El señor Lennox observaba su gesto.

—Vamos, eso se llama traición —dijo ella—. ¿Cómo iba a imaginar yo que nos dibujaría al anciano Isaac y a mí cuando me pidió que le preguntara la historia de esas cabañas?

—Fue irresistible. No sabe qué tentación tan fuerte. Casi no me atrevo a decirle lo mucho que me gusta este esbozo.

Él no estaba totalmente seguro de que Margaret hubiera oído la última frase antes de irse al arroyo a lavar la paleta. Volvió bastante colorada, pero con expresión totalmente ingenua y despreocupada. Él se alegró de que así fuera, porque el comentario se le había escapado, en realidad, algo bastante raro en un hombre que premeditaba sus actos tanto como Henry Lennox.

El aspecto de la casa era perfecto y luminoso cuando llegaron. El ceño aborrascado de la señora Hale se había despejado bajo la propicia influencia de un par de carpas que le había regalado muy oportunamente una vecina. El señor Hale había regresado de sus visitas matinales y esperaba al visitante junto al portillo del jardín. Parecía todo un caballero con su chaqueta raída y su sombrero gastado. Margaret se enorgullecía de su padre, siempre le producía un orgullo nuevo y tierno ver la impresión favorable que causaba a todos los extraños. Pero escrutó con su mirada aguda el rostro paterno y encontró rastros de alguna preocupación inusual, que sólo había dejado a un lado de momento, pero no eliminado.

El señor Hale les pidió que le enseñaran los bocetos que habían pintado.

—Me parece que has hecho los tonos de la techumbre de paja demasiado oscuros, ¿no crees? —le dijo a Margaret al devolverle el suyo y tendió la mano para coger el del señor Lennox, que lo retuvo un momento, sólo un momento.

—¡No, papá! No lo creo. La siempreviva mayor y la uña de gato se han oscurecido mucho con la lluvia. ¿Se parecen, papá? —dijo ella atisbando por encima del hombro de su padre mientras él contemplaba las figuras del esbozo del señor Lennox.

—Sí, mucho. Tu figura y tu porte están muy bien. Y también la forma rígida de encorvar la espalda larga y reumática el pobre Isaac. ¿Qué es lo que cuelga de la rama del árbol? No puede ser un nido.

—¡Oh no! Es mi sombrero. No puedo pintar nunca con el sombrero puesto; me calienta mucho la cabeza. No sé si sabría pintar figuras. Hay por aquí muchas personas que me gustaría pintar.

—Yo diría que siempre conseguiría hacer un retrato que desee mucho hacer —dijo el señor Lennox—. Yo confío plenamente en la fuerza de voluntad. Creo que a mí mismo me ha salido bastante bien el suyo.

El señor Hale había entrado antes que ellos en la casa, mientras Margaret se entretenía cortando unas rosas para adornar con ellas su vestido matinal para la comida.

«Una joven londinense normal comprendería el significado implícito de ese comentario —pensó el señor Lennox—. Trataría de descifrar en todo lo que le dijera un joven el arrière-pensée de un cumplido. Pero no creo que Margaret…».

—¡Un momento! —exclamó—. Déjeme ayudarla.

Y cortó algunas rosas rojas aterciopeladas que Margaret no alcanzaba; luego dividió el botín, se puso dos en el ojal y la hizo pasar complacida y feliz a arreglar sus flores.

La conversación fluyó de forma agradable y tranquila durante la comida. Ambas partes tenían que hacerse muchas preguntas y que intercambiar las últimas noticias sobre los movimientos de la señora Shaw en Italia. Y por el interés de lo que se decía, la sencillez sin pretensiones de la vicaría, y sobre todo la proximidad de Margaret, el señor Lennox olvidó la leve decepción que había sentido al principio cuando vio que ella sólo le había dicho la pura verdad al describir el beneficio de su padre como muy pequeño.

—Margaret, cariño, podrías haber recogido unas peras para el postre —dijo el señor Hale cuando colocaron en la mesa el generoso lujo de una botella de vino recién decantada.

La señora Hale estaba apurada. Daba la impresión de que los postres fueran algo insólito e improvisado en la vicaría; pero si el señor Hale hubiera mirado detrás, habría visto bizcochos y mermelada, y además, todo dispuesto de forma ordenada en el aparador. Pero se le había metido en la cabeza la idea de las peras y no iba a renunciar a ellas.

—Hay algunas de donguindo maduras en el muro del sur que superan a todos los frutos y conservas extranjeros. Anda, Margaret, ve a buscarlas.

—Propongo que pasemos al jardín y las tomemos allí —dijo el señor Lennox—. No hay nada más delicioso que hincar los dientes en el fruto jugoso, crujiente, cálido y perfumado por el sol.