A finales del primer año había llegado la viuda a un grado tal de desconfianza, que se preguntaba por qué aquel comerciante, que poseía de siete mil a ocho mil libras de renta, unos servicios de plata soberbios y alhajas tan bonitas como las de una entretenida, vivía en su pensión, abonándole una cantidad tan módica con relación a sus caudales. La mayor parte de aquel primer año cenaba Goriot fuera de casa una o dos veces por semana; pero luego, poco a poco, dio en hacerlo sólo dos veces al mes. Las escapatorias del sieur Goriot convenían demasiado a los intereses de madame Vauquer para que no le sentase mal la progresiva exactitud con que su huésped cenaba en la pensión. Atribuyó aquel cambio tanto a una lenta mengua de caudal como a su deseo de mortificar a la patrona. Una de las más detestables costumbres de esos espíritus liliputienses es la de suponer en los demás sus propias mezquindades. Desgraciadamente, a finales del segundo año hubo de justificar Goriot las habladurías de que era objeto al pedirle a madame Vauquer que lo trasladase al segundo piso y rebajase su pensión a novecientos francos. Tuvo necesidad de apelar a una economía tan estricta, que todo aquel invierno no encendió fuego en su cuarto. Exigió la viuda que le pagase por anticipado, y a ello se avino monsieur Goriot, al que desde entonces no le llamó ella más que Papá Goriot. Allí fue el tratar todos de adivinar las causas de aquella decadencia. ¡Exploración difícil! Según dijera la famosa condesa, Papá Goriot era un solapado, una persona que no soltaba prenda. Con arreglo a la lógica de las cabezas hueras, que son indiscretos porque sólo tienen bobadas que decir, quienes no hablan de sus asuntos es porque los hacen malos. Así que aquél tan distinguido comerciante pasó a ser un bribón, aquel hombre cuarentón convirtióse en un viejo pícaro. Tan pronto, según Vautrin, que por aquel entonces fue a instalarse en la Casa Vauquer, era Papá Goriot un hornbre que frecuentaba la Bolsa y, según una expresión harto enérgica del lenguaje financiero, iba tirando de las rentas, después de haberse arruinado, como uno de esos jugadores miserables que van a arriesgar y ganar todas las noches diez francos en el tapete verde. Otras veces era un confidente de la alta Policía, aunque Vautrin sostenía que era demasiado tonto para eso. Era también Papá Goriot un avaro que prestaba a réditos semanales, un hombre que jugaba a la lotería. Hacían de él cuanto de más misterioso engendran el vicio, el bochorno y la impotencia. Sólo que, por más innobles que fuesen su conducta o sus vicios, la antipatía que inspiraba no llegaba al extremo de echarlo de allí; pagaba su pensión. Y además era útil, pues todos desfogaban con él su buen o mal humor, con bromas o sofiones. La opinión que parecía más probable y que casi todos adoptaron fue la de madame Vauquer. De hacerle a ésta caso, aquel hombre tan bien conservado, sano como sus ojos y que, aún podía proporcionar más de un buen rato a una mujer, era un libertino de gustos raros. He aquí en qué hechos basaba madame Vauquer sus calumnias. Unos meses después de la marcha de aquella desastrosa condesa, que se diera traza de vivir seis meses a su costa, una mañana antes de levantarse hubo de oír ella en la escalera el roce de una falda de seda y el menudo pasito de una mujer joven y pizpireta que se escurrió en el cuarto de Goriot, cuya puerta se abriera discretamente. Enseguida la obesa Silvia fue a decirle a su ama que una joven demasiado bonita para ser honrada, compuesta como una divinidad, que calzaba unos brodequines de raso, sin una mota siquiera de barro, habíase escurrido como una anguila desde la calle a su cocina y le había preguntado por la habitación de monsieur Goriot. Pusiéronse al acecho madame Vauquer y su cocinera y sorprendieron algunas palabricas cariñosas pronunciadas durante la visita, que duró un rato. Cuando monsieur Goriot salió acompañando a su dama, fue la obesa Silvia y cogió su cesto y fingió ir a la plaza, con objeto de seguir a aquella parejita de tórtolos.
-Madame -díjole a su ama, al volver-, menester es que monsieur Goriot sea, a pesar de todo, endiabladamente rico para ponerlas con ese tren. Figúrese usted que en la esquina de la Estrapade estaba aguardando un carruaje soberbio, en el que subió ella.
Durante la comida, fue madame Vauquer a correr una cortina para evitar que el sol le molestara a Goriot, pues uno de sus destellos dábale de lleno en un ojo.
-Es usted amado de las bellas, monsieur Goriot, el sol lo busca -díjole, aludiendo a la visita de aquella mañana - Y a fe que tiene usted buen gusto, porque la chica es muy mona.
-Es mi hija -dijo él con cierto orgullo, en el que los huéspedes quisieron ver la presunción de un viejo que guarda las apariencias.
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