Y no tener tantas damas de honor y que no hubiera banquete nupcial. Creo que estoy reaccionando contra las mismas cosas que más problemas me han causado precisamente ahora.
—No, no lo creo. La idea de espléndida sencillez coincide con su carácter en todo.
Esta forma de hablar no le gustaba nada a Margaret. Y se asustó todavía más al recordar otras ocasiones en las que el señor Lennox había intentado llevarla a una discusión sobre su carácter y su forma de actuar (en la que él desempeñaba el papel elogioso). Le cortó diciendo bastante bruscamente:
—Es natural que yo piense en la iglesia de Helstone y en el paseo hasta ella y no en un viaje en coche a una iglesia de Londres por una calle empedrada.
—Hábleme de Helstone. Nunca me lo ha descrito. Me gustaría tener alguna idea del lugar en el que vivirá usted cuando el número noventa y seis de Harley Street parezca lúgubre, sucio, feo y cerrado. Dígame, ¿es Helstone un pueblo o una ciudad?
—¡Oh, es sólo una aldea! Creo que no podría considerarse pueblo en absoluto. Es sólo la iglesia y unas cuantas casas en el campo, más bien cabañas, todas cubiertas de rosales.
—Que, para completar el cuadro, florecen todo el año, especialmente en Navidad —dijo él.
—No —repuso Margaret, un poco enfadada—. No estoy haciendo un cuadro. Sólo intento describir Helstone tal como es. No debería haber dicho eso.
—Lo lamento —dijo él—. Es que parecía un pueblecito de cuento de hadas más que de la vida real.
—Y lo es —replicó Margaret con impaciencia—. Todos los demás lugares de Inglaterra que he visto resultan prosaicos y duros comparados con el New Forest. Helstone parece un pueblo de un poema, de uno de los poemas de Tennyson. Pero no seguiré describiéndolo. Se reirá de mí si lo hago, si le digo lo que me parece, lo que es realmente.
—No lo haré, de verdad. Pero ya veo que no va a cambiar de idea. Bueno, pues entonces me gustaría todavía más saber cómo es la casa parroquial.
—Oh, no puedo describir mi hogar. Es el hogar, y no puedo expresar su encanto con palabras.
—Me rindo. Está usted muy severa esta noche, Margaret.
—¿Cómo? —preguntó ella, posando directamente en él sus ojos grandes y dulces—. No lo sabía.
—Bueno, no me dirá cómo es Helstone ni me dirá nada de su hogar porque he hecho un comentario desafortunado, aunque le he dicho cuánto me gustaría saber ambas cosas, sobre todo lo segundo.
—Pero es que en realidad no puedo hablarle de mi casa. Creo que es algo sobre lo que no hay que hablar, a menos que la conociera.
—Bien, pues entonces —hizo una breve pausa—, cuénteme qué hace allí. Aquí lee, recibe lecciones o se cultiva de alguna otra forma hasta el mediodía; da un paseo antes del almuerzo, sale en coche con su tía después y tiene algún tipo de compromiso por la tarde. Vamos, ahora explíqueme cómo pasará el día en Helstone. ¿Dará paseos a caballo, en coche o a pie?
—A pie, por supuesto. No tenemos caballos, ni siquiera uno para papá. Él va caminando hasta los confines de su parroquia. Los paseos son tan bonitos que sería una vergüenza ir en coche, casi lo sería incluso ir a caballo.
—¿Trabajará mucho en el jardín? Creo que ésa es una ocupación propia de señoritas en el campo.
—No lo sé. Me temo que no me gustaría mucho un trabajo tan duro.
—¿Tiro al arco, excursiones, bailes, cacerías?
—¡Oh, no! —dijo ella riéndose—.
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