Papá gana muy poco, pero creo que no haría nada de eso aunque pudiéramos permitírnoslo.
—Ya veo que no va a contarme nada. Sólo me dirá que no hará esto o aquello. Creo que le haré una visita antes de que terminen las vacaciones y así veré a qué se dedica realmente.
—Espero que lo haga. Así comprobará personalmente lo precioso que es Helstone. Ahora tengo que irme. Edith se dispone a tocar y mis conocimientos musicales sólo me permiten pasarle las hojas; además, a tía Shaw no le gusta que hablemos.
Edith tocó espléndidamente. A la mitad de la pieza, se entreabrió la puerta, y Edith vio al capitán Lennox, que vacilaba sin saber si entrar o no. Ella abandonó la música y salió corriendo de la habitación, dejando que Margaret explicara a los asombrados invitados, confusa y ruborizada, la visión que había provocado la súbita huida de Edith. El capitán Lennox había llegado antes de lo que esperaban; ¿o sería realmente tan tarde ya? Todos consultaron sus relojes, manifestaron cumplida sorpresa y se marcharon.
Edith volvió luego pletórica de dicha, acompañando a su alto y apuesto capitán con timidez y orgullo. Los hermanos Lennox se saludaron con un apretón de manos y la señora Shaw recibió al capitán a su modo amable y discreto, que tenía siempre algo quejumbroso, debido al prolongado hábito de considerarse víctima de un matrimonio incompatible. Ahora que, tras la muerte del general, disfrutaba de todas las ventajas de la vida con los mínimos inconvenientes, se había sentido bastante perpleja al descubrir si no pena, sí angustia. Pero últimamente se había concentrado en la propia salud como motivo de aprensión. Siempre que pensaba en ello le daba una tosecilla nerviosa, y algún médico complaciente le había prescrito justo lo que ella deseaba: un invierno en Italia. La señora Shaw tenía deseos tan fuertes como la mayoría, pero no le gustaba hacer nada por el claro y manifiesto motivo de su propia voluntad y placer. Prefería verse impulsada a satisfacer sus gustos por la orden o el deseo de otra persona. Se convencía realmente de que no hacía más que someterse a alguna cruda necesidad externa; y así podía gemir y quejarse a su modo delicado, cuando en realidad estaba haciendo lo que quería.
Y así fue como empezó a hablar de su propio viaje al capitán Lennox, que asentía debidamente a cuanto decía su futura suegra mientras buscaba con los ojos a Edith, que estaba poniendo la mesa y pidiendo toda clase de manjares exquisitos, pese a que él le había asegurado que había cenado hacía menos de dos horas.
El señor Henry Lennox contemplaba divertido la escena familiar, apoyado en la repisa de la chimenea. Estaba junto a su apuesto hermano. El era el feo de una familia singularmente bien parecida, pero tenía una cara inteligente, animosa y expresiva. Margaret se preguntaba qué estaría pensando mientras guardaba silencio, aunque era evidente que observaba con interés un tanto sarcástico lo que hacían Edith y ella. El sarcasmo se debía a la conversación de la señora Shaw con su hermano y no tenía nada que ver con el interés que le producía la bella escena de las dos primas tan atareadas con los preparativos de la mesa. Edith quería ocuparse de casi todo. Le complacía demostrar a su amado lo bien que lo haría como esposa de un militar. Descubrió que el agua de la tetera estaba fría y pidió la tetera grande de la cocina; la única consecuencia de ello fue que cuando se la dieron en la puerta e intentó llevarla a la mesa, era demasiado pesada para ella y volvió con un mohín, una mancha negra en el vestido de muselina y la marca del asa en la manita blanca y torneada, que decidió enseñar al capitán Lennox como una niñita herida. El remedio era el mismo en ambos casos, por supuesto. La lámpara de alcohol rápidamente ajustada de Margaret fue el artilugio más eficaz, aunque no tanto como el campamento gitano que Edith, en una de sus salidas, decidió considerar lo más parecido a la vida militar.
Después de esta velada todo fue ajetreo hasta que pasó la boda.
Capítulo II
Rosas y espinas
A la tenue luz verdosa del claro del bosque,
en las riberas cubiertas de musgo transcurrió tu infancia;
junto al árbol de cosa, por el que tu mirada
buscó enamorada el cielo estival por primera vez.
Sra. Hemans[2]
Margaret vestía de nuevo traje de calle: viajaba tranquila con su padre, que había ido a Londres para asistir a la boda. Su madre se había visto obligada a quedarse en casa por múltiples razones que no entendía nadie, excepto el señor Hale. Él sabía muy bien lo inútiles que habían resultado todos sus argumentos a favor de un vestido gris de satén, que estaba a medio camino entre lo viejo y lo nuevo; y que, como no tenía dinero para equipar a su esposa de pies a cabeza, ella no deseaba que la vieran en la boda de la única hija de su única hermana. Si la señora Shaw hubiese sabido la verdadera razón de que la señora Hale no acompañara a su esposo, la habría cubierto de vestidos de gala. Pero habían transcurrido casi veinte años desde los tiempos en que la señora Shaw fuera la pobrecita señorita Beresford, y había olvidado todos los agravios salvo el de la pesadumbre causada por la diferencia de edad en la vida conyugal, de la que podía quejarse cada media hora.
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