Margaret carecía de experiencia en los asuntos prácticos que había que solucionar y no sabía a quién acudir en busca de consejo. La cocinera y Charlotte trabajaban muy dispuestas y con tenacidad en todo el traslado y empaquetamiento; y en cuanto a eso, el admirable sentido de Margaret le permitió ver lo que era mejor y dirigir cómo debía hacerse. Pero ¿adónde irían? Tenían que marcharse en una semana. ¿Directamente a Milton o adónde? Muchos preparativos dependían de eso concretamente, y Margaret decidió preguntárselo a su padre una noche, a pesar de su fatiga y abatimiento evidentes. Él contestó:
—Pero hija, la verdad es que he tenido demasiadas cosas en que pensar para ocuparme de eso. ¿Qué dice tu madre? ¿Qué quiere ella? ¡Pobre Maria!
Le respondió un eco más sonoro que su suspiro. Dixon acababa de entrar en la habitación a buscar otra taza de té para la señora Hale, y al oír las últimas palabras del señor Hale, y protegida de la mirada recriminatoria de Margaret por su presencia, se atrevió a decir:
—¡Mi pobre señora!
—Espero que no se encuentre peor hoy —dijo el señor Hale, volviéndose apresuradamente.
—No podría decirlo, señor. No me corresponde a mí juzgar. La enfermedad parece mental más que física.
El señor Hale se mostró infinitamente afligido.
—Será mejor que lleves el té a mamá antes de que se enfríe, Dixon —dijo Margaret en tono de serena autoridad.
—Oh, le pido disculpas, señorita. Me he distraído pensando en mi pobre…, en la señora Hale.
—¡Papá! —dijo Margaret—. Es esta incertidumbre lo que os hace más daño a los dos. Es lógico que mamá lamente tu cambio de opiniones, eso no podemos evitarlo —añadió suavemente—. Pero ahora sabemos a qué atenernos, al menos hasta cierto punto. Y creo que podría conseguir que mamá me ayudara en los planes si me dijeras cuáles son. Ella no ha manifestado nunca ningún deseo en ningún sentido, y sólo piensa en lo inevitable. ¿Iremos directamente a Milton? ¿Has buscado casa allí?
—No —contestó él—. Supongo que tendremos que ir a un hostal y buscar luego una casa.
—¿Y embalar los muebles para poder dejarlos en la estación de tren hasta que encontremos una?
—Supongo que sí. Tú haz lo que te parezca mejor. Pero recuerda que dispondremos de mucho menos dinero.
Margaret sabía perfectamente que nunca habían nadado en la abundancia. De pronto tuvo la sensación de que echaban sobre sus hombros una carga muy pesada. Hacía sólo cuatro meses, todas las decisiones que tenía que tomar consistían en qué vestido ponerse para la cena y en ayudar a Edith a redactar las listas de invitados y a decidir quién debía sentarse junto a quién en las cenas. Y el hogar en que vivía no requería que se tomaran muchas decisiones. Excepto en el único caso importante de la propuesta de matrimonio del capitán Lennox, todo funcionaba como un reloj. Su tía y su prima mantenían una larga discusión una vez al año para decidir si iban a la isla de Wight, al extranjero o a Escocia; pero en tales ocasiones, Margaret estaba segura de llegar sin el menor esfuerzo personal al tranquilo refugio del hogar. Ahora, desde la visita del señor Lennox que la había sobresaltado obligándola a tomar una decisión, cada día tenía que resolver algún problema de suma importancia para ella y para aquellos a quienes amaba.
El señor Hale subió a hacer compañía a su esposa después del té. Margaret se quedó sola en la sala. De pronto cogió una vela y fue al estudio de su padre a buscar un atlas grande; volvió con él a la sala y empezó a examinar detenidamente el mapa de Inglaterra. Estaba a punto de incorporarse alegremente cuando su padre bajó las escaleras.
—Papá, se me ha ocurrido un plan estupendo. Mira, ven: en Darkshire, a menos de un dedo de Milton, está Heston, que siempre he oído decir a la gente que vive en el Norte que es un pueblecito de baños muy agradable. A ver qué te parece.
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