Al mes de aquella visita, recibió otra monsieur Goriot. Su hija, que la primera vez había ido allí en traje de mañana, presentóse ahora después de la cena y compuesta como para ir de socíedad. Los huéspedes que estaban charlando en el salón, pudieron ver en ella a una linda rubiecita, de fino palmito, simpática y demasiado distinguida para ser la hija de Papá Goriot.
_-¡Y van dos! -comentó la obesa Silvia, que no la había reconocido.
Días después, otra joven, alta y bien formada, pelinegra y vivaracha, preguntó por monsieur Goriot.
-¡Y van tres! -comentó Silvia.
Aquella segunda joven, que la primera vez fue también a ver a su padre por la mañana, volvió días después por la noche, en traje de baile y en carruaje particular.
-¡Y van cuatro! -exclamaron madame Vauquer y la gorda Silvia, que en aquella gran dama no reconocieron vestigio alguno de la señorita sencillamente vestida de la mañana en que hiciera su primera aparición.
Seguía pagando todavía Goriot mil doscientos francos de pensión. Madame Vauquer encontró naturalísimo que un hombre rico tuviera cuatro o cinco querindonas, y hasta estimó muy discreto lo de hacerlas pasar por hijas suyas. No llevó a mal tampoco que las trajese a la Casa Vauquer. Sólo que, como esas visitas le explicaban la indiferencia de su huésped tocante a su persona, permitióse, a comienzos del segundo año, llamarle viejo garañón. Finalmente, luego que su huésped dio el bajón de los novecientos francos, preguntóle con la mayor frescura qué se proponía hacer de su casa al ver bajar la escalera a una de aquellas señoras. Papá Goriot respondióle que aquella señora era la mayor de sus hijas.
-Pero ¿es que tiene usted treinta y seis hijas? -retrucóle, desabrida, madame Vauquer.
-No tengo más que dos -contestó el huésped con la mansedumbre de un hombre arruinado que llega a todas las docilidades de la miseria.
A finales del tercer año, redujo Papá Goriot todavía más sus gastos, subiéndose al tercer piso y poniéndose a cuarenta y cinco francos de pensión al mes. Prescindió del tabaco, despidió a su peluquero y dejó de empolvarse el pelo. La primera vez que Papá Goriot presentóse ante los demás huéspedes sin empolvarse el pelo, dejó escapar su patrona una exclamación de asombro al reparar en el color de aquel pelo, de un gris sucio y verdoso. Su semblante, que pesares secretos habían ido haciendo más y más triste de día en día, parecía el más desolado de cuantos guarnecían la mesa. No hubo ya entonces la menor duda. Papá Goriot era un viejo libertino, cuyos ojos no se habían librado del maligno influjo de los medicamentos necesarios para sus enfermedades sino gracias a la destreza del médico. Aquel antipático color de su pelo era fruto de sus excesos y de las drogas que tomara para seguir haciéndolos. El estado físico y moral del buen hombre dábales la razón a aquellos chismorreos. Luego que dio cuenta de su ajuar, compró indiana de a cuatro sueldos la vara para sustituir su ropa interior.
Sus diamantes, su tabaquera de oro, su cadena, sus alhajas fueron desapareciendo uno tras otro. Había dejado su frac azul de aciano, todo su indumento de lujo, para llevar, lo mismo en verano que en invierno, una levita de burdo paño castaño, chaleco de pelo de cabra y pantalón gris de lanilla. Fue adelgazando progresivamente; volviéronse fofas sus pantorrillas; su cara, abotagada por la satisfacción de una felicidad burguesa, se le llenó desmesuradamente de arrugas; fruncióse la frente y acusósele la quijada. Al cuarto año de su instalación en la rue Neuve-Sainte-Genevieve, ya no parecía el mismo. El buen ex fabricante de fideos, de sesenta y dos años, que sólo aparentaba cuarenta; el burgués craso y gordo, lozano de puro imbécil, cuyo aspecto alegrete regocijaba al transeúnte, que tenia algo de juvenil en la sonrisa, parecía un septuagenario alelado, decrépito, lívido.
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