Describe con un aluvión de palabras las maravillas que aguardan a los elegidos, el resplandor que rodea los rostros de los hermanos y los libera de todo remordimiento, contrición o penitencia, venga del incesto o de cualquier otro pecado, convirtiéndolos en cabezas de Jano, con sus miradas puestas en dos mundos, de eternidad en eternidad, testigos inmortales del más acá y del más allá… cual dos gigantescos peces escapados para siempre de la red de la temporalidad, que nadan en el océano de la existencia, inmortales, acá y allá, hasta la eternidad.
Luego señala extasiado las cimas azuladas de una cadena de montañas que se dibujan en el horizonte: allí adentro, en las mismas profundidades de la tierra, rodeado por altísimas columnas, se alza el santuario del orden del Temple, construido de dólmenes, donde una sola vez por año, en medio de las sombras de la noche, se reúnen los discípulos de la cruz de Baphomet… los elegidos del dios inferior que rige a los seres, tritura a los débiles y eleva a los fuertes a la condición de hijos suyos. Sólo quien sea un verdadero caballero, un sacrílego de la cabeza a los pies, bautizado en las llamas de la insurrección espiritual, y no uno de aquellos que retroceden gimoteando temblorosos ante el pecado mortal y que se castran sin cesar con el cuento del Espíritu Santo, que en resumidas cuentas también es su propio yo, puede aspirar a la reconciliación con Satanás —el único ungido entre todos los dioses—, sin la cual no se puede aspirar nunca a salvar la desavenencia entre el deseo y el designio.
Leonhard escucha todo este discurso ampuloso con un sabor desagradable en la boca; de estas fantasías falaces se desprende algo monstruoso: allá en medio de un bosque de tierras alemanas existiría un templo oculto… pero el tono fanático que vibra en aquellas palabras acalla sus propios pensamientos cual el sonido ensordecedor de un órgano, deja que de él sea lo que el doctor Schrepfer disponga, se quita los zapatos, juntos encienden un fuego, las chispas salpican la obscuridad de la noche de verano, bebe de un tazón el repulsivo brebaje que el otro le prepara con quién sabe qué yerbas para purificarlo.
«¡Lucifer, tú que padeces injusticias, yo te saludo!», tal es el santo y seña que debe recordar. Leonhard escucha las frases; las sílabas le parecen estar extrañamente separadas, dispersas como pilares de piedra, algunas le suenan muy lejanas, otras, en cambio, parecen estar casi pegadas a su oído; de pronto dejan de ser meros nidos, se convierten en columnas y forman galerías… con la misma naturalidad con que en sueños las cosas se nos antojan capaces de convertirse unas en otras, siendo absorbidas a veces las más grandes por las mucho más pequeñas.
El curandero lo toma de la mano, caminan —según parece— durante un largo, largo trecho… a Leonhard le arden las plantas de los pies, siente como los terrones de tierra se van deshaciendo bajo el peso de su cuerpo.
Entre las sombras de la noche, las elevaciones del terreno se funden en figuras suaves y esponjosas.
Momentos de duda se alternan sucesivamente con otros de confianza inquebrantable, es como la certeza de que algo de cierto debe esconderse detrás de las palabras de su guía… y es ella la que finalmente gana la batalla.
Luego vienen momentos de extraña exaltación, tras los que —cada vez que tropezando con alguna piedra— retoma el curso de la realidad, su cuerpo avanza como guiado por un antiguo sueño; el sobresalto producido queda olvidado de inmediato, y entre cada despertar se intercalan períodos vacíos y larguísimos que expulsan del presente todos sus recelos para darles cabida en época de un pasado muy lejano.
El camino se hunde.
Anchos escalones sonoros se precipitan hacia abajo.
Leonhard sigue adelante, tanteando a lo largo de frías y lisas paredes de mármol… está solo, quiere buscar a su acompañante…. cuando el sonido de trompetas, atronadoras como si llamaran a la resurrección, casi lo dejan sin conocimiento… Los huesos le vibran en el cuerpo, ante sus ojos la noche parece partirse en dos: el clamor de las fanfarrias se convierte súbitamente en una luz deslumbrante… se halla parado en una blanca construcción abovedada.
En medio del recinto, muy cerca suyo, se balancea libremente una cabeza dorada con tres caras; la del centro le parece —al mirarla ligeramente de frente— igual a la suya pero mucho más joven, y en ella se refleja la expresión de la muerte a pesar de que el brillo del metal, tan fuerte que hace imposible ver con precisión los rasgos, irradia el influjo indestructible de la vida; pero no es la máscara de su juventud lo que Leonhard busca, él quiere ver a toda costa los otros dos rostros vueltos hacia las sombras, quiere conocer sus expresiones, pero cada vez que lo intenta ellos se lo impiden: la cabeza dorada gira al mismo tiempo en que él trata de rodearla, de modo que se enfrenta siempre con la misma cara.
Leonhard atisba a su alrededor tratando de adivinar cuál es la magia extraña que pone en movimiento esa increíble cabeza, cuando de pronto ve que la pared del fondo se vuelve transparente como un vidrio y que del otro lado está, con los brazos abiertos, harapiento, jiboso, las anchas alas del sombrero cubriéndole los ojos, inmóvil como la misma muerte, parado sobre un montículo formado por esqueletos humanos entre los cuales brotan unas pocas briznas de hierba… el amo del mundo en persona.
Las trompetas enmudecen.
La luz se extingue.
La cabeza dorada ha desaparecido.
Sólo permanece el reflejo macilento de la putrefacción que envuelve a la imagen recién aparecida.
Leonhard siente que un creciente entumecimiento va recorriendo su cuerpo paralizando cada uno de sus miembros, su sangre queda como coagulada, el latido de su corazón es cada vez más lento y finalmente se para por completo.
Lo único que todavía le permite decir «yo» es una sola y diminuta chispa en un lugar impreciso de su pecho.
Las horas se van escurriendo como gotas perezosas y se dilatan hasta formar interminables años.
Imperceptiblemente, el contorno de la imagen va adquiriendo realidad: bajo el tenue hálito gris del amanecer las manos extendidas se encogen lentamente hasta convertirse en muñones de madera putrefacta, las calaveras van cediendo vacilantes su lugar a las piedras redondas del camino cubiertas de polvo…
Leonhard se levanta trabajosamente; ante él se yergue amenazante, cubierto con harapos, la cara hecha de vidrios rotos, un… triste espantapájaros jiboso.
Los labios le arden de fiebre, su lengua está reseca; a su lado todavía esparcen un débil resplandor las cenizas del fuego de leña bajo el jarro que contiene los restos del brebaje ponzoñoso. El curandero se ha ido…. y con él su último peculio; pero Leonhard sólo percibe a medias todas estas cosas: las impresiones recibidas durante la noche aún alborotan demasiado en su conciencia; si bien es cierto que ese espantapájaros ya no es más el amo del mundo, también lo es que el amo del mundo ya no es más un lamentable espantapájaros, temible sólo para los miedosos, implacable sólo con los suplicantes, cubierto con la investidura de tiranos sólo para aquellos que prefieren ser esclavos y lo ven rodeado con el nimbo del poder… una deplorable caricatura a los ojos de los que son libres y orgullosos.
El secreto del doctor Schrepfer queda repentinamente revelado: el misterioso poder que irradia su ridícula persona no le pertenece a él ni a nadie que se oculte detrás de él cubierto con un manto que lo torne invisible. Es ni más ni menos que la mágica fuerza de los crédulos que no se atreven a creer en sí mismos y mucho menos hacer uso de esa fuerza por su propia cuenta y riesgo, teniendo por lo tanto que trasmitirsela a un fetiche —ya sea un hombre, un dios, una planta, un animal o el mismo diablo— para que su reflejo les sea devuelto milagrosamente; y es también la vara mágica del verdadero señor del mundo, del yo más profundo y omnipresente que todo lo devora, la fuente que sólo puede dar y nunca recibir sin convertirse en un impotente «tú», el yo bajo cuyo mandato el espacio debe desgarrarse y el tiempo convertirse en el rostro de un presente interminable; es la corona imperial del espíritu, pecar contra ella es el único delito que no se puede perdonar; es el poder que se anuncia a través del círculo luminoso de un presente mágico e indestructible, que lo absorbe todo hasta su fundamento original.
Dioses y seres, pasado y futuro, sombras y demonios, transcurren y se esfuman dentro de esa misma fuerza. Es el poder que no conoce límites y que más se hace sentir en el que a su vez es el más fuerte y el más grande; es la fuerza que siempre está adentro y nunca afuera… y que convierte todo lo que permanece afuera rápidamente en un espantapájaros.
En Leonhard se cumple la predicción del curandero en todo lo que al perdón de los pecados se refiere y no hay palabra que no se hiciera verdad; el maestro ha sido hallado: lo es el mismo Leonhard.
Del mismo modo en que un pez grande logra abrir un agujero en la red y escaparse, Leonhard se ha redimido a sí mismo de la maldición que pesaba sobre él desde sus ancestros… y es un redentor para todos aquellos que estén dispuestos a seguirlo.
Todo es pecado y nada lo es, todos los yo forman un yo común… esto ha quedado bien claro en su conciencia.
¿Dónde vive la mujer que no sea al mismo tiempo su hermana, cuál es el amor terrenal que no sea a su vez incesto, a qué ser —así fuese el más insignificante de los animalitos— puede matarse sin cometer matricidio y suicidio al mismo tiempo? ¿Qué otra cosa es su propio cuerpo que la herencia de miríadas de animales que vinieron antes que él?
No existe nadie que pueda disponer del destino sino ese único e inmenso yo que se refleja en innumerables espejos —grandes y pequeños, claros y opacos, malos y buenos, tristes o alegres— sin ser afectado ni por el dolor ni por la alegría, permaneciendo en el pasado y en el futuro como un presente perenne, al igual que el sol no se ensucia ni se arruga aunque quede reflejado en una charca o nade sobre olas encrespadas, sin sumergirse en el pasado ni emerger del futuro, por más que se evaporen todas las aguas y otras nuevas se formen de la lluvia: no hay nadie que disponga del destino sino el grande yo común; el origen, esa cosa que es la causa primitiva.
¿Dónde hay espacio, pues, para el pecado? Ese enemigo taimado e invisible que arroja flechas envenenadas desde las sombras, ya no existe; los demonios y los ídolos quedaron destruidos… muertos como los murciélagos aniquilados por la luz.
Leonhard ve a su madre muerta resucitar con sus gestos sin sosiego, a su padre, a su hermana y esposa Sabina: ya rió son más que imágenes, como lo es también el recuerdo de su propio cuerpo de niño, de joven y de hombre; sus verdaderas vidas son imperecederas y sin forma, lo mismo que su propio yo.
Se arrastra hacia el estanque que ha visto en las cercanías para refrescar su piel ardiente; ya no siente como suyos los dolores que desgarran sus entrañas, es como si fuesen de otro.
Ante la eterna presencia del alba, que a todo mortal se le antoja tan familiar como su propio rostro y que sin embargo resulta ser tan absoluta y definitivamente extraña como el semblante de uno mismo, se esfuman y desaparecen todos los espectros y se curan los males del cuerpo.
Y mientras contempla pensativo las blandas curvas de la orilla y las pequeñas islas cubiertas de juncos, lo asaltan nuevamente los recuerdos.
Y ve que está otra vez en el parque de sus años jóvenes.
¡Ha emprendido un largo viaje circular a través de las densas nieblas de la vida!
Una profunda paz se apodera de su corazón, el miedo y el espanto han quedado desterrados, se ha reconciliado con los muertos y los vivos y consigo mismo.
El destino ya no alberga más horrores para él, fueron borrados del pasado y del futuro.
De aquí en más, la dorada cabeza de la vida no posee sino una sola cara: el presente como sensación de una sagrada calma interminable le muestra su rostro eternamente joven; los otros dos permanecen ocultos para siempre como se oculta de la tierra la faz obscura de la luna.
El pensamiento de que todo lo que se mueve tiene que cerrarse inexorablemente hasta formar un círculo, y que también él forma parte de esa misma ley que hace que todos los cuerpos sean redondos y que así han de conservarse, adquiere para él algo infinitamente consolador; con claridad percibe la diferencia entre el símbolo satánico de las cuatro piernas humanas que corren incesantemente y el de la cruz serenamente erguida.
¿Vivirá aún su hija? Debe ser ya una mujer anciana, apenas veinte años menor que él.
Tranquilo y en paz consigo mismo emprende el regreso a casa; el camino de grava se cubre ahora con un manto multicolor de frutos caídos y flores silvestres, los abedules jóvenes se han convertido en gigantes robustos y nudosos que visten de claro, un negro montículo de escombros —atravesado aquí y allá por umbrelas grises de maleza— cubre la cima de la montaña.
Invadido por una emoción extraña camina por entre la escombrera que arde bajo el sol: un viejo mundo familiar emerge del pasado con renovado brillo, las partículas que encuentra esparcidas debajo el maderamen carbonizado se van ensamblando hasta formar un todo; un péndulo de bronce logra el retorno mágico del reloj marrón de su infancia a este presente resucitado, las miles de gotas de sangre vertidas en los viejos momentos de dolor y espanto se vuelven salpicaduras rojas en el plumaje del ave fénix de la vida.
Una manada de ovejas que un grupo de perros silenciosos espantara hasta formar un cuadro casi perfecto, baja por la pradera; Leonhard pregunta al pastor por los habitantes de aquel castillo, el hombre murmura algo acerca de una maldición y de una vieja, última habitante del lugar en ruinas —una bruja malvada que lleva una señal sangrienta en la frente, igual a Caín, y que vive abajo, en la carbonera— y continúa su camino con gesto adusto y paso apurado.
Leonhard entra en la capilla que ahora está oculta por la espesura del bosque; la puerta está desvencijada, en el lugar vacío sólo queda el reclinatorio dorado cubierto por el moho; las ventanas están empañadas, el altar y las imágenes sagradas sucumbieron bajo la acción destructora de la podredumbre, la cruz de la puerta trampa está a punto de ser devorada por el óxido; el moho lo ha invadido todo y le aúlla desde todas las junturas. Pasa su pie por la superficie de hierro, dejando al descubierto una sola franja de metal aún brillante que lleva una inscripción: «Construida por Jacobo de Vitriaco».
Las tenues telarañas que ligan unas con otras las cosas de esta tierra se desatan ante los ojos de Leonhard dando lugar a una singular revelación: el nombre sin importancia de un constructor extranjero que apenas se grabara en su memoria después de haber sido leído tantas veces durante su juventud y tantas otras veces olvidado, su acompañante invisible durante una ronda macabra entre las sombras de la noche —del cual creyó oír el llamado del maestro— está ahora a sus pies, convertido en un nombre indiferente a partir del mismo momento en que su misión ha terminado y cuando el secreto anhelo de volver a casa, al punto de partida, se ha visto cumplido.
Maese Leonhard contempla los restos de su vida cumplida como la de un ermitaño en medio de las marañas salvajes de la existencia; cubre su cuerpo con un silicio hecho de toscas mantas halladas entre las ruinas que quedaron del incendio, construye un hogar de ladrillos crudos.
Las siluetas de las personas que a veces se dejan ver por los alrededores de la capilla le parecen incorpóreas, igual que espectros; cobran vida recién cuando las incorpora en el círculo mágico de su yo, convirtiéndolas allí en inmortales.
Las formas de la existencia le son tan indiferentes como el rostro siempre cambiante de las nubes: múltiples y en el fondo nada más que vapor de agua.
Eleva su mirada por encima de las copas nevadas de los árboles.
Y otra vez, igual que entonces, en la noche aquella en que naciera su hija, hay dos estrellas muy juntas que brillan en el Sur del cielo, y que lo están mirando.
Antorchas se acercan a través del bosque.
Suena el metal de las guadañas.
Por entre los árboles vienen flotando rostros estremecidos por la cólera, se oyen voces cuchicheantes, la vieja jibosa de la carbonera está parada otra vez frente a la capilla, mueve sus brazos flacos como si fuesen aspas, señala la silueta diabólica que se dibuja en la nieve, llama a los supersticiosos campesinos, se acerca a la ventana y con ojos enloquecidos que brillan como dos estrellas verdes trata de espiar a través de los cristales empañados.
Sobre su frente arde un lunar rojo.
Maese Leonhard no se mueve, sabe que los que están afuera vienen a matarlo, sabe que la sombra diabólica que arroja su propio cuerpo hacia la nieve —y que nada significa ya que debe ser obediente a cada uno de sus movimientos— es la causa de la furia de aquella multitud supersticiosa, pero sabe también que aquél a quien van a matar: su cuerpo, no es más que una sombra, como también son sólo sombras todos ellos, inmateriales sombras en el reino falso de las sombras regido por la rueda del tiempo; y sabe que también ellas no hacen sino obedecer a las leyes del círculo de las que nada ni nadie escapa.
Sabe que la vieja del lunar rojo es su hija con los mismos rasgos de su madre y que de ella proviene el fin, para que así quede cerrado el arco.
El deambular circular del alma a través de las nieblas de los nacimientos retornando hacia la muerte.
EL JUEGO DE LOS GRILLOS
—¿Y? —preguntaron los señores, como por una sola boca, al entrar el profesor Goclenius más rápidamente de lo que era su costumbre y visiblemente alterado— ¿Le entregaron las cartas? ¿Ya está Johannes Skoper viajando de regreso a Europa? ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó alguna colección con el correo? —inquirían todos a la vez.
—Solamente esto —dijo el profesor muy serio colocando sobre la mesa un paquete de hojas manuscritas y un frasquito en el que se podía ver un insecto muerto de color blancuzco y del tamaño de un ciervo volante—. El embajador chino me lo entregó personalmente con la aclaración de que llegó esta mañana, vía Dinamarca.
—Me temo que se ha enterado de alguna noticia desagradable sobre nuestro colega Skoper —le cuchicheó al oído un caballero de barba afeitada a un anciano profesor de ondulante melena leonina, director como él en el Museo de Ciencias Naturales, que se había quitado los lentes y observaba con profundo interés el insecto metido en el frasquito.
Era aquél un recinto muy particular, en el que los señores —seis en total, y todos ellos investigadores científicos de la vida de los lepidópteros y coleópteros— se hallaban sentados alrededor de una ancha y larga mesa.
La mezcla de los olores de alcanfor y sándalo acentuaba ese clima extrañamente mortuorio que se desprendía de los diodones que pendían de cuerdas fijadas en el cielorraso y que, con sus ojos vidriosos y saltones parecían las cabezas truncadas de espectadores fantasmales, las máscaras diablescas de salvajes tribus insulares, los huevos de avestruz, las bocazas de tiburón y los dientes de narval, los monos derrengados y de otras mil formas y figuras grotescas provenientes de zonas muy lejanas.
De las paredes —colgados sobre los marrones armarios carcomidos que tenían algo de monacal bajo el sol del atardecer que jugueteaba con las plantas del jardín y las combadas rejas de la ventana pendían, amorosamente enmarcados en oro y semejantes a retratos de venerables antepasados, cuadros a todo color de escarabajos en proporciones gigantescas.
Con una de sus manos extendida en un gesto cordial, una tímida sonrisa rodeándole los ojitos redondos y la nariz en forma de botón, con el alto sombrero de copa de uno de los señores disectores sobre su cabeza y el porte de un alcalde de aldea que se hace fotografiar por primera vez en la vida, un lirón se asomaba obsequiosamente desde un ángulo del aula, en el que también se balanceaban unos cuantos cueros de víbora.
La cola oculta entre las sombras más lejanas del corredor y las partes más nobles de su cuerpo a punto de recibir una nueva mano de esmalte —para dar cumplimiento de este modo al deseo expreso del señor Ministro de Enseñanza—, el orgullo de todo el Instituto, un cocodrilo de doce metros de largo, espiaba por la puerta entreabierta. El profesor Goclenius había tomado asiento, desatado la cinta que mantenía atadas las hojas manuscritas y pasado rápidamente la mirada sobre las primeras líneas acompañándose con un murmullo inteligible.
—Esto está fechado en Butan, en el sudeste del Tíbet, el 19 de Julio de 1914, o sea cuatro semanas antes del estallido de la guerra; de lo que se infiere que esta carta tardó más de un año en llegar a nuestras manos —y agregó luego de una pequeña pausa—: Nuestro colega Johannes Skoper escribe aquí, entre otras cosas, lo siguiente: «En otra oportunidad les relataré más detalladamente el rico botín que pude obtener durante mi largo viaje por tierras fronterizas chinas, pasando por Assam hasta llegar a Bután, país todavía inexplorado; hoy sólo quiero referirme lo más sucintamente posible a las circunstancias asombrosas a las que debo el descubrimiento de un grillo blanco, como verán, totalmente nuevo» —el profesor Goclenius señalaba mientras leía estas últimas palabras al insecto que estaba en el frasco— «y que los chamanes utilizan para fines religiosos bajo el nombre de Phat, una palabra que les sirve a la vez de insulto para todo lo que se parezca a un europeo o individuo de raza blanca.
»Pues bien: cierta mañana me entero —por intermedio de unos peregrinos lamaístas que se dirigían a Lhasa— que cerca de mi campamento se encontraba un alto exponente de los Dugpas, algo así como sacerdotes del diablo temidos en todo el territorio del Tíbet, reconocibles por sus gorros escarlatas, y que afirman ser descendientes directos del demonio de los hongos. Lo cierto es que estos Dugpas pertenecen a la antiquísima religión tibetana de los lamaístas y chamanes de la cual conocemos poco y nada, y son hijos de una raza extraña cuyos orígenes se remontan hasta la noche de los tiempos. Este Dugpa —me decían los peregrinos mientras hacían girar furtiva y supersticiosamente su molinillo de oraciones— es un Samtche Mitchebat, un ser que ya no debe ser designado como hombre, que puede «ligar y desligar», alguien que, para decirlo en pocas palabras, gracias a su facultad de ver más allá del tiempo y del espacio, puede realizar todo lo que se proponga en esta tierra. Existen, así me dijeron, dos caminos para alcanzar esas alturas que sobrepasan todos los poderes humanos: uno, que es el de la «luz» —la compenetración con Buda— y otro opuesto: el «camino de la mano izquierda», al que solamente tiene acceso un Dugpa de nacimiento… y que viene a ser un camino espiritual lleno de horror y de espanto. Estos Dugpas «natos» pueden aparecer —aunque muy raras veces— en cualquiera de los puntos cardinales y son casi siempre hijos de padres sumamente religiosos. «Parecería», opinaba el peregrino que me confesaba todas estas cosas, «que la mano del señor de las sombras colocara en estos casos una rama emponzoñada en el árbol de la santidad.» Resulta ser que existe un solo medio para saber si un niño se halla o no espiritualmente vinculado a la liga de los Dugpas, de ser así, el remolino de cabello que todos tenemos en la coronilla debe girar de izquierda a derecha en vez de hacerlo en dirección inversa.
»Yo expresé inmediatamente —por pura curiosidad— mi deseo de conocer personalmente al Dugpa de alto rango que se hallaba por los alrededores, pero el jefe de mi caravana, que también es un tibetano oriental, se negó terminantemente.
»—¡Son puras tonterías! —gritaba—, en todo el territorio de Bután no hay un sólo Dugpa; sin contar que ningún Dugpa, y mucho menos un Samtche Mitchebat, se avendría a mostrar sus artes a un ser de raza blanca!
»La oposición demasiado enfática de este hombre despertó en mí sospechas cada vez mayores a medida que el se desgañitaba, y después de un larguísimo y astuto interrogatorio pude sonsacarle que él mismo practicaba la religión de los Bonzos y que estaba perfectamente enterado —por el tinte rojizo de los vapores que despedía la tierra, eso es lo que me quiso hacer creer— que había un Dugpa en las cercanías del campamento.
»—Pero nunca consentiría en ofrecerte una muestra de sus artes —seguía repitiendo sin cesar.
»—¿Por qué no? —seguí preguntando.
»—Porque no asumiría la… responsabilidad.
»—¿Qué clase de responsabilidad? —quise saber.
»—Sucede que las perturbaciones que con ello ocasionaría en el reino de las causas lo lanzarían nuevamente en la vorágine de las reencarnaciones, si es que no ocurre algo muchísimo peor.
»Yo estaba interesado en saber más acerca de la misteriosa religión de los Dugpas, por lo que le pregunté:
»—¿Tiene el hombre, según tu religión, un alma?
»—Sí y no.
»—¿Cómo es eso?
»Por toda respuesta el tibetano arrancó de la tierra una brizna de hierba y le hizo un nudo:
»—¿Tiene esta brizna un nudo?
»—Sí.
»Desató el nudo.
»—¿Y ahora?
»—Ahora ya no lo tiene.
»—De ese mismo modo tiene el hombre un alma y no la tiene —afirmó con toda llaneza.
»Traté de encarar la cosa de otro modo para llegar a tener una idea más clara acerca de su manera de pensar:
»—De acuerdo, supongamos ahora que al cruzar aquel desfiladero tan terriblemente peligroso te hubieras caído al abismo, ¿tu alma habría seguido viviendo o no?
»—¡Yo no me habría caído!
»Haciendo una nueva tentativa le mostré mi revólver:
»—Y si ahora te mato de un tiro, seguirías viviendo o no?
»—Tú no me puedes matar.
»—¡Claro que puedo!
»—Bueno, entonces trata de hacerlo.
»¡Ni loco! pensé para mis adentros, ese sí que sería un buen enredo… andar por este ilimitado terreno montañoso sin un jefe de caravana… Él pareció haber adivinado mis pensamientos y sonrió no sin cierto sarcasmo. Era desesperante. Me quedé callado por un buen rato.
»—Lo que sucede, es que no puedes querer —dijo retomando la palabra—. Detrás de tu voluntad hay una infinita cantidad de deseos, algunos que conoces y otros que no conoces, y todos ellos son más fuertes que tú.
»—¿Qué es entonces el alma según tu religión? —le pregunté enojado—; ¿tengo yo, por ejemplo, un alma?
»—Sí.
»—¿Y si me muero mi alma sigue viviendo?
»—No.
»—¿Pero la tuya, después de tu muerte, sí?
»—Sí. Porque yo tengo un nombre.
»—¡Yo también lo tengo!
»—Sí, pero no conoces tu nombre verdadero, por lo tanto no lo tienes. Eso que consideras tu propio nombre no es más que una palabra hueca inventada por tus padres. Cuando duermes te lo olvidas, yo no me olvido de mi nombre cuando duermo.
»—¡Pero cuando estés muerto tampoco podrás saberlo! —repliqué.
»—No. Pero el maestro lo conoce y no lo olvidará jamás, y cuando él me llame por mi nombre verdadero, volveré a levantarme; solamente yo y ningún otro, porque yo soy el único que lleva mi nombre. Nadie más que yo lo tiene. Eso que tú dices que es tu nombre lo tienen muchos otros en común contigo… igual que los perros —terminó murmurando con desprecio. Y si bien entendí perfectamente sus últimas palabras, dejé que creyera que no había sido así.
»—¿Y qué es lo que tú entiendes por maestro? —le pregunté con la mayor naturalidad.
»—El Samtche Mitchebat.
»—¿El que ahora es casi nuestro vecino?
»—Sí, pero es sólo su reflejo el que se encuentra ahora cerca de este campamento; aquél que él es en realidad está en todas partes. Y puede no estar en parte alguna si quiere.
»—¿Eso quiere decir que puede volverse invisible? —tuve que sonreír a pesar mío—, ¿quieres insinuar acaso que a veces está dentro del mundo en que vivimos y a veces fuera de él; que a veces está y otras veces no?
»—Un nombre también está sólo cuando se lo pronuncia, y cuando no se lo pronuncia no está más —fue la respuesta del tibetano.
»—¿Y puedes tú, por ejemplo, convertirte también en un maestro?
»—Sí.
»—De modo que entonces habría dos maestros, ¿no es así?
»Yo me sentía triunfante, ya que, para decirlo abiertamente, la arrogancia del tipo me estaba fastidiando; ahora lo tenía bien agarrado en la trampa (mi próxima pregunta sería: ¿si uno de los maestros quiere que brille el sol y el otro quiere hacer que llueva, cuál de los dos gana?); tanto más perplejo me dejó lo que tuve que oír a continuación:
»—Si yo llego a ser maestro alguna vez, seré el Samtche Mitchebat. ¿O acaso crees que puede haber dos cosas que sean totalmente semejantes entre sí sin que sean la misma cosa?
»—Digas lo que digas, en tal caso serían dos y no uno; si yo me cruzara con vosotros, serían dos las personas que yo vería y no uno solo —le contradije.
»El tibetano se agachó, eligió entre los cristales de calcita que estaban esparcidos por el suelo uno de especial transparencia y me dijo con sorna:
»—Coloca esto delante de tu ojo y mira el árbol aquél; lo ves doble, ¿no es cierto? ¿Pero acaso se han convertido por eso en dos árboles en vez de uno?
»En el momento no supe qué contestarle, tampoco me hubiera sido fácil expresarme en el idioma de los mongoles —que era el único que podíamos usar para nuestro mutuo entendimiento— con la soltura y lógica necesarias para abordar un tema tan intrincado como éste; por lo tanto tuve que dejarlo creer que la victoria era suya. Pero interiormente estaba asombrado a más no poder por la agilidad espiritual de ese ser semi-salvaje, con sus ojos oblicuos de calmuco y vestido con aquella sucia piel de cordero. Hay algo extraño en estos asiáticos de las montañas, por fuera parecen animales, pero a poco que uno les toque su almita, aparece el filósofo.
»Volví al punto de partida:
»—¿Tú crees entonces que el Dugpa se negaría a mostrarme sus artes porque rechaza la responsabilidad?
»—No, seguro que no lo haría.
»—¿Pero si soy yo quien asume toda responsabilidad?
»Por primera vez, desde que lo conocía el tibetano se desconcertó.
1 comment