Pero eso no era nada comparado con la impresión que le produjeron las últimas palabras de su padre. ¿Qué quería decir? Era mucho peor por ser tan misterioso. Sintió un súbito escalofrío al ver la expresión de lastimosa angustia de su cara, casi como si implorara un juicio bondadoso y clemente de su hija. ¿Se habría visto implicado en algo que hubiera hecho Frederick? Su hermano era un proscrito. ¿Se habría comprometido su padre, llevado por el amor natural hacia su hijo, en algún…?
—¿De qué se trata, papá? ¡Por favor, dímelo! ¿Por qué no puedes seguir siendo clérigo? Estoy segura de que si se le explica al obispo todo lo que sabemos de Frederick, y la dureza e injusticia con…
—No se trata de Frederick. El obispo no tendría nada que ver con eso. Soy yo mismo. Te lo explicaré, Margaret. Contestaré a todas las preguntas por una sola vez ahora. Pero después de esta noche no volveremos a mencionarlo. Puedo afrontar las consecuencias de mis dolorosas y lamentables dudas, pero no soporto hablar de lo que tanto sufrimiento me ha causado.
—¿Dudas, papá? ¿Dudas religiosas? —preguntó Margaret, más asustada todavía.
—No, dudas religiosas no. Ni el más ligero menoscabo en eso.
Hizo una pausa. Margaret suspiró como si estuviera al borde de otro nuevo horror. Su padre continuó, hablando deprisa, dispuesto a cumplir una obligación:
—No lo entenderías bien si te explicara mi angustia durante los últimos años por saber si tenía algún derecho a conservar el beneficio, mis esfuerzos por apagar mis ardientes dudas con la autoridad de la Iglesia. ¡Oh, Margaret, cuánto amo a la santa Iglesia de la que tengo que excluirme! —Por un momento, no pudo continuar. Margaret no sabía qué decir; todo aquello le parecía tan arcano como si su padre estuviera a punto de hacerse mahometano.
»Hoy he estado leyendo sobre los dos mil que fueron expulsados de sus iglesias —añadió el señor Hale con una leve sonrisa—, tratando de conseguir un poco de su valor. Pero no sirve de nada, es inútil, no puedo evitar lamentarlo amargamente.
—Pero papá, ¿lo has considerado bien? ¡Parece tan espantoso, tan horrible! —dijo Margaret, y se echó a llorar a lágrima viva de pronto. El único fundamento sólido de su hogar, de la idea que tenía de su amado padre, parecía resquebrajarse y tambalearse. ¿Qué podía decir ella? ¿Qué había que hacer? El señor Hale vio la angustia de su hija y se armó de valor para intentar consolarla. Se tragó los sofocantes sollozos sin lágrimas que habían estado subiendo de su pecho hasta entonces, se acercó a la estantería y bajó un libro que leía a menudo últimamente y del que creía que había sacado fuerzas para emprender el camino que había iniciado.
—Escucha, querida Margaret —le dijo, rodeándole la cintura con un brazo. Ella tomó la mano de su padre entre las suyas y la apretó, pero no podía alzar la cabeza. En realidad, su agitación interior era tan grande que tampoco podía prestar atención a lo que leía él.
»Es el soliloquio de alguien que fue en tiempos clérigo de una parroquia rural como yo. Lo escribió el señor Oldfield, pastor de Carsington, en Derbyshire. Sus padecimientos se acabaron. Libró una buena batalla —dijo las dos últimas frases en voz baja, como si hablara consigo mismo. Luego, leyó en voz alta:
»"Cuando no puedas seguir en tu tarea sin deshonrar a Dios, desacreditar la religión, renunciar a tu integridad, herir la conciencia, destrozar la paz y arriesgarte a perder la salvación; en una palabra, cuando las condiciones en que debes continuar (si continúas) en tu cargo sean pecaminosas e injustificadas por la palabra de Dios, debes, sí, has de creer que Dios tomara tu mismo silencio, suspensión, privación y renuncia para Su gloria y una mayor difusión del Evangelio. Cuando Dios no te emplee de una forma, aun así lo hará de otra. Jamás faltará ocasión de servirle y honrarle al alma que desea hacerlo. No debes limitar al Santo de Israel pensando que sólo tiene un medio de glorificarse por ti. Él puede hacerlo por tu silencio tanto como por tu predicación, por tu renuncia tanto como por tu continuación en el cargo.
1 comment