Todavía estaba un poco iluminada.
Bien gritó y golpeó el banco con un pequeño y fuerte puño, pero en seguida volvió a quitarlo. Sin embargo, usted vive. Usted no se mata.
Nadie lo ama. Usted no logra nada. Ni siquiera dominar el próximo instante. Por eso habla así, como un vulgar. No puede amar; nada le agita fuera del miedo. Mire, mire mi pecho.
Se abrió rápidamente el abrigo, el chaleco y la camisa. Su pecho era realmente ancho y hermoso.
Yo comencé a susurrar.
Sí, a veces sobrevienen situaciones rebeldes. Este verano, por ejemplo, estuve en un pueblo, a orillas de un río. Lo recuerdo perfectamente. A menudo me acurrucaba en un banco de la orilla. En la ribera había un puesto de meriendas. A menudo tocaban el violín. Se reunía allí gente joven y fuerte, que bebía cerveza al aire libre; hablaban de caza y de aventuras. Además, detrás de la otra orilla surgían montañas cubiertas de nubes…
Me levanté, la boca débilmente retorcida, y me detuve en el césped, detrás del banco: quebré también algunas ramas cubiertas de nieve.
Dije al oído de mi compañero:
Estoy comprometido; lo reconozco.
No se asombró de que me hubiese levantado. ¿Usted está comprometido?
Daba la sensación de estar muy débil, como si sólo lo sostuviera el respaldo. Se quitó el sombrero y vi su pelo cuidadosamente peinado y perfumado, terminado en la nuca en una línea curva y precisa, tal como se usaba en ese invierno.
Me alegré de haberle contestado en forma tan inteligente. "Si. me dije; he aquí un hombre que se mueve a sus anchas en las reuniones, de lengua ágil y brazos libres. Puede conducir a una dama a través de un salón y conversar amablemente con ella sin que le preocupe que afuera llueva o que haya un tímido o que suceda cualquier otra cosa lamentable. Sí, se inclina graciosamente ante las damas. Aquí está ahora."
Se pasó un pañuelo de batista por la frente.
Póngame la mano sobre la frente dijo. Se lo ruego.
No me apresuré a complacerle y entonces cruzó las manos.
Como si nuestra pena lo oscureciese todo, hablábamos en lo alto de la montaña como en una pequeña habitación, a pesar de la luz, y del viento de la mañana. Muy próximos aunque no simpatizábamos, las paredes nos impedían separarnos. Pero podíamos conducirnos ridículamente y sin rigidez humana, sin avergonzarnos de las ramas que nos cubrían y los árboles que nos rodeaban.
Mi compañero sacó una navaja, la abrió pensativo y, como jugando, se la hundió en el brazo izquierdo; pero no volvió a sacarla. La sangre corrió en el acto. Sus redondas mejillas estaban pálidas. Retiré entonces el cuchillo, corté con él las mangas del abrigo y de la chaqueta y rasgué la camisa. Corrí un trecho buscando ayuda.
1 comment