No soporto las objeciones. Me hacen vacilar.
Margaret resolvió guardar silencio. Al fin y al cabo, ¿qué importaba adónde fueran, comparado con el único cambio terrible?
El señor Hale prosiguió:
—Hace unos meses, cuando mi suplicio de dudas se hizo superior a lo que podía soportar sin hablar con alguien, escribí al señor Bell. ¿Recuerdas al señor Bell, Margaret?
—No. Creo que no lo he visto nunca. Pero sé quién es. El padrino de Frederick, tu antiguo tutor en Oxford, ¿no?
—Sí. Es miembro de la corporación de Plymouth College. Es oriundo de Milton del Norte, me parece. El caso es que tiene allí propiedades, cuyo valor ha aumentado mucho desde que Milton se ha convertido en una ciudad industrial tan grande. Bueno; tenía razones para suponer (imaginar) que era preferible no decir nada al respecto, sin embargo. Pero estaba seguro de la comprensión del señor Bell. No sé si me dio mucha fuerza. Ha llevado siempre una vida cómoda en su colegio. Pero no podría haber sido más amable. Y debido a él vamos a ir a Milton.
—¿Qué? —dijo Margaret.
—Bueno, tiene allí arrendatarios, casas y talleres. Así que, aunque el lugar es demasiado bullicioso para sus hábitos y no le gusta, está obligado a mantener cierto tipo de contacto. Y me dice que sabe que hay buenas oportunidades para un profesor particular allí.
—¡Profesor particular! —exclamó Margaret con aire displicente—. ¿Para qué van a querer los industriales a los clásicos o la literatura o los conocimientos de un caballero?
—Bueno —contestó su padre—, parece que algunos son individuos refinados, conscientes de sus propias carencias, que es más de lo que puede decirse de muchos hombres de Oxford. Algunos desean aprender, están decididos a hacerlo aunque hayan llegado a la edad adulta. Algunos desean que sus hijos sean más instruidos que ellos. Lo cierto es que hay una oportunidad, tal como he dicho, para un profesor particular. El señor Bell me ha recomendado a un tal señor Thornton, arrendatario suyo y hombre muy inteligente, en la medida en que puedo juzgar por sus cartas. Y en Milton, Margaret, encontraré una vida ocupada, aunque no sea una vida feliz, y personas y escenarios tan distintos que no me recordarán nunca Helstone.
Había un motivo secreto, como bien sabía Margaret por sus propios sentimientos. Sería diferente. Pese a ser discordante (sentía casi aversión por todo lo que había oído siempre del Norte de Inglaterra, los fabricantes, la gente, el campo inhóspito y agreste), contaba sin embargo con esta única virtud: sería diferente de Helstone y jamás les recordaría aquel amado lugar.
—¿Cuándo nos marcharemos? —preguntó Margaret tras un breve silencio.
—No lo sé con exactitud. Quería hablar de ello contigo. Verás, tu madre no sabe nada todavía. Pero creo que dentro de unos quince días… Una vez presentada la renuncia ya no tendré derecho a quedarme.
Margaret estaba casi anonadada.
—¡Dentro de quince días!
—No, bueno, no exactamente. No hay nada establecido —dijo su padre con angustiosa vacilación al ver el dolor que nublaba los ojos de su hija y el súbito cambio de su expresión.
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