La queridísima Maria se había casado con el hombre al que amaba, un hombre que sólo le llevaba ocho años y que tenía un carácter afabilísimo y un cabello negro azabache muy poco común. El señor Hale era uno de los predicadores más fascinantes que había oído en su vida la señora Shaw, y un perfecto modelo de párroco. Tal vez no fuera una deducción muy lógica de todas esas premisas, pero aun así, la conclusión característica de la señora Shaw cuando pensaba en la suerte de su hermana seguía siendo: «Casada por amor, ¿qué más puede desear en este mundo la queridísima Maria?». Si la señora Hale fuese sincera, podría haber contestado con una lista preparada: «Un vestido de seda gris perla, un sombrero blanco, ¡ay!, y muchísimas cosas para la boda y muchísimas más para la casa».

Margaret sólo sabía que su madre no había juzgado conveniente ir, y no la entristecía pensar que el encuentro y el recibimiento tendrían lugar en la rectoría de Helstone y no en la confusión de los últimos dos o tres días en la casa de Harley Street, donde ella misma había tenido que interpretar el papel de Fígaro, pues y la requerían en todas partes al mismo tiempo. Le dolía física y mentalmente recordar ahora todo lo que había hecho y dicho en las últimas cuarenta y ocho horas. Las despedidas precipitadas, entre todos los demás adioses, de aquellos con quienes había vivido tanto tiempo, la oprimían ahora con un triste pesar por los tiempos pasados; no importaba lo que hubieran sido aquellos tiempos, habían pasado y no volverían. Margaret nunca había imaginado que pudiera sentir una congoja tan grande al dirigirse hacia su amado hogar, el lugar y la vida que había añorado durante años, en ese momento preciso de añoranzas y anhelos, justo antes de que los sentidos pierdan sus agudos contornos en el sueño. Apartó con dolor el pensamiento del recuerdo del pasado para concentrarse en la contemplación animosa y serena del futuro prometedor. Dejó de ver las imágenes de lo que había sido para concentrarse en lo que tenía realmente ante sí: a su amado padre, que dormía recostado en su asiento del vagón del tren. Su cabello negro azulado era gris ahora, y le caía ralo sobre la frente. Se le marcaban claramente los huesos de la cara, demasiado para resultar bellos si no hubiera tenido las facciones tan delicadas; pero así, poseían gracia propia, incluso encanto. Su semblante en reposo parecía más bien de descanso después de la fatiga, y no la serenidad de quien lleva una vida plácida y satisfecha. Margaret se sintió dolorosamente impresionada por la expresión de agotamiento y de preocupación de su padre, y repasó las circunstancias evidentes y manifiestas de su vida para hallar la causa de las arrugas que con tanta claridad revelaban angustia y depresión habituales.

«¡Pobre Frederick! —pensó, con un suspiro—. ¡Ay, si se hubiera hecho clérigo en vez de ingresar en la Marina y que lo perdiéramos! Ojalá lo supiera todo. Nunca entendí bien las explicaciones de tía Shaw, sólo que no podía regresar a Inglaterra por aquel suceso horrible. ¡Pobre papá, qué triste parece! Cuánto me alegro de volver a casa para poder consolarlos a él y a mamá».

Cuando su padre despertó, estaba preparada para recibirle con una sonrisa en la que no había el menor rastro de fatiga. Él se la devolvió, pero leve, como si le costase un esfuerzo extraordinario, y su rostro se replegó en las arrugas de angustia habituales. Tenía la costumbre de entreabrir la boca como si fuera a decir algo, lo que alteraba continuamente la forma de sus labios y le daba una expresión indecisa. Pero tenía los mismos ojos grandes y dulces que su hija, unos ojos que se movían lentos y casi espléndidos en las órbitas, perfectamente velados por los párpados blancos transparentes. Margaret se parecía más a él que a su madre. La gente se extrañaba a veces de que unos padres tan apuestos hubieran tenido una hija que distaba mucho de ser lo que se entiende por guapa; que no lo era en absoluto, según algunos. Tenía la boca demasiado grande; no un capullito de rosa que se abriera sólo lo justo para emitir un «sí» o un «no» o un «por favor, señor», Pero la boca grande era una suave curva de labios rojos y plenos. Y su cutis no era blanco y rosado, pero poseía una tersura y una delicadeza marfileñas. Si la expresión de su rostro era en general demasiado circunspecta y reservada para una persona tan joven, al hablar ahora con su padre era luminosa como la mañana: llena de hoyuelos y miradas que expresaban alegría infantil y esperanza ilimitada en el futuro.

Margaret regresó a casa a finales de junio. Los árboles del bosque eran de un verdor oscuro, pleno y umbrío. Los helechos que crecían bajo ellos atrapaban los rayos oblicuos del sol: el tiempo era bochornoso, de una calma tensa. Margaret solía caminar decidida junto a su padre, aplastando los helechos con jubilosa crueldad cuando los sentía ceder bajo sus pies ligeros y desprender su peculiar fragancia; por los extensos campos a la cálida luz aromática, viendo multitudes de criaturas libres y salvajes, disfrutando del sol y de las flores y las hierbas que iluminaba. Esta vida, al menos los paseos, colmaban todas las previsiones de Margaret. Estaba orgullosa de su bosque. Sus gentes eran su gente.