriba el taco de madera y con él la puerta que apuntala; ésta se precipita y da ruidosamente en el cráneo de la vieja arrojándola hacia lo más profundo de la bóveda, oyéndose claramente el sonido seco que produce su cuerpo al estrellarse.
Incapaces de mover un solo músculo, de pronunciar una sola palabra, los dos jóvenes se quedan parados, cada uno con la mirada clavada en la cara del otro. Sus piernas se niegan a sostenerlos.
Sabina se pone de cuclillas para no caerse, esconde la cara entre las manos; Leonhard se arrastra hasta el reclinatorio.. Puede oírse el entrechocar de sus dientes.
Pasan los minutos. Ninguno de los dos se atreve a moverse, sus miradas se esquivan; y de pronto, como movidos por el mismo resorte, como si los acuciara idéntico pensamiento, se lanzan hacia la puerta, salen afuera, regresan al castillo como perseguidos por todos los demonios.
La luz del crepúsculo convierte el agua del pozo en un charco sangriento, las ventanas del castillo parecen estar en llamas, las sombras de los árboles se van alargando hasta asemejarse a largos y negros brazos que se extienden tanteando con sus flacos dedos por el césped, pulgada tras pulgada, para ahogar el último canto de los grullos. El brillo de la luz se opaca bajo el aliento del anochecer. Se tiende el azul profundo de la noche y lo va cubriendo todo.
Inquieta y dubitativa, la servidumbre intercambia conjeturas acerca de dónde puede hallarse la condesa; le preguntan al joven amo, pero él se encoge de hombros y vuelve el rostro para que nadie pueda notar su palidez mortal.
Faroles encendidos atraviesan oscilantes el parque; recorren los bordes del estanque, iluminan las aguas, que negras como la brea, rechazan con indiferencia los rayos luminosos; la hoz de la luna lo sobrenada todo y las zancudas se agitan asustadas entre los juncos.
Al viejo jardinero se le ocurre soltar el perro; comienzan a rastrear la helada, los ladridos largos y tendidos llegan desde cada vez más lejos; Leonhard se sobresalta cada vez que los escucha, se le erizan los cabellos y se le congela la sangre, pues cree que puede ser su madre la que grita bajo tierra.
El reloj da la medianoche, el hombre aún no ha vuelto, la sensación incierta de una desgracia irrevocable se expande entre la servidumbre; todos se han sentado apretujados en la cocina, se relatan entre ellos historias escalofriantes acerca de personas que desaparecieron misteriosamente para volver luego convertidos en ogros que merodean por los cementerios y se alimentan de los cuerpos de los muertos.
Transcurren los días y las semanas: no hay rastros de la condesa; alguien le propone a Leonhard que haga decir una misa por la salvación de su alma, pero él rechaza violentamente tal propuesta. Ordena vaciar la capilla, sólo queda en ella su reclinatorio de dorada madera tallada, en el que Leonhard permanece durante horas, meditando; no tolera que nadie entre en el recinto. Las mentes campesinas comienzan a dar vida a numerosas habladurías, una de las cuales sostiene que, si se mira por el ojo de la cerradura, se puede ver al joven conde con la oreja apretada contra el suelo, como escuchando algo que sucede abajo, en la bóveda.
De noche duerme con Sabina en la misma cama, no les importa que todos sepan que viven juntos como marido y mujer.
El rumor acerca de un asesinato llega hasta el pueblo, no hay modo de acallarlo, comienza a tomar cada vez más cuerpo entre los lugareños; cierto día llega en su diligencia amarilla un secretario del ayuntamiento, semirraquítico y tocado con peluca, que se apea delante de la puerta principal del castillo: Leonhard se encierra con él durante largas horas; el hombre vuelve a partir, pasan meses y no se oye más nada de él, no obstante, los chismes maliciosos siguen corriendo de boca en boca.
Nadie pone en duda que la condesa tiene que estar muerta, pero sigue viviendo entre ellos como un fantasma invisible que logra hacer sentir su maligna presencia.
Todos miran a Sabina con mirada torva —de alguna manera se la considera culpable de lo sucedido— y todas las conversaciones se interrumpen cuando aparece el joven conde.
Leonhard simula no darse cuenta de nada, hace gala de un aire altanero que provoca rechazo.
Dentro de la casa todo sigue como antes; las plantas trepadoras se apoderaron totalmente de los muros, en las habitaciones han anidado ratones, ratas y lechuzas, el techo está resquebrajado, las vigas se van pudriendo poco a poco.
Sólo en la biblioteca se ha restablecido un relativo orden, pero los libros están enmohecidos por las mojaduras de la lluvia y apenas si son legibles.
Leonhard se pasa días enteros doblado sobre los viejos tomos y trabajosamente trata de descifrar las hojas borroneadas que llevan la inclinada escritura de su padre; y siempre exige que Sabina se mantenga cerca suyo.
Cada vez que ella se aleja, Leonhard se siente presa de una salvaje inquietud, hasta en la capilla no entra ya si no es con ella; pero nunca se dirigen la palabra, sólo de noche, cuando está acostado a su lado, le acomete una suerte de delirio y su memoria escupe frases interminables, balbuceantes y apuradas, todo lo que saca durante el día de los libros; él sabe perfectamente por qué lo hace, que no es sino una lucha desesperada que libra su cerebro para defenderse con cada una de sus fibras de la espantosa imagen de su madre asesinada, que amenaza con tomar forma entre las sombras de la noche, y del sonido escalofriante producido por la puerta trampa, que lo persigue y que amenaza con meterse nuevamente en sus oídos si él cesa de acallarlo con el sonido de sus propias palabras. Sabina lo escucha rígidamente inmóvil, no lo interrumpe nunca, pero él siente que ella no entiende nada de lo que le oye decir, lo puede leer claramente en el vacío de sus ojos que miran siempre hacia el mismo punto lejano que ciertamente debe representar algo en que tampoco ella puede dejar de pensar.
Los dedos de ella sólo responden a la presión de los suyos después de largos minutos, de su corazón ya no le llega eco alguno; él trata de arrojar a ambos en el torbellino de la pasión para hallar así el camino que los devuelva a los días que quedaron detrás de aquel suceso y también un punto de partida para una existencia nueva. Sabina se deja estar entre sus brazos como sumida en un profundo sueño, y él ve crecer con espanto su vientre embarazado, donde un niño va cobrando vida, para dar testimonio de un asesinato.
Duerme pesadamente y sin sueños, pero ni aún así llega el olvido; no es más que un hundirse en una soledad sin límites, en la que incluso el cuadro de la desgracia desaparece de la vista dejando atrás nada más que una sensación de angustia que le atormenta el pecho. Es como si se obscurecieran de pronto todos los sentidos, es la misma sensación que la del hombre, que con ojos cerrados espera que con el próximo latido de su corazón le llegue el golpe de hacha del verdugo.
Cada mañana, cuando despierta, Leonhard se propone firmemente escapar de la prisión en que lo encierran sus recuerdos; rememora las palabras de su padre que lo instaban a buscar un punto fijo dentro de él…, pero entonces su mirada cae sobre la cara de Sabina, ve como trata de sonreírle sin conseguir en sus labios otra cosa que una tiesa mueca, y de nuevo comienza la loca huida de sí mismo.
Resuelve despedir a la servidumbre, no queda nadie más que el viejo jardinero y su mujer; pero ahora es el acecho de la soledad el que aumenta su tormento, el fantasma del pasado está cada vez más vivo.
No es ni su conciencia ni el sentirse culpable de una acción sangrienta lo que hace de Leonhard un ser tan desgraciado… nunca sintió remordimiento; el odio a la madre sigue siendo tan intenso como el día en que murió el padre; pero el que ahora esté nuevamente presente en todas partes como una sombra invisible, interponiéndose entre él y Sabina como un espectro informe e indomable, el que tenga que sentir constantemente esa mirada terrible fija en él y que tenga que llevar siempre consigo la escena de la capilla como una llaga supurante, eso es lo que lo atormenta hasta perder la razón.
Él no es de los que creen que los muertos pueden hacer su aparición sobre la tierra, pero ahora constata con espanto que pueden seguir viviendo de una manera mucho más terrible, sin ningún tipo de disfraz o de envoltura, como mera influencia del diablo contra la cual no hay protección posible, ni puerta ni cerrojo, ni maldición ni rezo; lo comprueba toda vez que mira a Sabina. Cada objeto de la casa despierta el recuerdo de su madre, no hay cosa que no esté contaminada por su mano, que no haga renacer en él minuto a minuto su aborrecida imagen; los pliegues de los cortinados, las arrugas de la ropa, las vetas de la madera, las rayas y puntos de las baldosas… cuanto ve adopta la forma de su rostro; el parecido con sus propios rasgos lo asalta cada vez que se mira en el espejo, los latidos de su corazón se congelan de puro miedo a que pueda suceder lo imposible; que el semblante de él se convierta de pronto en el de ella…, que tenga que cargar con esa cara hasta el fin de su vida como una siniestra herencia.
El aire está preñado por su asfixiante y espectral presencia; el crujido de las maderas del entarimado suena como provocado por el paso de sus pies; no logran espantarla ni el calor ni el frío, ya sea en otoño o en los gélidos días de invierno, aunque sople la brisa suave de la primavera, todo no hace más que rozar la superficie, no hay estación del año ni transformación externa que pueda borrarla, ahuyentarla; su búsqueda en pos de una imagen nítida, corpórea, es ininterrumpida, su meta es hacerse visible, hallar una forma concreta y perdurable.
Leonhard está íntimamente convencido —y siente ese peso como el de una roca inmensa— de que esta aspiración de su madre muerta se verá cumplida un día, aunque no pueda imaginar cómo ni cuándo habrá de ser.
Sólo su propio corazón puede darle la ayuda que pide ya que, así por fin lo ha entendido, el mundo exterior está confabulado con ella. Pero la semilla que alguna vez su padre intentara sembrar en su alma parece haber marchitado; el breve momento de alivio y sosiego que sintiera entonces ya no se vuelve a repetir nunca más; por mucho que se esfuerza en revivir aquel estado de ánimo, sólo consigue convocar sensaciones banales e insípidas que son como flores de papel que carecen de perfume y se sostienen sobre horribles tallos de alambre.
Leonhard intenta insuflarles vida leyendo libros que puedan anudar el lazo espiritual que lo une con su padre; pero los ecos que él aguarda siguen callados, todo continúa siendo nada más que un laberinto de conceptos.
Escarbando con el viejo jardinero bajo el montón de tomos apilados cae en sus manos una serie de extraños objetos: pergaminos cubiertos con escrituras cifradas, imágenes que representan un macho cabrío con cara de hombre y cuernos de diablo y caballeros con capas blancas, las manos juntas, como en oración, cubriéndoles el pecho una cruz, cuyas extremidades representan cuatro piernas humanas, que con las rodillas formando el vértice de un ángulo recto, parecen estar corriendo en la misma dirección que las agujas del reloj. «Es la cruz satánica perteneciente a la orden del Temple», le explica de mala gana el jardinero; un pequeño retrato borroneado por el tiempo mostrando a una matrona con un vestido muy pasado de moda y que según reza el nombre que se halla bordado con cuentas de colores, es su abuela… con dos niños sentados en su regazo, un niño y una niña, cuyos rasgos son tan extrañamente familiares que no puede apartar por largo tiempo la mirada de ellos, y entonces nace en él la vaga sospecha de que deben ser sus propios padres aunque toda evidencia indique que se trata de hermanos.
El súbito desasosiego en el rostro del anciano, el modo en que esquiva su mirada y simula no haber oído la pregunta acerca de quiénes son esos dos niños, refuerzan en Leonhard la sospecha de que está a punto de descubrir un secreto que le atañe a él directamente.
En el mismo estuche del retrato encuentra también un atado de cartas amarillentas; Leonhard se apodera de ellas y resuelve leerlas ese mismo día.
Es la primera noche, después de mucho tiempo, que pasa sin Sabina; ella se siente demasiado débil, prefiere estar sola, se queja de dolores.
Leonhard se pasea en la estancia en que murió su padre, camina impaciente de un rincón a otro; las cartas están sobre la mesa… quiere comenzar a leerlas…, pero hay algo, no sabe qué, que lo decide a postergar el temible momento una vez más.
Lo estrangula una angustia nueva e incierta, y es como si alguien estuviera detrás de él amenazándolo de muerte; sabe que esta vez no es la presencia intangible y fantasmal de su madre la que le hace brotar de sus poros el sudor del miedo… son las sombras de un pasado lejano que está íntimamente ligado a esas cartas y que ahora lo acechan para arrastrarlo a él también hasta las profundidades de su reino.
Se acerca a la ventana, mira hacia afuera: todo es silencio de muerte alrededor; dos estrellas están muy juntas en la parte sur del cielo, su aspecto le resulta particularmente extraño, lo excita y no sabe por qué… es como un presentimiento de que algo muy grave está por ocurrir de un momento a otro; esas dos estrellas se le antojan las puntas luminosas de dos dedos dirigidos hacia él.
Se vuelve nuevamente hacia el interior de la habitación, las llamas de las dos velas que están sobre la mesa aguardan inmóviles cual dos amenazadores mensajeros procedentes del más allá; parecería que su resplandor viniera de muy lejos… de un lugar en que ninguna mano mortal podría haberlas colocado; imperceptiblemente se va acercando la hora, y en silencio, como cae la ceniza, las agujas del reloj siguen girando.
Leonhard cree haber oído un grito proveniente de la parte baja del castillo; escucha: el silencio es total.
Lee las cartas: delante de él se va desarrollando la vida de su padre; es la lucha de un espíritu indomable que se rebela contra todo lo que es ley; Leonhard descubre a un titán que no tiene ninguna semejanza con el anciano quebrantado en su silla de ruedas; lo que puede ver ahora es la figura de un hombre capaz de pasar por encima de cadáveres si fuese necesario, y que al igual que todos sus antepasados, se ufana de ser un caballero de los templarios legítimos que ensalzan a Satanás como al verdadero creador del universo y que consideran la sola palabra «misericordia» como un oprobio irreparable. Entremezcladas con las cartas hay páginas de un diario que describen los tormentos de un alma sedienta y que insinúan la impotencia de un espíritu vacilante roído por las polillas de la vida cotidiana, y que ve una única salida: tomar el camino de regreso por una senda que conduce hacia la obscuridad total pasando por todos los abismos hasta terminar fatalmente en locura, y que, por consiguiente, niega toda tentativa de retorno.
A través de todo ello puede seguirse, como trazada por un hilo rojo, la huella dejada por todo un linaje, que en este caso ha sido hostigado durante siglos hasta llegar a cometer crimen tras crimen… un legado siniestro que va pasando de padres a hijos y que los condena a no tener paz interior, nunca, pues siempre habrá una mujer, ya sea la madre, la esposa o la hija, ya sea como víctima de un hecho de sangre o como instigadora del mismo, que obstruirá el camino que conduce al reposo espiritual; mas también siempre habrá momentos, después de períodos de honda desesperación, en que brille la esperanza con la misma luminosidad de una estrella invencible: «A pesar de todo sabemos que habrá uno de nuestra casta que permanecerá erguido, que pondrá fin a esta maldición y que merecerá el titulo y la corona de Maestro».
Con la sangre atropellándosele en las venas, Leonhard se va enterando de la gran pasión de su padre por… su propia hermana y de episodios que le permiten descubrir que él, Leonhard, es fruto de esa unión, y no solamente él… ¡también Sabina!
Ahora entiende cómo es posible que Sabina no sepa quiénes son sus padres, y el hecho de que no exista indicio alguno que delate su verdadero origen; ve cómo el pasado va cobrando vida y comprende: es su mismo padre quien trata de protegerlo al disponer que Sabina se eduque como una simple campesina —como una sierva de la condición más baja—, para que ambos, hijo e hija, no corran nunca el peligro de saberse producto de un incesto, aun en el caso en que se repitiera en ellos la maldición de sus mayores y se unieran, a su vez, como marido y mujer.
A Leonhard le es revelado todo, palabra por palabra, a través de una carta de su padre, quien lleno de temor le escribe a su futura esposa para instarla a que no delate su secreto y tome todos los recaudos necesarios para impedir cualquier descubrimiento futuro, y que por lo tanto queme esa carta.
Conmovido, Leonhard intenta apartar sus ojos pero algo lo obliga a seguir leyendo, lo atrae como un imán… presiente que aún le quedan cosas por saber que, según teme, se asemejan a los hechos que sucedieron en la capilla y que van a conducirlo hasta los extremos mismos del espanto cuando se entere de ellas. Súbitamente, con la claridad que produce el rayo que rasga las tinieblas, se le revela a través de todo lo sabido la perfidia de una fuerza enorme y demoníaca, que oculta tras la máscara de un destino implacable, se ha propuesto destrozar metódicamente su vida disparando una flecha envenenada tras otra desde un escondrijo invisible hasta que caiga vencido, quebrada ya la última fibra de su confianza y de su espíritu, sin otra alternativa que la de someterse al mismo destino de sus antepasados. Un sentimiento bestial lo invade, hace presa de él, sostiene la carta en la llama de la vela hasta que la última particula de papel amenaza con quemarle la yema de los dedos, y en sus entrañas lo quema un rencor salvaje e irreconciliable contra el monstruo satánico en cuyas manos se halla la dicha y la desgracia de los seres. En sus oídos resuena el milenario grito de venganza lanzado por tantos linajes sucumbidos bajo el golpe del destino, cada uno de sus nervios se convierte en un puño, su alma es un solo grito de combate.
Siente que debe realizar algo enorme que estremezca cielo y tierra, siente que tras suyo se halla apostado un infinito ejército de muertos, las miríadas de ojos clavados sobre él, a la espera de un solo movimiento de su mano: para seguirlo a él que está vivo y que es el único que los puede conducir a la batalla para derrotar al enemigo común.
Tambaleando bajo los golpes de esa oleada de fuerza que se arroja sobre él, se levanta, mira a su alrededor: ¿qué, qué, qué hacer primero? ¿Incendiar la casa, despedazar su propio cuerpo, salir cuchillo en mano y derribar todo lo que se cruce en su camino?
Cualquiera de estas acciones se le antoja diminuta; la conciencia de su propia pequeñez lo abruma, pero se rebela contra ella con juvenil obstinación, intuye una mueca burlona que lo observa desde todos los lugares de aquella estancia y que lo aguijonea y estimula nuevamente.
Intenta hacer gala de sensatez ante sí mismo… emula el gesto del guerrero experto y prudente; se llega hasta el arcón del dormitorio, llena sus bolsillos con oro y joyas, toma su capa y su sombrero, sale y atraviesa la niebla de la noche sin una sola despedida, el pecho invadido por planes confusos e infantiles: irá sin meta por el mundo para retar y vencer al amo del destino.
El castillo desaparece a sus espaldas entre las brumas blanquecinas; quiere evitar pasar delante de la capilla pero no puede, el hechizo que ejerce sobre él la maldición que pesa sobre todo su linaje no lo suelta… lo intuye, lo presiente; se obliga a sí mismo a seguir siempre derecho hacia adelante, durante horas, pero el espectro del recuerdo se mantiene a su lado, paso a paso; el negro follaje de los árboles se alza y vuelve a caer, aquí y allá, lo mismo que la puerta trampa; de pronto se atormenta pensando en la suerte de Sabina: sabe que es lazo maldito que le tiende la sangre materna —la misma que recorre sus propias venas— el que pretende frenar sus ímpetus y apagar el joven fuego de su entusiasmo bajo una gris ceniza insípida; se defiende con todas sus fuerzas, sigue caminando a tientas, de tronco a tronco, hasta que a lo lejos divisa una luz que oscila en el aire a la altura del tamaño de un hombre, corre hacia ella, la pierde de vista, la ve otra vez brillar entre la niebla, cada vez más cerca, con la seducción de un fuego fatuo; es como una senda que lo obliga a seguir su trazo, zigzagueando de izquierda a derecha.
Un grito apagado y misterioso, apenas perceptible, atraviesa trémulo la noche.
Súbitamente, se alzan ante Leonhard altos y negros muros en medio de las sombras, ve una ancha puerta abierta y reconoce… su propia casa.
Todo no ha sido más que una larga caminata en círculo alrededor del castillo, en torno al punto de partida.
Entre exhausto y vencido, baja el pomo de la puerta que conduce al cuarto de Sabina, y de pronto lo atrapa la gélida, mortal e incomprensible certidumbre de que en esa habitación está su madre en persona, de carne y hueso, un cadáver devuelto a la vida que allí lo está esperando.
Quiere volverse, refugiarse nuevamente en la obscuridad de la noche, no puede: una fuerza irresistible lo obliga a abrir la puerta.
Adentro yace Sabina, desangrada, con los ojos cerrados, blanca como un lienzo, y delante de ella se agita el cuerpo desnudo de una criatura recién nacida —una niña— con la cara arrugada y la mirada vacía e inquieta; en su frente hay una señal sangrienta… es, rasgo por rasgo, el vivo retrato de la mujer asesinada en la capilla.
Maese Leonhard ve a un hombre corriendo por los campos con la ropa desgarrada por espinas: es él mismo, tal como se lo viera huyendo horrorizado del castillo, arrojado de su propia casa por la firme mano del destino… exento ahora del vanidoso deseo de realizar grandezas…
En su memoria, la mano del tiempo va construyendo una ciudad tras otra: obscuras y luminosas, grandes y pequeñas, insolentes y timidas, y una tras otra las vuelve a demoler; ahora aparecen ríos semejantes a largas serpientes plateadas, y grises estepas, y un traje de arlequín hecho de campos cultivados, verdes, marrones y morados; carreteras polvorientas, álamos puntiagudos, praderas aromáticas, animales que pastan y perros que mueven felices la cola; Cristos en los cruces de los caminos, blancos mojones; gentes, jóvenes y viejos; lluvias, los brillos del rocío, los ojos dorados de un sapo que se asoma desde un charco, herraduras con clavos oxidados, cigüeñas de una sola pata, cercos descascarados, flores amarillas, cementerios y nubes de algodón, el vapor de las alturas y el fuego de las fraguas; imágenes que vienen y se van —como el día y la noche— desapareciendo en el olvido y volviendo a aparecer como niños jugando al escondite… cada vez que un olor, un eco o una voz muy queda las reclama…
Junto a Leonhard van pasando países, fortalezas y castillos, lo acogen cordialmente, el nombre de su linaje es bien conocido, lo tratan con amistad y con recelo.
Habla con los habitantes de las villas, con los vagabundos, buhoneros, soldados y sacerdotes; dentro suyo, la sangre de su madre lucha con la sangre de su padre; lo que hoy lo llena de maravillado asombro reflejando la cola multicolor de un pavo real hecha de miles de particulas de cristal, se le antoja mañana gris y vano, según cual de sus padres obtenga su respectiva victoria temporaria… después retornan otra vez las espantosas horas en que ambas corrientes de vida se confunden y le permiten revestirse nuevamente con su propio yo, y entonces surgen otra vez los antiguos terrores que alberga su memoria y él vuelve a seguir —sordo, ciego y mudo— su camino, paso tras paso, envuelto en las marañas del pasado… entonces puede ver, Reflejada entre pupila y párpado, la cara anciana de la recién nacida, las inmóviles y vigilantes luces de aquellas dos estrellas que estaban esa noche tan juntas en el cielo, la carta, el castillo huraño y sórdido, Sabina muerta y sus blanquísimas manos cadavéricas, oye el balbuceo de su padre moribundo, el rumor de la seda del vestido de su madre y el crujir de un cráneo que se parte.
De tanto en tanto vuelve a hacer presa de él el temor de estar caminando —como aquella otra vez— en círculo… Todo bosque que conoce en el extranjero amenaza con convertirse en el parque familiar, detrás de cada muro puede hallarse su propia casa, las caras con que se cruza se parecen cada vez más a las de los criados y criadas de su juventud; se refugia en las iglesias, pernocta al aire libre, deambula detrás de procesiones, se emborracha en tabernas junto a prostitutas y ladrones, con el intento siempre de ocultarse de los ojos acechantes del destino para que nunca más lo pueda encontrar. Resuelve convertirse en monje: el abate del monasterio se escandaliza cuando oye su confesión y el nombre de su casta, sobre la que pesa la maldición de los Caballeros del Temple; se arroja de cabeza en el torbellino de la vida, pero ésta lo rechaza; sale en busca del diablo; el mal está en todas partes pero no le es imposible hallar a su instigador; lo busca en su propio yo, y en ese mismo instante su propio yo desaparece… sabe: tiene que estar en alguna parte ya que él no deja de sentirlo en ningún momento, aquél que busca es otro cada día, es como un arco iris que se deshace en el aire en cuanto trata de atraparlo con la mano.
Donde quiera que mire ve la sombra de la cruz de Satanás formada por cuatro piernas humanas que corren: en todas partes los seres procrean sin sentido, lo mismo crecen y sin sentido mueren; siente que el seno del que surge ese padecimiento interminable podría hallarse oculto detrás de ese molino de viento que se mueve eternamente, pero la ceniza en torno de la cual giran sus aspas permanece inasible para él, cual si fuere un mero punto geométrico.
Por el camino ve un fraile mendicante, Leonhard se le une; ora con él, ayuna con él y es casto como él; los años van cayendo como las cuentas de un rosario, nada cambia, ni por dentro ni por fuera, pero el sol parece más opaco.
Como siempre, a los pobres se les quita y a los ricos se les da; cuanto mayor la vehemencia con que mendiga pan, más son las piedras que le brinda el día… los cielos permanecen duros como el acero azul.
El viejo e indoblegable odio hacia ese enemigo invisible de los hombres que logra disponer de sus destinos, vuelve a estallar en Leonhard.
Escucha al fraile predicar acerca de la justicia y de los tormentos del infierno que sufren los condenados para siempre: le suena a canto de gallo endemoniado… lo oye encolerizarse contra la impía Orden del Temple, que habiendo sido quemado mil veces en la hoguera, mil veces alza —inmune a la muerte— su cabeza y se extiende —tenaz y secreto— por el mundo entero, continuando su existencia inacabable.
Es la primera vez que Leonhard se entera de algo más preciso sobre la fe de los templarios: tienen dos dioses, uno superior, alejado de los seres, y uno inferior, Satanás, que a cada hora vuelve a crear el universo para llenarlo cada vez con más horrores y hacerlo más abominable cada día, hasta que el mundo quede ahogado finalmente en su propia sangre; sobre esos dos dioses se alza un tercero— en Baphomet— un ídolo de cabeza dorada y tres semblantes.
Estas palabras se graban en él como si fuesen lenguas de fuego las que hablaran.
Le es imposible poder llegar hasta las profundidades sobre las que el sentido de tales palabras se tiende como una oscilante alfombra de musgo, pero sabe —siente— con certeza inquebrantable, que este es el único camino que debe seguir para escapar de sí mismo: el Orden del Temple le tiende los brazos… es la herencia de los antepasados a la que ningún hombre puede sustraerse.
Abandona al monje.
Otra vez lo rodean las legiones de muertos que le gritan un nombre hasta que sus propios labios lo repiten y él logra entenderlo —sílaba por sílaba— tal como lo pronunciara su boca… es como si naciera, igual que un árbol, desde el fondo de su corazón, un nombre que le resulta totalmente extraño y que, no obstante, está íntimamente ligado con todo su ser, un nombre que viste de púrpura y lleva corona, que lo obliga a repetirselo a sí mismo constantemente en voz baja, del que no se puede defender, cuyo ritmo: Ja-co-bo-de-Vi-tria-co marca el paso de sus pies caminando sobre el suelo.
Poco a poco ese nombre se convierte para él en una suerte de guía fantasmal que lo precede, ora como legendario Gran Maestre de los Caballeros del Temple, ora como una informe voz interior.
Del mismo modo en que una piedra lanzada al aire cambia de pronto su recorrido para caer al suelo con velocidad creciente, así, de súbito, ese nombre significa para Leonhard un cambio de todos sus deseos, y es entonces que lo comienza a devorar, la poderosa, inexplicable necesidad de conocer a su dueño, y es al cumplimiento de ese único deseo ineludible que ahora se dirigen todos sus pensamientos, todas sus acciones.
A veces podría jurar que el nombre le resulta totalmente nuevo, hasta que poco más tarde cree recordar con toda claridad que lo ha encontrado escrito en un libro de su padre, donde figura como cabeza suprema de la Orden; de nada sirve que se repita una y otra vez que es inútil preguntar en esta tierra por el Gran Maestro de Vitriaco, quien debió pertenecer a otro siglo y sus huesos deben estar pudriéndose desde hace mucho en una fosa; pero la razón ya no tiene poder alguno sobre el ansia de encontrar: la cruz de las cuatro piernas se adelanta a su paso corriendo, invisible, y lo arrastra tras él.
Busca en los archivos nobiliarios de los ayuntamientos, pregunta a los entendidos en heráldica, a nadie encuentra que conozca el nombre.
Finalmente, en la biblioteca de un monasterio da con el mismo libro de su padre, lo lee página por página, línea por línea: el nombre Vitriaco no se encuentra en él.
Ahora duda de su propia memoria, todo su pasado oscila; pero el nombre Vitriaco queda, como único punto fijo, firme como una roca.
Ha resuelto desalojarlo para siempre de su mente, se fija una ciudad determinada como meta y al otro día oye un llamado que le llega de otra parte, de un lugar cualquiera, y que suena vagamente como Vi-tria-co, y sus pasos se apartan del camino inicial y toman otra calle; una torre de iglesia en el horizonte, la sombra de un árbol, el brazo de un indicador de millas, todo se convierte, por donde quiera imponerse a sí mismo la obligación de dudar, en el dedo que guía su marcha hacia el lugar en que vive el misterioso Gran Maestre de Vitriaco.
En una posada conoce a un curandero ambulante y comienza a alentar la vaga esperanza de que pueda tratarse de la persona que anda buscando, pero el curandero se hace llamar… doctor Schrepfer. Es un hombre con pequeños y brillantes dientes de conejo, tez obscura y ojos vivaces, y parece no haber nada en la tierra que él no sepa, ningún lugar que él no conozca, ningún pensamiento que no adivine, ningún corazón cuyos abismos más profundos no pueda sondear, ninguna enfermedad que no pueda curar, ninguna lengua que calle cuándo él dispone que hable, ninguna moneda que no se halle a su alcance.
Las muchachas se agolpan a su alrededor para que les prediga el futuro por medio de las cartas o las líneas de las manos; todos enmudecen cuando les adivina el pasado y se alejan en silencio arrastrando los pies.
Leonhard permanece toda la noche a su lado bebiendo; en su ebriedad lo asalta por momentos la idea de que no es un ser humano el que se encuentra sentado frente a él. Por instantes sus rasgos se borran hasta que no se ve más que el brillo de los dientes y detrás de éstos se van formando palabras que son por momentos como el eco de lo que él mismo está diciendo… cuando no una respuesta a preguntas aún no formuladas.
Parecería que el hombre pudiera leer sus deseos más íntimos: siempre lleva la conversación más intrascendente al tema de los templarios. Leonhard quiere sonsacarle si sabe algo de un tal Vitriaco, pero todas las veces, a último momento, cuando casi ya es demasiado tarde, lo detiene una profunda sensación de desconfianza y el nombre se quiebra entre sus labios.
Siguen viaje juntos, adonde el azar los vaya llevando, de una romería a otra.
El doctor Schrepfer come fuego, traga sables, convierte agua en vino, se atraviesa la lengua con dagas sin derramar una sola gota de sangre, cura delirios, cicatriza llagas, convoca fantasmas, embruja a hombres y animales.
Leonhard no pierde de vista el hecho de que el hombre es un embustero, que no sabe leer ni escribir pero, sin embargo, realiza milagros; los paralíticos arrojan sus muletas y bailan, las parturientas dan a luz en cuanto sienten el contacto de su mano, los ataques de epilepsia cesan, las ratas salen corriendo en bandadas de las casas y se arrojan al agua. Leonhard no puede separarse de él, está bajo su hechizo y aún se cree libre.
Apenas la esperanza de que este hombre lo llevará hasta el Gran Maestre Vitriaco amenaza extinguirse, la vuelve a reavivar una palabra cualquiera que parece ocultar un doble sentido, y otra vez las cadenas quedan echadas.
Todo lo que el saltimbanqui dice suena como una discrepancia: rechaza a la gente con violencia y así logra ayudarla; miente y sus palabras albergan la mayor de las verdades; dice la verdad, y tras ella se asoma burlona la mentira; fantasea sin el menor sentido y sus palabras se convierten en profecías; predice cosas que, según él, le dictan las estrellas: se cumplen, aunque de astrología no sepa absolutamente nada; prepara medicinas de yerbas totalmente inocuas: producen el resultado prometido; se ríe de los crédulos y es más supersticioso que una vieja campesina; se burla de los crucifijos y se santigua cuando un gato negro se cruza en su camino, cuando le hacen preguntas las contesta insolentemente con las mismas palabras de su interlocutor, y en su boca se convierten en las respuestas que dan exactamente en el clavo.
Leonhard observa con creciente asombro que en este instrumento terrenal se revela una maravillosa fuerza; poco a poco cree adivinar la clave del misterio: si se limita a ver solamente al mentiroso, todo lo que oye de sus labios se vuelve un disparatado devaneo, pero si uno se vuelve hacia esa fuerza invisible que se refleja en el doctor Schrepfer como los rayos del sol en un charco, el curandero charlatán se convierte de inmediato en un vocero y de su boca pugnan por brotar fuentes de la verdad más viva.
Leonhard se arriesga a hacer una tentativa, se sobrepone a su desconfianza, pregunta al hombre sin mirarlo a la cara —como si se dirigiera a las nubes violetas y purpúreas del atardecer— si conoce el nombre de Jacobo de…
«Vitriaco», complementa el otro la pregunta, y se queda callado como sumido en éxtasis, hace una profunda reverencia hacia Occidente, adopta una expresión solemne y declama en voz baja y temblorosa que ha llegado por fin la hora de la resurrección, que él mismo es un templario cuya misión consiste en indicar, a los que van tanteando a través de las intrincadas sendas de la vida, aquella que conduce hacia el Maestro.
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