¿Cree acaso que soy tan vil y tan egoísta que no estaría ya asegurado y muerto… muerto por el bien de mi única hija, y por mi propia mano, sin esperar una insinuación de ustedes, que lo único que quieren es embaucarnos y que estafan a sus propias compañías, ustedes, sí que trampean por un lado y por el otro, aconsejándole a uno como suicidarse sin que nadie se dé cuenta… para después ir corriendo a hacer la denuncia y poder cobrar así una nueva comisión? Van y dicen: ¡esto es suicidio, no hay que pagar la póliza!… ¿Cree que yo no veo, como lo ven todos, que las manos de mi querida niña son cada día más blancas y más transparentes, y que yo no sé lo que esto significa: labios secos y afiebrados y tos durante la noche? Aunque fuese un canalla de su misma índole ya lo habría hecho hace mucho tiempo —para poder comprar medicinas y alimentos sustanciosos—, pero yo sé qué es lo que sucede siempre en estos casos: el dinero no se pagaría nunca, y… y después… ¡no, no y no, no quiero ni pensarlo!

El empresario quiso hacer una nueva tentativa para interrumpir el torrente de palabras del anciano y debilitar la sospecha de que él fuese un agente de seguros, pero no se atrevió: el académico había cerrado su mano, antes vacilante, en un puño firme y amenazante.

—Voy a tener que pensar en una salida diferente —musitó el doctor Paupersum en voz muy baja y después de una serie de gestos incomprensibles, como dando fin a una larga frase pronunciada sólo mentalmente; y siguió diciendo—: Está el asunto ése de los gigantes ambranos.

—¡Gigantes ambranos! ¡Caramba, por fin llegamos al tema de mi especialidad! ¡Era precisamente de eso que quería hablarle! —Esta vez el empresario no se dejaba parar por nadie:

— ¿Cómo es eso de los gigantes ambranos? He sabido que usted escribió un ensayo sobre el tema. ¡Pero por qué no bebe usted, doctor! ¡Julián, otra copa!

El doctor Paupersum volvió a ser al instante todo un académico.

—Los gigantes ambranos —comenzó con la solemnidad que se estila en estos casos— eran individuos mal conformados, con pies y manos enormes, y su existencia se daba exclusivamente en una aldea tirolesa llamada Ambras, lo que siempre dio lugar a la suposición de que se trataba de una enfermedad muy rara cuyo agente provocador debía ser buscado en aquel mismo lugar, ya que evidentemente no había hallado terreno propicio en ninguna otra parte. Pero yo fui el primero que logró demostrar que el tal agente debía encontrarse en el agua de un arroyo local, actualmente casi seco, y los experimentos que he hecho en este sentido me autorizan a declarar que puedo ofrecer una prueba fehaciente de lo que afirmo utilizando para ello mi propio cuerpo, y que puedo comprometerme a provocar en mí —después de pocos meses, si fuese necesario, y a pesar de mi avanzada edad— malformaciones como las ya mencionadas o tal vez mucho peores.

—¿Peores como qué, por ejemplo? —preguntó el empresario lleno de expectación.

—Mi nariz podría llegar a transformarse en una especie de trompa, algo así como la de los carpinchos americanos; mis orejas podrían adquirir el tamaño de un plato sopero; mis manos ya habrían ganado a los tres meses el tamaño de una hoja de palmera (Lodoicea Sechellarum); en tanto que mis pies, mal que me pese, no llegarían a sobrepasar las dimensiones de la tapa de un barril de cien litros. En lo que se refiere al crecimiento de mis rodillas, la cosa se presenta sumamente promisoria, aunque debo confesar que mis cálculos teóricos aún no pueden considerarse definitivos, de modo que a pesar de mi esperanza de hacerlas parecerse a corto plazo a ciertos hongos gigantes centroamericanos, no me está permitido dar garantías científicas, sin que por ello…

—¡Con esto me basta! ¡Usted es mi hombre! —gritó, el empresario casi sin aliento—. Y ahora por favor no me interrumpa. Resumiendo: ¿Estaría usted dispuesto a realizar este experimento en su propia persona si yo le garantizo una entrada anual de medio millón y un adelanto de unos cuantos miles… digamos… bueno, digamos de unos quinientos marcos?

El doctor Paupersum se sintió mareado. Cerró los ojos. ¡Quinientos marcos! ¿Es que había sobre esta tierra tanto dinero?

Durante un par de minutos se vio a sí mismo convertido en un mastodonte antediluviano de larga trompa, y ya le parecía escuchar la clara voz de un negro, ataviado al estilo de los pregoneros de feria, gritándole a la multitud que exudaba cerveza: «¡Vengan ustedes, zeñorrraz y zeñorrrez, vengan a verrr al monztruo máz grande de ezte ziglo por mizerrablez diez zéntimos!»… Pero enseguida se le presentó también la visión de su querida, queridísima hija rebosante de salud, envuelta ricamente en sedas y tules blancos, con una corona de azahares sobre su cabeza, arrodillada feliz ante el altar… y toda la iglesia brillantemente iluminada… y de la imagen de la Virgen partian rayos luminosos… y… por un instante sintió que se le encogía el corazón: él mismo tenía que mantenerse oculto detrás de una columna, ahora ya no la podría besar nunca, nunca, nunca más, ni siquiera se podía dejar ver,… él, el monstruo más horrible del mundo! ¡Lo único que lograría sería espantar al novio! Y de ahora en adelante tendría que vivir entre las sombras, como los animales que le temen a la luz, y mantenerse bien oculto durante las horas del día. ¡… Pero qué importancia podía tener aquello! ¡Ninguna! ¡Lo que importaba era que su hija recobrara la salud! ¡Y que fuera feliz! ¡Y rica! Ahora estaba como maravillado… ¡Quinientos marcos! ¡Qui-nien-tos mar-cos!…

El empresario, que tomaba el largo silencio del académico como muestra de indecisión, echó mano de todos sus poderes persuasivos: ¡Estimadísimo doctor! ¡Tenga cuidado con lo que hace! ¡Negándose, no hace más que pisotear su propia felicidad! Hasta ahora toda su vida estuvo errada. ¿Y por qué? Usted estuvo llenando su cabeza hasta reventar con un montón de estudios. Estudiar es una estupidez. Míreme a mí: ¿acaso yo estudié? Eso es algo que sólo pueden permitirse los ricos de nacimiento… y ésos no tienen ninguna necesidad de estudiar. El hombre tiene que ser sumiso y tonto —por decirlo de algún modo— entonces la naturaleza le va a tomar cariño. La naturaleza también es muy tonta. ¿O ha visto usted alguna vez que un tonto se haya ido a pique?… Usted debió ser más agradecido y desarrollar mejor los talentos que el destino le colocó en la cuna. ¿Es que nunca se miró en el espejo? Quien tenga su aspecto, incluso ahora, cuando todavía no bebió ni un solo traguito del agua de Ambras, podía haberse edificado una sólida posición trabajando de payaso… ¡Dios, las señales de la madre naturaleza son tan fáciles de entender! ¿O acaso teme que al convertirse en monstruo pierda respetabilidad? Yo sólo puedo asegurarle que toda mi compañía está formada exclusivamente por personas de las mejores familias… Ahí tengo, por ejemplo, a un anciano caballero que nació sin piernas ni brazos. A ése lo presenté una vez a su Majestad la reina de Italia como un bebito belga mutilado por los generales alemanes.

El Dr. Paupersum solamente había llegado a entender las últimas palabras.

—¿Qué disparate está diciendo? —lo increpó; malhumorado—. ¡Primero dice que el lisiado es un caballero anciano y luego pretende haberlo presentado como un bebito belga!

—¡Pero si eso es precisamente lo que le presta encanto a la situación —le contradijo el empresario—; yo afirmo simplemente que envejeció así de rápido después de la impresión que le causó ver como un sargento prusiano devoró a su madre mientras aún estaba viva.

El académico comenzó a sentirse inseguro; el cinismo del otro era desconcertante.

—Está bien, sea. Pero, ante todo, dígame: ¿Cómo piensa presentarme en público mientras me van creciendo la trompa, los pies, etc., etc.?

—¡Más sencillo imposible!… Primero lo escamoteo con un pasaporte falso por la frontera suiza, y de Suiza a París. Allí lo meto en una jaula, y a usted lo único que le queda por hacer es bramar cada cinco minutos como un toro salvaje y comer tres veces por día algunas culebritas (ya verá que puede, la cosa suena mucho peor de lo que es). Por la noche es la función de gala: un turco muestra cómo lo enlazó en las selvas vírgenes de Berlín, y en el cartel de afuera dice: «Garantizamos que este es un académico alemán auténtico (que sería la pura verdad; yo nunca me presto para embustes). ¡El primer ejemplar de su especie que es traído vivo a Francia!»… etc., etc. Por lo demás, estoy seguro que mi amigo d'Annunzio se va a mostrar encantado de redactar el texto, él le va a dar el necesario tono poético, ya verá.

—¿Y qué pasa si entretanto se termina la guerra? —se permitió dudar el académico—. Usted sabe, con esta mala suerte mía…

El empresario sonrió:

—No se preocupe, mi queridísimo doctor: el tiempo en que un francés ponga en duda algo que habla mal de los alemanes no llegará nunca. Ni que pasen mil años.

¿Qué fue eso… un terremoto? No, había sido el camarero que iniciaba el turno de la noche con un preludio musical de copas rotas.

El Dr. Paupersum miró asustado a su alrededor. La diosa invulnerable del sofá había desaparecido y su lugar estaba ocupado ahora por un viejo e incorregible crítico de teatro, que seguramente estaría destrozando in mente una función de estreno que iba a tener lugar la semana entrante; mojaba el dedo índice con la punta de la lengua, luego alzaba con la yema de ese mismo dedo unas migas de pan que habían quedado olvidadas sobre el mantel, se las metía en la boca, las trituraba minuciosamente con sus incisivos y ponía cara de hurón.

El Dr. Paupersum se fue dando cuenta paulatinamente de que se encontraba sentado de espaldas al local y que, según las apariencias, había estado en esa posición durante todo el tiempo; de lo que cabía inferir que las cosas que había presenciado con su vista le habían llegado por medio del enorme espejo que se hallaba frente a él, y en el que ahora se reflejaba su propia cara que lo contemplaba dubitativamente… El hombre de mundo seguía ahí, y estaba comiendo realmente pescado frío —con cuchillo—, pero estaba en el rincón más lejano del local y no aquí sentado a su mesa.

«¿Cómo habré llegado hasta el Stefanie?», se preguntaba el académico.

No podía recordarlo.

Pero poco a poco fue reconstruyendo los detalles: «Esto viene de tanto pasar hambre y de ver a otro comer pescado y beber vino. Mi yo se desdobló por un rato.