¿Hasta dónde había llegado su padre, qué distancia había recorrido llevado por las dudas que ella consideraba tentaciones del Maligno? Deseaba saberlo pero no se lo habría preguntado por nada del mundo.
La mañana despejada y fresca hizo que su madre se sintiera especialmente bien y animada a la hora del desayuno. Siguió hablando y planeando las buenas obras del pueblo, ajena al silencio de su esposo y a las respuestas monosilábicas de Margaret. El señor Hale se levantó antes de que recogieran la mesa. Posó una mano en ella como para apoyarse.
—No volveré hasta la noche. Voy al campo de Bracy y pediré al granjero Dobson que me dé algo de comer. Volveré a las siete para la cena.
No miró a ninguna de las dos, pero Margaret entendió lo que quería decir: a las siete tenía que haberle dado ya la noticia a su madre. El señor Hale habría esperado a hacerlo a las seis y media, pero Margaret no era de la misma pasta que él. Ella no podía aguantar aquella carga todo el día, prefería pasar el peor trago cuanto antes. El día sería demasiado corto para consolar a su madre. Pero mientras estaba de pie junto a la ventana, pensando cómo empezar y esperando que la sirvienta saliera de la habitación, su madre subió a arreglarse para ir a la escuela. Bajó preparada para marcharse, más animada de lo habitual.
—Mamá, ven conmigo al jardín esta mañana. Demos sólo una vuelta —le dijo Margaret, rodeándole la cintura con un brazo.
Pasaron por la puerta vidriera abierta. La señora Hale dijo algo. Margaret no la entendió, se fijó en una abeja que entraba en una campanilla: cuando saliera con su botín, empezaría, ésa sería la señal… Salió.
—¡Mamá! ¡Papá va a dejar Helstone! —dijo bruscamente—. Va a dejar la Iglesia y se irá a vivir a Milton del Norte.
Ya estaban los tres hechos innegables, apenas explicables.
—¿Por qué dices eso, Margaret? —preguntó la señora Hale, sorprendida e incrédula—. ¿Quién te ha dicho semejante insensatez?
—Papá, él mismo —contestó Margaret, deseando añadir algo amable y consolador, pero sin saber cómo hacerlo. Llegaron al banco del jardín. La señora Hale se sentó y se echó a llorar.
—No te comprendo —dijo—. O has cometido un grave error o no te entiendo en absoluto.
—No, madre, no he cometido ningún error. Papá ha escrito al obispo comunicándole que tiene tales dudas que en conciencia no puede seguir siendo pastor de la Iglesia anglicana y que tiene que abandonar Helstone. Ha consultado también al señor Bell, el padrino de Frederick, ya sabes, mamá. Y se ha decidido que vayamos a vivir a Milton del Norte.
La señora Hale no apartó la mirada de la cara de su hija mientras hablaba: su tristeza le indicaba que al menos ella creía que era verdad lo que le estaba diciendo.
—No puedo creerle —dijo la señora Hale al fin—. Si fuese cierto me lo habría dicho antes de llegar a este punto.
Margaret estaba plenamente convencida de que su madre tendría que haber sido informada de todo: fueran cuales fuesen sus quejas y lamentaciones, no estaba bien que su padre dejara que se enterase de su cambio de opinión y de su inminente cambio de vida por su propia hija, que sabía más que ella de todo aquello. Margaret se sentó junto a su madre, le hizo apoyar la cabeza en su pecho e inclinó sus suaves mejillas cariñosamente para acariciarle la cara.
—¡Queridísima mamá! Nos asustaba tanto darte un disgusto… Papá estaba tan preocupado…, sabes que no eres fuerte y habrías tenido que pasar por una terrible tensión.
—¿Cuándo te lo explicó a ti, Margaret?
—Ayer, mamá. Ayer mismo —repuso Margaret, detectando los celos que habían provocado la pregunta—. ¡Pobre papá! —añadió, tratando de desviar los pensamientos de su madre hacia la comprensión compasiva de todo lo que había pasado su padre. La señora Hale levantó la cabeza.
—¿Qué quiere decir con lo de que tiene dudas? —preguntó—. Estoy segura de que no se refiere a que piensa de otro modo, que sabe más que la propia Iglesia.
Margaret movió la cabeza con los ojos llenos de lágrimas, pues su madre había puesto el dedo en la llaga de su propio pesar.
—¿No puede hacerle entrar en razón el obispo? —preguntó la señora Hale, casi impaciente.
—Me temo que no —dijo Margaret—. Pero no se lo pregunté. No hubiera soportado lo que pudiera contestarme.
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