Lo peor es que las avispas son tan insolentes como para disputárnoslo incluso en el momento más placentero.

Se levantó como si se dispusiera a seguir a Margaret, que había desaparecido por la puerta vidriera: sólo esperaba el permiso de la señora Hale. Ella hubiera preferido acabar la comida como era debido y con todo el ceremonial que se había desarrollado a la perfección hasta entonces, máxime cuando Dixon y ella habían sacado los aguamaniles de la despensa a fin de ser tan correcta como correspondía a la hermana de la viuda del general Shaw; pero no tuvo más remedio que resignarse cuando se levantó también el señor Hale, dispuesto a acompañar a su invitado.

—Me armaré con un cuchillo —dijo el señor Hale—. Terminaron para mí los días de comer fruta de la forma primitiva que ha descrito usted. Tengo que pelarla y partirla para poder disfrutarla.

Margaret hizo un frutero para las peras con una hoja de remolacha, que realzaba admirablemente su color castaño dorado. El señor Lennox la miraba más a ella que a las peras. Pero su padre, dispuesto a decidir con sumo cuidado el mismo sabor y la perfección de la hora que le había robado a su angustia, escogió primorosamente la fruta más madura y se sentó en el banco del jardín para disfrutarla a placer. El señor Lennox y Margaret pasearon por el sendero elevado junto al muro del sur, donde se oía el zumbido de las abejas que se afanaban en las colmenas.

—¡Qué vida tan agradable llevan ustedes aquí! Siempre he sentido cierto desdén por los poetas, con sus deseos de «Tenga yo mi cabaña al pie de una colina» y cosas por el estilo. Pero ahora creo que he sido un capitalino ignorante. En este momento tengo la impresión de que un año de vida tan serena como ésta compensaría con creces veinte años de duro estudio de leyes. ¡Qué cielos! —exclamó alzando la vista—, ¡qué follaje rojo y ambarino, tan perfectamente inmóvil! —concluyó, señalando algunos de los grandes árboles del bosque que cerraban el jardín como si fuera un nido.

—Le complacerá recordar que nuestros cielos no siempre son tan azules como ahora. También aquí llueve. Y las hojas se caen y se pudren, aunque a mí me parezca que Helstone es un lugar tan perfecto como el que más. Recuerde cómo menospreció mi descripción una tarde en Harley Street: «un pueblo de cuento de hadas».

—¡Menospreciar, Margaret! Ésa es una palabra bastante dura.

—Tal vez lo sea. Yo sólo sé que me hubiera gustado explicarle lo que me entusiasmaba entonces y usted…, ¿cómo lo diría?, habló irrespetuosamente de Helstone como un simple pueblecito de cuento.

—No volveré a hacerlo —dijo él con fervor. Doblaron la esquina del paseo.

—Casi desearía, Margaret —añadió, y se interrumpió, titubeante. Era tan insólito que el desenvuelto abogado titubeara que Margaret alzó la vista hacia él con cierto asombro inquisitivo; pero al instante (por algo de él que no podía determinar) deseó regresar junto a su madre, junto a su padre, a donde fuera pero lejos de él, pues estaba segura de que iba a decir algo a lo que no sabría qué responder. Pero el amor propio dominó al instante aquella súbita agitación, que esperaba que él no hubiera advertido. Claro que podría responder y responder lo adecuado. Era vil y despreciable de su parte no atreverse a oír lo que fuese, como si no tuviera fuerza para poner fin a cualquier conversación con su elevada dignidad pudorosa.

—Margaret —dijo él, sorprendiéndola al tomarle una mano, de modo que ella se vio obligada a quedarse donde estaba y escucharle, y se despreció por la palpitación que sintió en el pecho—. Margaret, desearía que no le gustara tanto Helstone, que no pareciera tan absolutamente dichosa y serena aquí. He estado esperando que pasaran estos tres meses para encontrarla añorando Londres y a los amigos de Londres, un poco, lo suficiente para que escuchara más amablemente —(pues ella intentaba tranquila pero firmemente soltarse la mano de la de él)— a alguien que no tiene mucho que ofrecer, es cierto, sólo proyectos para el futuro, pero que la ama, Margaret, casi a pesar de sí mismo. Margaret, ¿tanto la he sobresaltado? ¡Hable!

Pues advirtió que le temblaban los labios como si fuera a echarse a llorar. Ella hizo un gran esfuerzo para calmarse y no habló hasta que consiguió dominarse y que no le temblara la voz. Entonces dijo:

—Me ha sorprendido. No sabía que me estimara de ese modo. Le he considerado siempre un amigo; y, por favor, preferiría seguir haciéndolo. No me gusta que me hable como lo ha hecho. No puedo contestarle como quiere que lo haga, y, sin embargo, lamentaría muchísimo disgustarle.

—Margaret —dijo él, mirándola a los ojos, que le sostuvieron la mirada con expresión franca y directa, de absoluta buena fe y reacia a causar dolor. Él estuvo a punto de preguntarle si amaba a otro, pero pensó que la pregunta ofendería la pura serenidad de aquella mirada—. ¡Perdóneme! He sido demasiado brusco.