¿Conoce usted bien los alrededores de Munich, señor Knodlseder?

—No —tuvo que reconocer sorprendido el buitre de los Alpes.

—Ya me parecía. Yo le puedo ser de utilidad. Bueno, primero: en cuanto salga, doble hacia la izquierda y se mantiene sobre su mano derecha. Después usted mismo se va a dar cuenta. Y después… —el erizo hizo una pausa para aspirar con admirable rapidez una pizquita de rapé—, y después sigue volando derechito para adelante. Y mucha suerte en el viaje, señor vecino —cerró el erizo su locución y desapareció.

Todo resultó a las mil maravillas. Antes de que amaneciera, Amadeo Knodlseder había logrado abrir silenciosamente la puerta de la jaula, y después de haberse apoderado del sombrerito tirolés y los tiradores bordados propiedad de Humplmeier, que a la sazón roncaba como un aserradero, tomó su maletita y ahuecó el ala puntualmente. Y aunque toda esta actividad logró sacar al marabú de su sueño siempre tan liviano, nada desagradable sucedió, ya que el muy beato se creyó nuevamente obligado a colocarse en su rincón para «dar gracias a Dios».

—¡Uf, cuánta chatura! —protestaba el buitre de los Alpes a la vista de la ciudad sumida en sueños, tal como se le mostraba a la primera luz rosada del día mientras volaba hacia el Sur— ¡y a esto lo llaman metrópolis del arte!

Acalorado por el esfuerzo desacostumbrado, pronto se sintió sediento, y al divisar un pueblito que le pareció simpático se decidió a bajar y regalarse con una buena medida de cerveza.

Comenzó a pasearse muy orondo por las calles dormidas. A esa hora parecía no haber ninguna taberna abierta. La única tienda que ofrecía una excepción a esta inactividad mortal era una cuyo cartel rezaba: «Almacén de Ramos Generales, de Bárbara Muschelknaus».

El buitre de los Alpes se detuvo delante del abigarrado escaparate y lo estudió con atención: de pronto cruzó por su cerebro un pensamiento luminoso. Abrió la puerta de la tienda y entró muy decidido.

Durante la noche anterior ya lo había estado atormentando el problema de cómo ganarse la vida una vez que estuviera afuera. ¿Andar volando por ahí en busca de un botín? ¿Con esta vista que ya no me sirve para nada? ¿Probar qué tal me va con la fabricación de guano? Humm, para eso se necesita en primer término, comer, y comer mucho: ex nihilo nihü fit; pero ahora, súbitamente, se le abría un camino nuevo.

—¡Cielos, qué animalejo más repulsivo! —chilló la vieja señora Muschelknaus al contemplar el primer cliente de la jornada; pero se tranquilizó muy pronto cuando Amadeo Knodlseder, tras palmearle cariñosamente las mejillas, le dio a entender con palabras cuidadosamente escogidas que necesitaba completar su equipaje con una colección de corbatas de muy buen gusto, como las que están expuestas en el escaparate.

Conquistada por el comportamiento tan educado y tan jovial del buitre de los Alpes, la vieja comenzó a apilar con diligencia docenas de corbatas sobre el mostrador.

Y al «distinguido caballero» le gustaban todas, tanto es así que pidió que se las fuera acomodando en una caja de cartón, sin discutir el precio. Con respecto a la más cara de todas, una color rojo fuego, sólo comentó que quería llevarla puesta, y mirando a la dueña con ojos soñadores le rogó que se la atara alrededor de su flaco cuello; mientras ella así lo hacía, él canturreaba:

Un beso ardiente de tu boca de rosa

me recuerda

aquellos rojos amaneceres, hurra;

hurra, hurra, hurra.

—Vaya, qué bien le queda —exclamó feliz la vieja—. ¡Pero si parece un verdadero (picapleitos de parranda, casi se le escapa)… duque!

—Bueno, ahora, y si no le ocasiona demasiadas molestias, le pediría un vaso de agua fresca —trinó el buitre de los Alpes.

Casi loca de contento, la pobre salió corriendo hacia las habitaciones traseras de la casa; y apenas hubo desaparecido de la vista, Amadeo Knodlseder tomó la caja de cartón, salió como disparado de la tienda y en menos de un minuto ya se hallaba flotando por los aires rumbo al azul del cielo. Y aunque pronto se hicieron oír los improperios lanzados a viva voz por la tendera, el desalmado no sintió el menor remordimiento; con la maleta en la izquierda y la caja de cartón bien sujeta entre las garras de la derecha, siguió tranquilamente su camino a través del éter.

Recién a altas horas de la tarde —los rayos del sol poniente se aprestaban ya a dar el beso de despedida a las sonrosadas cumbres de los Alpes—, condujo su raudo vuelo hacia abajo. Los aromas balsámicos del terruño abanicaban mimosos su rostro y su vista se perdía embriagada en el paisaje.

De las verdes praderas se elevaba melodioso el melancólico cantar de los pastores, acompañado por el argentino tintinear de las manadas. Guiado por el instinto certero de un hijo de los aires, Amadeo Knodlseder descubrió bien pronto, para su enorme regocijo, que un destino benévolo había conducido su vuelo hasta las cercanías de una próspera aldea de lirones.

Y si bien es cierto que apenas avistado el peligroso visitante, los lugareños corrieron a buscar la protección de sus hogares, sus temores se aquietaron casi tan rápidamente como habían surgido al observar que Knodlseder no sólo no le tocó ni un sólo pelo a un lirón muy viejito que no había podido huir a tiempo y que se dirigía al comercio de granos que había en la localidad, sino que se inclinaba respetuosamente ante él, quitándose el sombrero, para preguntarle si no le podría recomendar una buena posada con precios razonables.

—A juzgar por su acento usted no es de aquí, ¿verdad? —dijo para entablar una conversación, después de que el lirón, tartamudeando de miedo, le dio la información requerida.

—No, no —balbuceó el anciano caballero.

—¿Del sur tal vez?

—No. De… de Praga.

—Ah, y por lo tanto judío, ¿no? —siguió inquiriendo el buitre de los Alpes, mientras le sonreía amigablemente guiñando un ojo.

—¿Yo? ¿Y… yo? ¡Pero, qué ocurrencia señor buitre de los Alpes! —negó enfáticamente el lirón, temiendo seguramente tenérselas que ver con un ruso—. ¿Judío yo? Todo lo contrario, por más de diez años fui shabes-goy[1] en lo de una familia judía pero buena.

Una vez que el buitre de los Alpes se hubo enterado de toda suerte de detalles acerca de la vida y de las costumbres del lugar, y después de haber manifestado su profunda satisfacción por el hecho de que no existiera allí ninguna clase de lugares nocturnos, ni buenos ni malos, dejó al pobre lirón en libertad y se dispuso a buscar un lugar donde afincarse.

La suerte le seguía sonriendo, y antes de que cayera la noche ya había conseguido alquilar en las cercanías del mercado una tienda elegantísima con su correspondiente vivienda, que daba a los fondos de la casa, cada habitación con entrada independiente.

Los días y las semanas fueron transcurriendo en la mayor de las calmas; los vecinos ya habían olvidado por completo sus temores del comienzo y las calles del pueblo se hallaban animadas como siempre por el murmullo alegre de sus habitantes.

Prolijamente escrito con letra cursiva, podía leerse en el cartel de madera que colgaba sobre la entrada de la tienda recién inaugurada:

CORBATAS EN TODOS LOS COLORES

vende

AMADEO KNODLSEDER

(Se conceden rebajas)

y todos se agolpaban para admirar las llamativas mercancías expuestas en el escaparate.

Antes, cuando pasaban las bandadas de patos silvestres haciendo alarde de las brillantes corbatas con que los había obsequiado la naturaleza, en la aldea reinaba siempre cierto malestar motivado por la mal disimulada envidia. ¡Pero cómo habían cambiado las cosas ahora! Todo vecino que se preciaba de ser alguien poseía una corbata de primerísima calidad y mucho, mucho más brillante todavía. Las había rojas, azules, amarillas, y hasta hubo quien hallara una a cuadros entre tanta maravilla; sin hablar del señor alcalde, que se había conseguido una tan larga, que al andar se le enredaba constantemente entre las patas delanteras.

La firma Amadeo Knodlseder se hallaba en boca de todo el pueblo para señalar, antes que nada, las virtudes personales de que hacía gala su propietario, de todas las virtudes ciudadanas. Ahorrativo, trabajador, diligente y medido en sus costumbres (sólo bebía limonada).

Durante el día atendía a su clientela, en la tienda propiamente dicha, y de tanto en tanto invitaba a algún comprador especialmente seleccionado a que pasara a las dependencias del fondo, donde solía permanecer luego largo rato, haciendo seguramente anotaciones en el libro mayor. Tal la creencia general, ya que en esas ocasiones se lo oía eructar ruidosamente, y todo el mundo sabe que, tratándose de un comerciante próspero, eso es signo de una gran actividad mental.

El hecho de que el visitante no abandonara nunca el comercio por la parte de adelante, no llamaba mayormente la atención. ¡Habiendo tantas salidas por la parte de atrás!

Después del cierre, Amadeo Knodlseder solía sentarse en un escarpado para tocar melodías románticas en su dulzaina, hasta que la adorada de su corazón —una gamuza solterona, con lentes y manta escocesa— se acercaba con sus breves pasitos por las rocas de enfrente. Entonces la saludaba con un mudo y rendido gesto y ella contestaba con un recatado movimiento de su cabecita. Ya se estaba corriendo la voz de que ahí tenía que haber algo, y los enterados aprobaban con regocijo la tierna relación, ya que resultaba realmente edificante poder presenciar con los propios ojos un cambio tan favorable en la vida de un individuo con las taras hereditarias que necesariamente debía tener todo buitre de los Alpes.

Lo único que impedía que la felicidad del pueblito fuese completa, era la circunstancia —tan desdichada como sorprendente— de que el número de la población disminuía de un modo inexplicable, casi se podría afirmar que de semana en semana. Ya no quedaba una sola familia de lirones que no hubiera registrado a uno de sus miembros en la sección de personas desaparecidas. Se barajaban un sin fin de posibilidades, y se seguía aguardando, pero ninguno de los familiares echados de menos regresaba al hogar.

Y cierto día se notó la falta de… ¡nada menos que la señorita gamuza! Hallaron su frasquito de sales al borde de unos riscos; parecía casi evidente que había cardo al fondo del abismo a consecuencia de alguno de sus acostumbrados vahídos. La congoja de Amadeo Knodlseder era total. Una y otra vez descendía con las alas desplegadas hasta el lugar en que presumiblemente yacía su bienamada para —así afirmaba él con desconsuelo—, hallar por lo menos sus restos y poder darles cristiana sepultura.