A consecuencia de esto, Margaret sintió que la tocaban y se incorporó; vio la habitación habitual, y, en la penumbra, la figura de Dixon, que estaba de pie con la vela un poco retirada por miedo al efecto que pudiera causar la luz en los ojos asustados de la señorita Hale, hinchados y cegados.

—Oh, Dixon, no te he oído entrar —dijo Margaret reanudando su tembloroso autocontrol—. ¿Es muy tarde? —prosiguió, incorporándose lánguidamente y disponiéndose a salir de la cama, posando los pies en el suelo pero sin levantarse, mientras se retiraba el pelo revuelto de la cara e intentaba mostrarse como si no pasara nada, como si sólo hubiera estado durmiendo.

—No tengo ni idea de la hora que es —contestó Dixon en tono ofendido—. He perdido la noción del tiempo desde que la señora me dio la espantosa noticia cuando la ayudaba a vestirse para la cena. Y desde luego no sé lo que va a ser de todos nosotros. Cuando Charlotte me ha dicho ahora mismo que usted estaba llorando, señorita Hale, pensé, no me extraña, pobrecita. Y mira que ocurrírsele ahora al señor hacerse disidente a estas alturas de la vida, cuando, aunque no pueda decirse que le haya ido bien en la Iglesia, tampoco es que le haya ido tan mal, después de todo. Tuve un primo, señorita, que se hizo predicador metodista a los cincuenta y tantos años, después de ser sastre toda la vida. Claro que él nunca había sido capaz de hacer unos pantalones como Dios manda mientras se había dedicado al oficio de sastre, así que no era tan raro. ¡Pero el señor! Como le dije a la señora: «¿Qué habría dicho el pobre sir John? ¡Él no quería que se casara con el señor Hale, pero le aseguro que si hubiera sabido que todo acabaría así, sus juramentos hubieran sido peores que nunca, si tal cosa fuese posible! ».

Dixon estaba tan acostumbrada a hacer comentarios sobre el proceder del señor Hale a su señora (que la escuchaba o no, según el humor del momento) que no advirtió la mirada fulminante y el rictus indignado de Margaret. ¡Tener que escuchar que una sirvienta le hablara de su padre así a la cara!

—Dixon —dijo, en el tono bajo que empleaba siempre cuando estaba muy nerviosa, y en el que había un rumor de tumulto lejano o de tormenta amenazadora que se desencadenaba a lo lejos—. ¡Dixon! Olvidas con quién estás hablando.

Se irguió y se puso de pie con firmeza, encarándose con la doncella y clavando en ella su mirada fija y perspicaz.

—Soy la hija del señor Hale —añadió—. Márchate. Has cometido un error extraño, y estoy segura de que tus buenos sentimientos harán que lo lamentes cuando pienses en ello.

Dixon se demoró unos minutos en la habitación, indecisa. Margaret repitió:

—Debes marcharte, Dixon. Quiero que lo hagas.

Dixon no sabía si tomar a mal tan decididas palabras o echarse a llorar. Ambos métodos habrían surtido efecto con su señora. Pero, como se dijo a sí misma: «La señorita Margaret tiene algo del anciano caballero, igual que el pobre señorito Frederick; ¿de dónde lo sacarán?». Y ella, que se habría ofendido si alguien le hubiera dicho aquello de forma menos resuelta y altiva, se contuvo lo suficiente para decir en tono humilde y dolido:

—¿Le desabrocho el vestido y le arreglo el pelo, señorita?

—¡No, esta noche no, gracias!

Margaret la hizo salir de la habitación y cerró la puerta. Dixon obedeció. A partir de entonces, admiró siempre a Margaret. Decía que era porque se parecía mucho al pobre señorito Frederick; pero lo cierto era que a ella, como a tantos otros, le gustaba que la mandara alguien de carácter fuerte y decidido.

Margaret necesitó toda la ayuda de Dixon en acción y que guardara silencio; pues, durante un tiempo, ésta consideró un deber demostrar que estaba ofendida hablando lo menos posible a su señorita; así que concentró sus energías en actuar más que en hablar. Quince días era muy poco tiempo para hacer todos los preparativos de un traslado tan importante. Como dijo Dixon: «Cualquiera menos un caballero, en realidad cualquier otro caballero…». Advirtió justo en este punto la mirada rotunda y severa de Margaret, y una tos súbita le impidió acabar la frase; aceptó dócilmente la pastilla de marrubio que le ofreció Margaret para calmar «el picor de garganta, señorita». Pero cualquiera menos el señor Hale habría tenido suficiente sentido práctico para comprender que en tan poco tiempo sería imposible encontrar una casa en Milton del Norte, y en realidad en cualquier sitio, para trasladar el mobiliario que tenían que sacar de la vicaría de Helstone.

La señora Hale se sintió tan abrumada por los problemas y por la necesidad de tomar decisiones inmediatas que parecía recaer de pronto sobre ella, que se puso enferma. A Margaret casi le pareció un alivio que su madre decidiera guardar cama y dejara que se encargara de organizarlo todo ella. Y Dixon, fiel a su deber de acompañante, atendía a su señora y sólo salía del dormitorio de la señora Hale para mover la cabeza y murmurar para sí de un modo que Margaret decidió ignorar. Pues lo único claro y urgente era que tenían que marcharse de Helstone. Ya habían nombrado al sucesor del señor Hale en el beneficio; y, en todo caso, después de la decisión de su padre, no debía haber demora, tanto por él como por todo lo demás. Había decidido despedirse personalmente de cada feligrés y cada tarde regresaba a casa más deprimido.