Es completamente natural. ¿No cree que si yo hubiera estado en verano en ese balcón no habría podido preguntar lo mismo o contestar lo mismo desde el jardín? El suceso era en realidad muy común.
Por fin, cuando hube dicho esto, pareció tranquilizado. Dijo que yo estaba bien vestido, que le gustaba mi corbata. Y que tenía una piel muy fina. Agregó que las confesiones eran más claras cuando uno podía retractarse de ellas. c. Historia del orante Luego se sentó a mi lado, pues yo, confundido, le había hecho sitio, ladeando la cabeza. Sin embargo, no se me escapaba que él también estaba turbado y que procuraba conservar entre el y yo una cierta distancia. Dijo con esfuerzo: ¡Qué días estoy pasando! Anoche estuve en una reunión. Me inclinaba, a la luz del gas, frente a una señorita a quien decía: "Me alegra realmente que se aproxime el invierno…" Precisamente me inclinaba diciendo estas palabras, cuando noté con desagrado que me había dislocado una pierna y que la rótula también se había aflojado un poco.
Me senté, y ya que siempre trato de controlar mis frases dije:
Si el invierno resulta algo penoso, uno puede conducirse con mayor soltura, no necesita esforzarse tanto con las palabras. ¿No es así, estimada señorita? Creo que tengo razón en este punto.
Entretanto la pierna derecha me fastidiaba. Al principio creía que se había desarmado por completo; sólo poco a poco, apretándola, y con masajes adecuados, pude arreglarla a medias.
La muchacha, que por solidaridad también se había sentado, dijo en voz baja:
No; usted no me impresiona en absoluto, porque…
Espere dije satisfecho y expectante. Usted no debe malgastar ni cinco minutos en conversar conmigo, estimada señorita. Coma, por favor, entre palabra y palabra.
Extendí los brazos y tomé un grueso racimo de uvas de una fuente sostenida por un alado efebo de bronce, lo levanté un poco y luego lo deposité en un platillo de borde azul. Con movimiento tal vez no exento de elegancia, se lo alcancé a la joven.
No me impresiona en absoluto dijo ella; todo lo que usted dice es tedioso e incomprensible, y falso también. Lo que yo creo, señor (¿por qué siempre me dice estimada señorita?), lo que yo creo es que usted no se ocupa de la verdad porque exige grandes esfuerzos.
Sus palabras me agradaron.
Sí, señorita, sí grité casi. Cuánta razón tiene! Es una dicha ser comprendido así sin habérselo propuesto.
La verdad es demasiado pesada para usted, señor; observe su aspecto; está usted recortado todo a lo largo en papel de seda; papel de seda amarillo, como una silueta, y cuando camina se deben de oír los crujidos. Por eso sería injusto tomar demasiado en serio sus posturas o sus opiniones, porque usted no tiene más remedio que doblarse según la corriente de aire que hay en la habitación.
No la comprendo. Nos rodean unas cuantas personas que dejan caer los brazos sobre los respaldos de las sillas o se apoyan en el piano o que, indecisas, se llevan la copa a los labios, o van temerosas a la habitación contigua, y después de golpearse en la oscuridad el hombro izquierdo y piensan: "Allí está Venus, el lucero vespertino". Y yo formo parte de esta reunión. Pero no sé si tiene algún sentido, no lo encuentro. Pero no sé ni siquiera si tiene algún sentido… Y vea usted, querida señorita, entre toda esta gente que, respondiendo a su propia vaguedad, se comporta en forma tan indecisa y hasta ridícula, sólo yo parezco digno de escuchar un juicio completamente claro sobre mi persona. Y para que hasta eso tenga algo de agradable, usted lo expresa con sorna, para dar a entender que algo se salva, como sucede con las paredes de un edificio destruido por dentro por un incendio. La mirada apenas encuentra obstáculos; por los amplios huecos de las ventanas se ven de día las nubes parecen talladas en piedra gris y las estrellas forman dibujos sobrenaturales… ¿Qué tal si, en agradecimiento, le confiara a usted que vendrá un tiempo en que todos los que quieran vivir tendrán el mismo aspecto que yo; recortados en papel de seda amarillo, en forma de siluetas (como usted ha hecho notar) y que cuando caminen se oirá su crujido? Y usted no será distinta de lo que es ahora, pero tendrá ese aspecto, querida señorita…
Noté que la muchacha ya no estaba sentada a mi lado. Probablemente, se había ido después de sus últimas palabras, pues ahora la veía, no lejos de mí, cerca de una ventana, rodeada por tres jóvenes que hablaban, riendo desde la altura de sus blancos cuellos.
Lleno de alegría bebí una copa de vino y me acerqué al pianista que, completamente aislado y cabeceando, tocaba algo triste. Me incliné con cuidado sobre su oído, para no asustarlo, y dije en voz baja:
Tenga usted la amabilidad, estimado señor, de permitirme tocar a mí ahora, porque estoy en vías de ser feliz.
Como parecía no escucharme, permanecí un rato confuso, de pie, pero luego, sobreponiéndome a mi timidez, recorrí uno a uno los grupos de invitados y les dije:
Esta noche tocaré el piano.
Todos parecían saber que no podía hacerlo, pero sonreían con amabilidad porque había interrumpido agradablemente sus conversaciones. Pero sólo prestaron realmente atención cuando dije al pianista, en voz alta:
Tenga la amabilidad, estimado señor, de permitirme tocar ahora.
Estoy en vías de ser feliz. Hay que celebrar un triunfo.
El pianista, si bien dejó de tocar, no parecía comprenderme y no se movió de su banco color castaño. Suspiró y se cubrió el rostro con los largos dedos.
Me compadecí de él, e iba a instarle a seguir tocando, cuando se me acercó la dueña de casa con otras personas. ¡Qué casualidad! decían y soltaban la risa como si yo fuese a emprender algo extraordinario.
La joven también se acercó, me miró despectivamente y dijo:
Por favor, señora, déjele tocar.
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