Juntó las manos para comunicar armonía al cuerpo y dijo:
Desde el principio usted excluyó las discusiones sobre la franqueza. Y, en verdad, lo único que me importa es hacerlo comprender perfectamente mi manera de rezar. ¿Sabe ahora por qué rezo así?
Me ponía a prueba. No, no lo sabía ni lo quería saber. Entonces me dije que tampoco había querido venir aquí, pero que él casi me había obligado a escucharlo. De modo que sólo necesitaba sacudir la cabeza para que todo estuviera bien, pero eso era precisamente lo que no podía hacer por el momento.
Él sonreía; luego se acurrucó hasta quedar casi de rodillas y me explicó con aire soñoliento:
Al fin ahora puedo confiarle lo que me movió a permitir que me hablara: la curiosidad, la esperanza. Hace mucho que me consuela su mirada. Y espero saber por usted algo de las cosas que se hunden alrededor de mi como una nevada, mientras que para otros un simple vaso de aguardiente sobre la mesa constituye de por si algo tan sólido como un monumento.
Como yo callara sólo cruzó por mi rostro un involuntario estremecimiento preguntó: ¿No cree que a otros les sucede lo mismo? ¿Realmente no? Escuche, pues: una vez, siendo muy niño, al abrir los ojos de una siesta, oí, todavía aturdido por el sueño, que mi madre preguntaba desde el balcón en tono natural: "¿Qué hace usted, querida? ¡Qué calor!" Una señora contestó desde el jardín: "¡gozo entre las plantas!" Lo decían sin pensar y no muy claramente, como si aquella señora hubiera esperado la pregunta y mi madre la respuesta.
Yo creía que él también me preguntaba algo, por eso llevé la mano al bolsillo posterior del pantalón, como buscando algo. Pero no buscaba nada, sólo quería cambiar mi aspecto exterior para demostrar el interés que tenía la conversación. Entretanto dije que el suceso era extraño y que no lo comprendía. Agregué que no creía que fuera verdadero, que probablemente había sido inventado con algún propósito determinado que escapaba a mi comprensión. Luego cerré los ojos, cansados por la poca iluminación. ¿Ve? Anímese; por lo menos una vez nuestras opiniones coinciden y me ha detenido generosamente para decírmelo. Pierdo una esperanza y gano otra. ¿No es verdad? ¿Había de avergonzarme porque no camino erguido y a grandes pasos, porque no golpeo el pavimento con el bastón y no rozo los vestidos de la gente que pasa bulliciosamente? Por el contrario, ¿no tendría derecho a quejarme por tener que ir saltando a lo largo de las casas como una sombra ilimitada y porque a veces desaparezco tras los cristales de los escaparates? ¡Qué días debo soportar! ¿Por qué estará todo tan mal construido?
Altas casas se derrumban a veces sin que se pueda encontrar un motivo visible. Trepo después por los montones de escombros y pregunto a todo el que encuentro: ¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¡Una casa nueva! ¡En nuestra ciudad! ¿Cuántas van ya? Imagínese. Y nadie puede responderme.
A menudo se desploma alguien en la calle y permanece allí muerto.
Entonces todos los comerciantes abren sus puertas, tapizadas de mercaderías en exhibición, se acercan ágiles, entran al muerto en una casa, regresan con una sonrisita alrededor de la boca y de los ojos, y comienza la charla:
Buenos días… el cielo está descolorido… vendo muchos pañuelos… sí, la guerra.
Yo entro corriendo en la casa y después de levantar varias veces la mano y encorvando un dedo temerosamente, golpeo por fin la ventanita del portero:
Buenos días digo, tengo la impresión de que hace poco han traído aquí a un hombre muerto. ¿Seria tan amable de mostrármelo? Y cuando él mueve la cabeza como si no pudiera decidirse, agrego: ¡Tenga cuidado! Soy de la policía secreta y quiero ver al muerto en seguida. Su indecisión ha desaparecido. ¡Fuera! grita, esta gentuza ha tomado por costumbre arrastrarse todos tos días por aquí. Aquí no hay ningún muerto. Tal vez en la casa de al lado.
Yo saludo y me voy.
Pero luego, cuando tengo que cruzar una gran plaza, lo olvido todo. Si se construyen plazas tan amplias por puro capricho, ¿por qué no se las provee de una barandilla para atravesarlas? Hoy sopla viento del sudoeste. La aguja de la torre del ayuntamiento traza pequeños círculos. Todos los vidrios de la ventana crujen y los postes del alumbrado se doblan como bambúes. El manto de la virgen sobre la columna se retuerce y el viento la envuelve. ¿No lo ve nadie? Los caballeros y las damas que debieran marchar sobre las piedras, flotan.
Si el viento para, se detienen, se hablan, se inclinan y se saludan; pero si arrecia no pueden resistirlo y todos levantan simultáneamente los pies. Por cierto que deben sujetar los sombreros, pero les bailan los ojos y no tienen nada que objetar al tiempo. Sólo yo tengo miedo.
Entonces pude decir:
No encuentro nada de particular en la historia que me ha contado de su madre y la mujer del jardín. No sólo porque he escuchado muchas de ese tipo, sino también porque incluso ha intervenido en algunas.
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