Pero se recobró de inmediato.
—Sí, papá, habría que decidirlo pronto y definitivamente, como dices tú. ¡Pero mamá no sabe nada! Eso es lo más embarazoso.
—¡Pobre Maria! —repuso el señor Hale con ternura—. ¡Pobre, pobre Maria! ¡Ay, qué fácil sería si no estuviera casado, si estuviera solo en el mundo! ¡La verdad es que no me atrevo a decírselo, Margaret!
—Bueno —dijo Margaret con tristeza—. Lo haré yo. Dame hasta mañana por la noche para elegir el momento. ¡Ay, papá! —exclamó súbitamente en tono suplicante y apasionado—: ¡Dime que es una pesadilla! ¡Convénceme de que esto no es la realidad sino un mal sueño! ¡No puedes decir en serio que vas a dejar la Iglesia, a renunciar a Helstone, a separarte para siempre de mamá y de mí, arrastrado por una ilusión, por una tentación! ¡No es posible!
El señor Hale mantuvo una calma rígida mientras su hija hablaba.
Luego la miró a la cara y le dijo en tono pausado, lento y ronco:
—Es así, Margaret. No te engañes dudando de la sinceridad de mis palabras, de la firmeza de mi resolución y mi propósito.
Guardó silencio y se quedó mirándola del mismo modo fijo y gélido unos instantes. Ella le devolvió la mirada con expresión suplicante hasta que se convenció de que todo aquello era irrevocable. Entonces se levantó y se dirigió hacia la puerta, sin una palabra ni una mirada más. Posó los dedos en la manilla y oyó que la llamaba. Estaba de pie junto a la chimenea, encogido y encorvado. Pero cuando ella se acercó, se irguió cuan alto era, le puso las manos en la cabeza y dijo con solemnidad:
—¡Que Dios te bendiga, hija mía!
—Y que te devuelva a Su Iglesia —respondió ella, desbordada por la emoción. Acto seguido temió que su respuesta a la bendición paterna hubiese sido irreverente, errónea, que pudiera herirle por proceder de su hija, y le echó los brazos al cuello. Él la estrechó unos instantes. Margaret le oyó murmurar para sí: «Los mártires y los confesores tuvieron que soportar más dolor. No flaquearé».
En aquel momento los sobresaltó la voz de la señora Hale que preguntaba por su hija. Se separaron plenamente conscientes de todo lo que les esperaba. El señor Hale se apresuró a decirle:
—Ve, Margaret, ve. Mañana pasaré el día fuera. Cuando regrese por la noche ya se lo habrás dicho a tu madre.
—Sí —repuso ella. Y volvió a la sala en un estado de aturdimiento y confusión.
Capítulo V
Decisión
Te pido un amor vigilante
sabio, atento y leal,
que sepa en la alegría sonreír,
y los ojos llorosos enjugar;
y un corazón descuidado de sí,
que sepa comprender y calmar.
ANONIMO[6]
Margaret fue una buena oyente de todos los pequeños planes que había hecho su madre para aliviar un poco la suerte de los feligreses más pobres. No podía por menos que escuchar, aunque cada nuevo proyecto era una puñalada en su corazón. Cuando llegaran las heladas estarían lejos de Helstone. El reumatismo del anciano Simon podría agravarse, podría empeorar su vista, y no habría nadie que fuera a leerle y a confortarle con tazones de caldo y prendas de abrigo de buena franela roja. O si lo había, sería un extraño, y el anciano la esperaría en vano a ella. El hijito tullido de Mary Domville se arrastraría hasta la puerta y esperaría mirando para verla salir del bosque. Aquellos pobres amigos nunca comprenderían por qué los había abandonado; y había muchos otros, además.
—Papá siempre ha gastado los ingresos del beneficio en la parroquia. Quizá esté usando las cuotas siguientes, pero el invierno puede ser muy crudo y tenemos que ayudar a nuestros pobres ancianos.
—Bueno, mamá, haremos lo que podamos —dijo Margaret impaciente, sin ver el aspecto prudencial del asunto y aferrándose sólo a la idea de que prestarían aquella ayuda por última vez—. Tal vez no sigamos aquí mucho tiempo.
—¿Te encuentras mal, cariño? —preguntó la señora Hale preocupada, malinterpretando la insinuación de Margaret sobre la incertidumbre de permanecer en Helstone—. Estás pálida y cansada.
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