Vociferaban todos al mismo tiempo. El profesor de la melena leonina había destapado el frasco dejando salir al insecto aparentemente muerto.
Un momento después de todo este alboroto, el grillo había salido volando por la ventana hacia el jardín, y los graves señores científicos, en su afán por darle caza, casi se llevan por delante al portero del museo que venía para encender las lámparas de la sala de profesores.
Moviendo pensativamente la cabeza, el viejo observaba a esos extraños personajes que en el jardín trataban de dar caza a un pequeño insecto volador. Luego miró hacia el cielo del atardecer rumiando para sí: ¡Las formas que pueden llegar a tomar las nubes en estos tiempos de guerra! Ahí hay una que parece un hombre con un gorro rojo y la cara verde; si no fuese porque los ojos están tan separados, se diría que es igualito a un ser humano. ¡Realmente, a mi edad lo único que me falta es volverme supersticioso!
DE CÓMO EL Dr. JOB PAUPERSUM LE TRAJO ROSAS ROJAS A SU HIJA
En el famoso café de lujo «Stefanie» de Munich, y en altas horas de la noche, se hallaba sentado, rígido, con la mirada perdida, un anciano de aspecto por demás singular. La corbata deshilachada y dejada en absoluta libertad más la frente poderosa que casi le llegaba hasta la nuca, revelaba al hombre docto, al académico de relevancia.
Aparte de una barba plateada y rala que parecía escapada de una pléyade de chinches, cuyo extremo inferior cubría aquella parte central del chaleco donde a los grandes pensadores les suele faltar un botón, el anciano caballero poseía muy poco que valiera la pena mencionarse en cuanto a bienes terrenales.
Para decirlo con absoluta precisión, nada.
Tanto más vivificante le resultó, por consiguiente, que ese parroquiano de vestimenta tan mundana y lustroso bigote negro que hasta ese momento estuviera sentado junto a la mesa del rincón de enfrente llevándose a la boca de tanto en tanto un trozo de pescado frío haciendo gala de un delicado manejo del cuchillo (momentos en los cuales resaltaban aún más los destellos que despedía el brillante del tamaño de una guinda que lucía en el meñique elegantemente estirado), y que entre bocado y bocado lo obsequiara con miradas asaz observadoras, se levantara limpiándose la boca, cruzara el local casi vacío, se inclinara cortésmente ante él y preguntara:
—¿Gustaría el caballero jugar una partida de ajedrez?… ¿Digamos, por un marco la partida?
Fantasmagóricas escenas a todo color, referidas al derroche y la opulencia, se fueron sucediendo rápidamente ante los ojos mentales del académico, y mientras su corazón maravillado murmuraba: «A este bruto me lo manda Dios», sus labios ya le estaban ordenando al camarero que justamente se había acercado para ocasionar, como era su costumbre, una serie de complicadas perturbaciones en el funcionamiento de las bombillas de luz: “¡Julián, un tablero de ajedrez!”.
—Si no me equivoco, tengo el honor de conversar con el Dr. Paupersum, ¿no es así? —retomó el diálogo el hombre de mundo.
—Job… este, hm, sí… Job Paupersum —le confirmó distraídamente el académico, pues estaba como hechizado por la monumental esmeralda que bajo el aspecto de una lucecilla de automóvil, pero cumpliendo la función de un alfiler de corbata, adornaba el cuello de su interlocutor.
Fue recién con la llegada del tablero de ajedrez que se quebró el embrujo y pudo actuar nuevamente con entera libertad; colocó las piezas, fijó con saliva la cabeza de un caballo que estaba floja y reemplazó la torre que faltaba con una cerilla convenientemente doblada, todo en un abrir y cerrar de ojos.
A partir de la tercera jugada el hombre de mundo se desprendió de sus binóculos, adoptó una pose por demás pedante y se sumió en hondas cavilaciones.
«Parece querer inventar las cosas más estúpidas que se puedan realizar sobre un tablero de ajedrez… de otra manera no me explico por qué se lo pasa meditando tanto tiempo», se dijo el académico mientras observaba distraídamente a la matrona embutida en seda verde —el único ser viviente que quedaba en el local fuera de él y el hombre de mundo— que se mantenía erguida como una diosa invulnerable sobre el sofá del fondo, sosteniendo ante sí un plato del que desbordaba el merengado, su frío corazón de mujer acorazado detrás de unas buenas cincuenta libras de grasa.
—Abandono— manifestó por fin el caballero de la lucecilla verde, hizo a un lado las piezas y extrajo del costado de su ropa un estuche dorado del cual hizo aparecer una tarjeta de visita que inmediatamente le alcanzó al académico. El Dr. Paupersum leyó:
Zenon Sawaniefski
Empresario de Monstruosidades
—Mmm… claro… mmm… de monstruosidades, mmm…. monstruosidades —repitió durante un buen rato sin haber entendido gran cosa—. ¿Pero no pensaba usted seguir jugando algunas partiditas más? —preguntó luego en voz más alta, su pensamiento siempre dirigido hacia la acumulación de capitales.
—Ciertamente. Por supuesto. Todas las que usted quiera —le respondió amablemente el hombre de mundo— ¿Pero qué le parece si antes hablamos de algo más remunerativo?.
—¿De algo más… más remunerativo? —se le escapó al académico, mientras alrededor de sus ojos se iban formando leves arruguitas de recelo.
—He sabido casualmente —comenzó el empresario y ordenó al camarero por medio de movimientos plásticos que trajera una botella de vino y una copa—; por pura casualidad, decía, que usted, a pesar de su renombre como luminaria de las ciencias, se halla de momento sin un empleo fijo.
—Sí que lo tengo. Durante el día hago paquetes para las Damas de Caridad y luego los proveo de sus correspondientes sellos postales.
—¿Y con eso se mantiene?
—En la medida en que al lamer los sellos postales suministro a mi organismo una determinada cantidad de hidratos de carbono.
—¿Pero no sería mucho mejor que hiciera uso de su conocimiento de idiomas? Como intérprete, por ejemplo, en un campo de prisioneros.
—Sucede que sólo domino el coreano antiguo, los diversos dialectos españoles, tres de los dialectos esquimales y unas dos docenas de lenguas suahelis, sucede también que hasta ahora lamentablemente no estamos en guerra con ninguno de estos pueblos.
—Más le hubiera valido aprender los idiomas francés, inglés, ruso y servio —acotó el empresario—.
—No le quepa la menor duda de que entonces la guerra hubiera sido con los esquimales y no con los franceses —argumentó a su vez el académico.
—Aja, si a usted le parece…
—Así es, mi querido señor, no hay nada que ajajear, desgraciadamente es así.
—Yo, en su lugar, estimado doctor, habría hecho el intento en algún diario con un tratado enjundioso sobre la guerra. Todas cosas inventadas, se entiende.
—Lo hice, lo hice —se lamentó el anciano—, relatos desde el frente, sobrios, objetivos, conmovedoramente escuetos, pero…
—¡Hombre, usted sí que es un caso de escopeta! —estalló el empresario—. ¿Relatos desde el frente escuetos, sobrios y objetivos? Los informes que llegan desde el frente deben ser conmovedores, sí, pero de ninguna manera escuetos y mucho menos objetivos… y en cuanto a sobrios, francamente… Usted debió haber tratado de…
El catedrático lo interrumpió con un gesto de cansancio:
—He tratado de hacer todo lo humanamente posible en esta vida. Cuando no pude hallar un editor para mi libro, un compendio de cuatro tomos sobre el tema: Presunciones acerca del uso del polvo limpiador en la China prehistórica, me dediqué a la química… —de sólo ver cómo tomaba vino el otro, el académico se volvía cada vez más verborrágico— y al poco tiempo ya había hecho un invento para templar acero con un procedimiento totalmente nuevo…
—¡Pero con algo así tendría que haber ganado un montón de dinero! —exclamó el empresario.
—No. Un fabricante al que le mostré el invento me disuadió de patentarlo (más tarde lo patentó él por su cuenta), diciendo que solamente se podía ganar mucho dinero con inventos pequeños y aparentemente insignificantes, que no despertaran la envidia de los competidores. Siguiendo su consejo inventé la famosa pila bautismal plegable, para aliviar a los misioneros metodistas la conversión de los pueblos salvajes.
—¿Y?
—Me dieron tres años de cárcel por blasfemia.
—Siga usted, sígame contando, estimado doctor —animaba el hombre de mundo al académico—, todo esto es sumamente interesante.
—Uf, le podría seguir contando durante días enteros de mis esperanzas destrozadas… Para conseguir una beca ofrecida por cierto famoso promotor de las ciencias, emprendí largos estudios en el museo etnológico y escribí un libro que llamó poderosamente la atención del jurado: Hipótesis acerca de cómo habrían pronunciado los antiguos Incas el nombre Huisilopochtli —según la conformación del paladar de las momias peruanas— si esta palabra no hubiese sido creada en México sino en Perú.
—¿Consiguió la beca?
—No. El famoso promotor de las ciencias habló conmigo —eso fue antes de la guerra— y me dijo que por el momento no disponía de suficiente dinero, ya que, además de promotor de las ciencias, era un fanático adepto de la paz, y que por consiguiente estaba dispuesto a invertir todo el efectivo de sus arcas en una campaña pro afianzamiento de las buenas relaciones entre Alemania y Francia, a fin de conservar intactos los valores humanos tan trabajosamente elaborados en común.
—¿Pero al estallar la guerra no se dieron para usted nuevas posibilidades?
—No. El promotor me dijo entonces que tenía que ahorrar más que nunca para aportar también él su granito de arena a la exterminación definitiva del enemigo natural y hereditario.
—Bueno, será cuestión de esperar hasta que la guerra termine, mi estimado doctor.
—No. Para entonces el promotor de las ciencias tendrá que ahorrar con mucha más razón para la reconstrucción de todos los valores humanos destruidos y la reanudación de las buenas relaciones entre los pueblos por ahora interrumpidas.
El empresario meditó un largo rato, y luego preguntó compasivo:
—¿Y cómo es que no se pegó un tiro?
—¿Pegarme un tiro? ¿Para ganar dinero?
—No, no precisamente para eso: lo que quise decir, hm, es que, en fin, que no deja de ser admirable que nunca haya perdido el coraje de empezar siempre de nuevo.
El académico perdió súbitamente toda la calma; su rostro, que hasta ese instante había permanecido inmóvil, como tallado en madera, adquirió una expresión temerosa y vacilante.
En los ojos de los animales medrosos puede verse, cuando se hallan frente a un abismo, acosados por la muerte y con el perseguidor muy cerca detrás suyo, un brillo de dolor y de profunda desesperanza semejante al que se podía ver ahora en la mirada del viejo. Sus magros dedos comenzaron a tantear sobre la tabla de la mesa con movimientos temblorosos, como si estuviesen bajo la tensión de un llanto trabajosamente contenido y como tratando de hallar apoyo. Las líneas que corren desde las aletas de la nariz hasta la comisura de los labios se le habían alargado tan visiblemente, distorsionando de tal manera su boca, que parecía estar luchando contra un ataque de parálisis. Tragó saliva un par de veces.
—Ahora me doy cuenta de todo —dijo finalmente, como alguien que teme que se le trabe la lengua—, ya sé, usted es un agente de seguros. Durante la mitad de mi vida he estado temiendo tropezar con uno de ésos. (El hombre de mundo trataba en vano de explicarse, y protestaba enérgicamente con las manos y los gestos de la cara.)
»Sí, ya lo sé, usted me quiere insinuar solapadamente que saque un seguro de vida y que luego me suicide para que… y bueno, por qué no decirlo… para que mi hijita pueda seguir viviendo y no tenga que morirse de hambre junto conmigo. ¡No diga nada! ¿O es que realmente piensa que yo no sé que a los de su ralea no se les escapa nada, pero lo que se dice nada? Ustedes lo saben todo de nuestras vidas; han cavado pasillos secretos que van de casa a casa y con ojos de lobos hambrientos espían en todas las alcobas para saber qué se puede sacar de ellas, saben cuándo nace un niño, cuántos céntimos hay en los bolsillos de cada cual, si alguien se va a casar o si está planeando un viaje peligroso. Llevan la contabilidad exacta sobre cada uno de nosotros y se intercambian nuestras direcciones. Y usted, usted ha llegado a leer en mi corazón y conoce el pensamiento que me viene atormentando hace ya diez años.
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