No es el pretexto de hacer el máximo servicio a Dios o cumplir el deber más gravoso lo que excusará el menor pecado, aunque ese pecado nos permita cumplir ese deber o nos dé la oportunidad de hacerlo. Tendrás pocas gracias, alma mía, si cuando te acusen de corromper el culto a Dios falseando tus votos, finges que es necesario hacerlo para continuar en el ministerio".
Mientras leía esto, y consideraba mucho más que no leía, se armó de resolución, y sintió como si también él pudiera ser firme y valiente al hacer lo que consideraba justo. Pero cuando terminó, oyó el quedo sollozo convulsivo de Margaret y su coraje flaqueó bajo la viva sensación de sufrimiento.
—¡Margaret, cariño! —le dijo, estrechándola—. Piensa en los primeros mártires, piensa en los millares que han sufrido.
—Pero, padre —dijo ella, alzando de pronto la cara enrojecida y bañada de lágrimas—, los primeros mártires sufrieron por la verdad, mientras que tú…, ¡ay!, papá, querido papá.
—Yo sufro por la conciencia, hija mía —repuso él, con una dignidad que sólo era trémula por la profunda sensibilidad de su carácter—; debo seguir los dictados de mi conciencia. He soportado durante mucho tiempo remordimientos que habrían despertado a una mente menos aletargada y cobarde que la mía. —Movió la cabeza y continuó—: El vano deseo de tu madre, satisfecho al fin de la forma burlona en que suelen cumplirse los deseos demasiado fervientes, como tomatillos del diablo que son, ha provocado esta crisis, por lo que debería estar agradecido, y creo que lo estoy. El obispo me ofreció otro beneficio hace menos de un mes. Si lo hubiese aceptado habría tenido que hacer una nueva declaración de conformidad con la liturgia en mi investidura. Intenté hacerlo, Margaret; intenté conformarme rechazando sin más el ascenso adicional y quedándome tranquilamente aquí, sofocando mi conciencia como lo había hecho antes. ¡Que Dios me perdone!
Se levantó y paseó de un lado a otro de la habitación mascullando palabras de remordimiento y humillación, de las que Margaret sólo oyó algunas, y lo agradeció. Al final dijo:
—Vuelvo a la triste carga anterior, Margaret: tenemos que marcharnos de Helstone.
—¡Sí! Comprendo. Pero ¿cuándo?
—He escrito al obispo informándole de mi intención de renunciar a la vicaría. Supongo que ya te lo he dicho, pero se me olvidan las cosas precisamente ahora —dijo el señor Hale, sumiéndose de nuevo en su actitud abatida en cuanto empezó a hablar de los crudos detalles prácticos—. Ha sido amabilísimo; ha empleado argumentos y amonestaciones, todo en vano…, en vano. Son lo mismo que me he repetido yo sin resultados. Tengo que presentar la renuncia y visitar al obispo para despedirme de él. Será una prueba. Pero peor, mucho peor, será despedirme de mis amados feligreses. Se ha nombrado un coadjutor para que dirija los oficios, un tal señor Brown. Vendrá mañana a quedarse con nosotros. El próximo domingo daré mi sermón de despedida.
¿Iba a ser tan repentino, entonces?, se preguntó Margaret. Aunque tal vez fuese mejor así. Prolongarlo sería hurgar más en la llaga; era preferible sumirse en el aturdimiento oyendo todos aquellos preparativos que parecían estar casi terminados antes de decírselo a ella.
—¿Qué dice mamá? —preguntó, con un profundo suspiro.
Para su sorpresa, su padre empezó a pasear de nuevo por la estancia antes de contestar. Al fin se detuvo y replicó:
—Margaret, soy un vil cobarde en realidad. No soporto causar dolor. Sé perfectamente que la vida de casada de tu madre no ha sido lo que ella esperaba, lo que tenía derecho a esperar; y ahora esto va a ser un golpe tan fuerte que no he tenido valor para decírselo. Pero hay que decírselo, ya —dijo, mirando a su hija con tristeza. Margaret se quedó casi anonadada ante la idea de que su madre no supiese nada y todo el asunto estuviera tan adelantado.
—Sí, hay que decírselo —dijo Margaret—. A lo mejor, pese a todo, no se… ¡Oh, sí!, lo hará. Se disgustará —añadió, sintiendo de nuevo el impacto del golpe al intentar determinar cómo reaccionaria otro—.
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