¡Venga vino, hola!

CASSIO.- Pardiez, esta canción es más linda que la otra.

IAGO.- ¿Queréis oírla de nuevo?

CASSIO.- No; pues creo que es indigno de su puesto el que hace estas cosas… Bien… Dios está por encima de todo; y hay almas que se salvarán y otras que no se salvarán.

IAGO.- Es cierto, mi buen teniente.

CASSIO.- Por lo que a mí respecta… -sin ofender al general ni a ningún hombre de rango…-, espero salvarme.

IAGO.- Y yo también, teniente.

CASSIO.- Sí, pero con vuestro permiso, no primero que yo… El teniente ha de salvarse antes que el alférez… Pero no hablemos más de esto. Ocupémonos de nuestros asuntos… ¡Perdonadnos nuestros pecados!… Señores, atendamos a nuestros asuntos. ¡No creáis que estoy bebido, señores!… He aquí a mi alférez… Ésta es mi mano derecha, y ésta mi izquierda… No estoy borracho aún. Puedo tenerme muy bien, y hablo bastante acorde.

TODOS.- ¡Perfectamente bien!

CASSIO.- Pues muy bien entonces. Conque, no debéis pensar que estoy borracho. (Sale.)

MONTANO.- ¡A la explanada, maeses; vamos, montemos la guardia!

IAGO.- Ya veis ese camarada que acaba de marcharse… Es un soldado digno de servir al lado de César y de mandar en jefe. Y, sin embargo, notad su vicio. Hace un equinoccio exacto con su virtud; el uno es tan largo como la otra. ¡Qué lástima! Temo que la confianza que en él deposita Otelo no provoque una perturbación en esta isla, si su debilidad se manifiesta en tiempo inoportuno.

MONTANO.- Pero ¿está así con frecuencia?

IAGO.- Ese estado sirve casi siempre de prólogo a su sueño. Permanecería sin dormir una doble vuelta de reloj si la embriaguez no arrullara su cuna.

MONTANO.- Estaría bien que el general fuese informado de ello. Quizá no lo note, o que su bondad natural, apreciando tan sólo las virtudes que aparecen en Cassio, no preste atención a sus defectos. ¿No es verdad?

Entra RODRIGO

IAGO.-(Aparte.) ¡Hola, Rodrigo! ¡Por favor, corred detrás del teniente; andad! (Sale Rodrigo.)

MONTANO.- Y es muy de sentir que el noble moro arriesgue un puesto tan importante como el de su segundo en las manos de un hombre a quien domina un vicio tan arraigado. Sería una acción loable hablar de ello al moro.

IAGO.- No seré yo quien lo haga, por esta bella isla. Quiero bien a Cassio, y haría cualquier cosa por curarle de ese defecto. Pero ¡escuchad! ¿Qué ruido es ése?

VOCES.-(Dentro.) ¡Auxilio! ¡Auxilio!

Entra CASSIO, persiguiendo a RODRIGO

CASSIO.- ¡Sinvergüenza! ¡Canalla!

MONTANO.- ¿Qué ocurre, teniente?

CASSIO.- ¡Un bribón!… ¡Enseñarme mi deber! ¡Voy a aplastar al bellaco hasta encajarlo en una cesta de mimbres!

RODRIGO.- ¡Aplastarme!

CASSIO.- ¡Cómo! ¿Chachareas, belitre? (Golpeando a Rodrigo.)

MONTANO.- Vaya, buen teniente; os lo ruego, señor, tened vuestra mano.

CASSIO.- ¡Dejadme, señor, u os aporrearé los cascos!

MONTANO.- ¡Vamos, vamos, estáis ebrio!

CASSIO.- ¡Ebrio! (Se baten.)

IAGO.-(Aparte a Rodrigo.) ¡Pronto, digo! ¡Corred y gritad: «¡Un motín!»! (Sale Rodrigo.) ¡Vamos, buen teniente!… ¡Ay, caballeros!… ¡Auxilio, hola!… ¡Señor Montano!… ¡Señor!… ¡Auxilio, señores!… ¡He aquí una linda guardia, en verdad!… (Toca a rebato una campana.) ¿Quién toca esa campana? ¡Diablo, eh! ¡La ciudad va a levantarse! ¡Poder de Dios!… ¡Teneos, teniente! ¡Os veréis para siempre deshonrado!

Vuelve a entrar OTELO, con personas del séquito

OTELO.- ¿Qué pasa aquí?

MONTANO.- ¡Voto a Dios! ¡Sangro sin cesar! ¡Estoy herido de muerte!

OTELO.- ¡Teneos, por vuestras vidas!

IAGO.- ¡Teneos, eh, teniente!… ¡Señor Montano! ¡Caballeros!… ¿Habéis perdido todo sentimiento del lugar en que estamos y de vuestros deberes?… ¡Teneos! ¡El general os habla! ¡Teneos, por pudor!

OTELO.- ¡Alto! ¡Hola! ¡Eh! ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Nos hemos vuelto turcos y hacemos contra nosotros mismos lo que el cielo no nos ha permitido hacer contra los otomanos? ¡Por pudor cristiano, cesad en esta querella bárbara! ¡El que dé un paso para tratar de satisfacer su furia, tiene en poco su alma! ¡Muere al primer movimiento! ¡Que calle esa terrible campana, que llena de espanto hasta poner fuera de sí a los habitantes de la isla!… ¿Qué sucede, señores? Honrado Iago, tú, que tienes aire de morir de pesar, habla. ¿Quién ha comenzado esta riña? Te lo mando, por tu afecto.

IAGO.- Lo ignoro… Eran amigos ahora, hace un instante, en este cuartel, y en tan buenas relaciones como novio y novia cuando, recién casados, se desnudan para ir al lecho; y, de repente (como si algún planeta hubiera sembrado la locura), tiran de sus espadas y se arrojan, pecho a pecho, uno contra otro en lucha sangrienta. No puedo decir quién fue el que empezó esta reyerta extraña, y quisiera haber perdido en una acción gloriosa estas piernas que me han traído aquí para que la presencie.

OTELO.- ¿Cómo es posible, Miguel, que os hayáis olvidado de vos mismo hasta este extremo?

CASSIO.- Os lo ruego, perdonadme; no puedo hablar.

OTELO.- Digno Montano, siempre habéis sido correcto. El mundo ha notado vuestra gravedad y la placidez de vuestra juventud, y vuestro nombre es altamente estimado por los censores más sesudos. ¿Qué ha sucedido, pues, para que deslustréis así vuestra reputación y consintáis en trocar la rica estima de que gozáis por la calificación de quimerista nocturno? Dadme una respuesta

MONTANO.- Notable Otelo, estoy herido de cuenta. Vuestro oficial, Iago, puede informaros -mientras ahorro palabras que ahora me producen un poco de malestar- de todo cuanto sé. Ni por mi parte creo haber dicho ni hecho nada censurable esta noche, a menos que el cuidado de sí propio sea a veces un vicio y el defendernos cuando la violencia nos ataca, un pecado.

OTELO.- ¡Por el cielo!, la sangre comienza ahora a regirme, en lugar de mis facultades más tranquilas; y la pasión, ennegreciendo mi mejor juicio, trata de guiar mi conducta. ¡Si me muevo tan sólo o levanto este brazo, el mejor de vosotros va a sucumbir bajo mi castigo! Decidme cómo ha empezado esta odiosa querella; quién la promovió, y el que sea reconocido culpable de esta falta así fuera mi hermano gemelo, nacido a la misma hora que yo, me perderá para siempre. ¡Cómo! ¡Venir a levantar una rencilla particular y doméstica en una ciudad de guerra, todavía agitada, el corazón de cuyos habitantes está henchido de miedo, en plena noche y en el cuerpo de guardia, y de seguridad! ¡Es monstruoso! -Iago, ¿quién la empezó?

MONTANO.- Si por camaradería o espíritu de cuerpo faltas en lo más mínimo a la verdad, no eres soldado.

IAGO.- No me toquéis tan de cerca. Preferiría que se me arrancase esta lengua de la boca antes que ofender a Miguel Cassio. Sin embargo, estoy seguro de que, diciendo la verdad, no le perjudicaré en nada. He aquí lo que ha sucedido, general: Estábamos Montano y yo de charla, cuando viene un individuo gritando: «¡Auxilio!» y Cassio persiguiéndole con la espada tendida y decidido a descargar un golpe sobre él. Señor, este caballero colocose delante de Cassio para rogarle que se contuviera, y yo mismo me lancé tras el individuo que gritaba, de miedo que con sus clamores -como ha pasado- no sembrara el terror en la ciudad. Pero él, ágil de talones, me impidió que lograra mi objeto, y volví, tanto más rápido cuanto escuché el choque y caída de espadas y a Cassio jurando en altas voces lo que jamás hasta esta noche hubiera podido afirmar. Cuando hube retornado (porque esto fue breve), les hallé el uno contra el otro, en guardia y esgrimiendo, exactamente en la situación en que estaban cuando llegasteis para separarlos. No puedo decir otra cosa de este asunto… Pero los hombres son hombres; los mejores se olvidan a veces… Aunque Cassio haya maltratado un poco a este caballero -pues cuando los hombres se hallan enfurecidos hieren a aquellos que más aprecian-, sin embargo, creo yo que Cassio ha recibido seguramente de parte del que huyó algún ultraje extraordinario que la paciencia no podía tolerar.

OTELO.- Sé, Iago, que tu honradez y tu amistad te inducen a atenuar el hecho, para que pese menos sobre Cassio.- Cassio, te estimo; pero no serás nunca más mi oficial.

Vuelve a entrar DESDÉMONA, con su séquito

¡Mirad si mi gentil amada no se ha despertado!… (A Cassio.) ¡Haré contigo un escarmiento!

DESDÉMONA.- ¿Qué pasa?

OTELO.- Todo acabó, dulce prenda; vamos al lecho.