Todo está arreglado hasta cierto punto. Dejará Helstone dentro de quince días. No sé exactamente si dijo que había presentado la renuncia.

—¡Quince días! —exclamó la señora Hale—. Creo que todo esto es muy extraño, y nada correcto. Me parece insensible —dijo, empezando a relajarse con las lágrimas—. Dices que tiene dudas y que renuncia al beneficio, y todo sin consultarme. Creo que si me hubiera explicado sus dudas al principio, podría haberlas cortado de raíz.

Margaret pensaba que su padre no había obrado bien, pero no soportaba oírselo decir a su madre. Sabía que la reserva de él se debía al cariño que sentía por ella, y que podía ser cobarde pero no insensible.

—Casi esperaba que te alegraras de dejar Helstone, mamá —dijo, tras una pausa—. Nunca te has sentido bien en este aire, ya sabes.

—No creerás que la atmósfera cargada de humos de una ciudad industrial llena de chimeneas y sucia como Milton del Norte será mejor que este aire, que es puro y dulce, aunque sea demasiado húmedo y enervante. ¡Imagínate lo que será vivir entre las fábricas y la gente de las fábricas! Claro que si tu padre deja la Iglesia no nos admitirán en sociedad en ningún sitio. ¡Será una gran desgracia para nosotros! Pobrecito sir John. Menos mal que no vive para ver a lo que ha llegado tu padre. Todos los días después de comer, cuando era niña y vivía con tu tía Shaw en Beresford Court, sir John acostumbraba a hacer el primer brindis: «¡Por la Iglesia y el Rey, y abajo el Parlamento!».[7]

Margaret se alegró de que su madre dejara de pensar en el silencio de su marido con ella sobre el tema que debía de ser más caro a su corazón. Después de la profunda angustia vital por la naturaleza de las dudas de su padre, ésa era la circunstancia del caso que le causaba más dolor.

—Bueno, aquí nos relacionamos muy poco, mamá. Los Gorman, que son nuestros vecinos más próximos (que podamos considerar buena sociedad, y casi nunca los vemos), son comerciantes hace tanto tiempo como la gente de Milton del Norte.

—Sí —dijo la señora Hale casi con indignación—, pero de todos modos los Gorman hacían carruajes para casi toda la pequeña nobleza del condado y de alguna forma se relacionaban con ella. Pero esa gente de las fábricas, ¿a quién se le va a ocurrir usar algodón si puede usar lino?

—Bueno, mamá, renuncio a los algodoneros; no los estoy defendiendo más que a otros comerciantes. Sólo que tendremos que relacionarnos lo mínimo con ellos.

—¿Puede saberse por qué ha elegido tu padre Milton?

—En parte, porque no se parece nada a Helstone —contestó Margaret con un suspiro—; y, en parte, porque el señor Bell dice que allí hay oportunidades para un profesor particular.

—¡Profesor particular en Milton! ¿Por qué no puede ir a Oxford y dar clase a los caballeros?

—¡Lo olvidas, mamá! Deja la Iglesia a causa de sus opiniones: sus dudas no le ayudarían nada en Oxford.

La señora Hale guardó silencio un rato, llorando quedamente. Al final dijo:

—Y los muebles, ¿cómo se supone que vamos a organizar el traslado? Nunca, nunca he hecho un traslado, y sólo disponemos de quince días para organizarlo todo.

Margaret se sintió indeciblemente aliviada al ver que la angustia y la aflicción de su madre se reducían a ese punto, que a ella le parecía tan insignificante, y en lo que podría ayudar mucho. Hizo planes y promesas y demostró a su madre cómo organizar todo lo que se podía hacer hasta que supieran más concretamente lo que se proponía el señor Hale. No se separó de ella en todo el día; se concentró con toda el alma en comprender los diversos cambios de sus sentimientos. Hacia el atardecer, empezó a ponerse cada vez más nerviosa pensando que su padre tenía que encontrar un hogar acogedor y tranquilizante cuando llegara tras un día de fatiga y angustia. Insistió en lo que tenía que haber sufrido en secreto durante tanto tiempo; su madre sólo respondía fríamente que debía habérselo dicho y que así al menos habría tenido alguien que le aconsejara. Se sintió desfallecer cuando oyó los pasos de su padre en el vestíbulo. No se atrevió a salir a recibirle y explicarle lo que había hecho durante todo el día por miedo al enojo celoso de su madre. Le oyó pararse, como si la esperara a ella o alguna señal de ella, y no se atrevió a moverse. Vio el temblor de labios y la palidez de su madre y supo que también ella se había dado cuenta de que había llegado su esposo. Él abrió la puerta de la habitación y se quedó allí plantado sin saber si entrar o no. Estaba triste y pálido, tenía una expresión temerosa y tímida en los ojos, algo que resulta casi lastimoso en la cara de un hombre; pero su gesto de incertidumbre y abatimiento, de languidez física y mental conmovió a su esposa, que se acercó a él y se arrojó en su pecho, gritando:

—¡Oh, Richard, Richard! ¡Debías habérmelo dicho antes!

Margaret los dejó entonces y subió las escaleras llorando; se echó en la cama y ocultó la cara en los cojines para sofocar los sollozos histéricos que brotaron incontenibles al fin tras el tenso dominio de sí misma que había mantenido todo el día.

No sabía cuánto tiempo llevaba así. No oyó ningún ruido, aunque la doncella entró a ordenar la habitación. La muchacha salió de puntillas aterrada y fue a decirle a la señora Dixon que la señorita Hale estaba llorando desgarradoramente, que si seguía llorando de aquel modo se pondría malísima, seguro.