Todo el ramaje se veía ahora nítidamente inmóvil. Chupé un poco la herida; de pronto, me acordé del pabellón. Subí corriendo las escalinatas del lado izquierdo, revisé de prisa las ventanas y puertas, llamé furiosamente, aunque había notado desde el principio que la casa estaba deshabitada. Luego volví a mirar la herida, que continuaba manando sangre. Humedecí el pañuelo en la nieve y le vendé el brazo con torpeza.
Querido le dije, te has herido por mi causa. Estás en buena posición, rodeado de cosas amables. Puedes pasear en días luminosos cuando mucha gente bien vestida circula entre las mesas o en los caminos de las colinas. Piensa que en la primavera podernos ir al bosque, no, nosotros no, viajarás tú, con Anita, alegremente… Sí, créeme, te lo ruego; el sol, brillando sobre nosotros, iluminará esa belleza vuestra y todos la verán. Hay música, los caballos se oyen desde lejos, las penas están de más; la algarabía y los organillos resuenan en las avenidas. ¡Gran Dios! dijo él. Se levantó, y apoyándose en mí nos pusimos en marcha. Ya no hay salvación. Todo eso ya no podría alegrarme.
Discúlpeme. ¿Es tarde? Tal vez mañana tenga algo que hacer. ¡Dios mío!
Un farol, cerca de la pared, acostaba las sombras de los troncos sobre los caminos y la nieve, mientras las sombras del ramaje caían como quebradas, hacia el barranco.
PREPARATIVOS PARA UNA BODA
EN EL CAMPO
(1907)
I
Eduard Raban avanzó por el pasillo, entró en la abertura del portal y vio que estaba lloviendo. Llovía poco. En la acera, ante él, había muchas personas que caminaban a distinto paso. A veces se adelantaba uno y cruzaba la carretera. Una niñita sostenía un cansado perrito en sus brazos estirados. Dos señores se hacían mutuas confidencias. Uno tenía la mano con la palma hacia arriba y la movía regularmente, como si sostuviera una carga en vilo. Se veía una dama, con un sombrero muy cargado de cintas, broches y flores. Y un joven con un delgado bastón pasaba de prisa, la mano izquierda, como si estuviera impedida, doblada sobre el pecho. De vez en cuando venían hombres fumando precedidos por pequeñas, rígidas y apaisadas nubes de humo.
Tres hombres dos sujetaban ligeros gabanes en el antebrazo caminaban desde las paredes de las casas hasta el borde de la acera, contemplando lo que allí sucedía, y de nuevo se volvían hablando.
A través de los claros entre los caminantes peatones se veían las piedras, ensambladas con regularidad, de la carretera. Allí, coches sobre altas y blandas ruedas eran arrastrados por caballos estirados.
Las personas que se recostaban sobre los acolchados asientos miraban en silencio a los peatones, las tiendas, los balcones y el cielo. Si un coche adelantaba a otro, los caballos se juntaban unos con otros y los arneses colgaban bamboleándose. Los animales tiraban del eje, el coche rodaba, bamboleándose, hasta que el arco alrededor del coche de delante había sido completado y los caballos se despegaban de nuevo; sólo las finas y tranquilas cabezas quedaban vueltas unas a otras.
Algunas personas se acercaban corriendo hacia el portal de la casa, se quedaban parados en el seco mosaico, se volvían con tranquilidad y miraban la lluvia que caía a ráfagas en ese estrecho callejón. Raban estaba cansado. Sus labios eran pálidos, al igual que el descolorido rojo de su corbata ornada con un dibujo moro. La dama en el umbral de la puerta de enfrente, que hasta ahora había contemplado sus zapatos, muy visibles bajo su falda remangada, miraba ahora hacia él.
1 comment