Caballo de pura sangre, mujer de raza, tales locuciones empezaban a sustituir a los ángeles del cielo, las figuras ossiánicas y toda esa antigua mitología amorosa, rechazada por el dandismo. Pero para Rastignac, madame Anastasia de Restaud fue la mujer deseable. Logró apuntarse dos turnos en la lista de los caballeros escrita en su abanico y pudo hablarle durante la primera contradanza.

-¿Dónde podría volverla a ver, madame? -preguntóle de sopetón con esa fuerza pasional que tanto gusta a las mujeres.

- Pues - dijo ella -, en el Bois, en los Bouffons, en mi casa, en donde quiera.

Y el arrojado meridional diérase prisa a comprometerse con aquella deliciosa condesa hasta donde puede comprometerse un joven con una mujer durante una contradanza y un vals. Al oírle decir que era primo de madame de Beauséant, aquella mujer, a la que tomara por una gran dama, invitólo a visitarla y tuvo entrada en su casa. Ante la última sonrisa que ella le dirigiera, creyó Rastignac que se imponía su visita. Había tenido la suerte de tropezar allí con un hombre que no se burló de su ignorancia, defecto mortal entre aquellos ilustres impertinentes de la época; los Maulincourt, los Ronquerolles, los Máximo de Trailles, los De Marsay, los Ajuda-Pinto, los Vandenesse, que estaban allí en el apogeo de su presunción y mezclados con las más elegantes mujeres: lady Brandon, la duquesa de Langeais, la condesa de Kergarouët, madame de Sérizy, la duquesa de Carigliano, la condesa Féraud, madame de Lanty, la marquesa d'Aiglemont, madame Firmiani, la marquesa de Listomère y la marquesa d'Espard, la duquesa de Maufrigneuse y las Grandlieu. Así que, para suerte suya, el ingenuo estudiante tropezó con el marqués de Montriveau, el amante de la duquesa de Langeais, un general simplote como un niño, el cual le dijo que la condesa de Restaud vivía en la rue du Helder. ¡Ser joven, tener sed de gran mundo y hambre de mujer y verse abrir las puertas de dos casas!; poner el pie en el faubourg Saint-Germain, en casa de la vizcondesa de Beauséant; la rodilla en la Chussée d'Antin, en la casa de la condesa de Restaud; ¡hundirse de una ojeada en los salones de París, puestos en fila, y creerse bastante buen mozo para encontrar allí ayuda y protección en el corazón de una mujerl; ¡sentirse lo bastante ambicioso para darle un soberbio puntapié a la tensa cuerda sobre la que hay que caminar con el aplomo del funámbulo, que no se cae, y haber hallado en una mujer el mejor trampolín! Con tales pensamientos, y ante aquella mujer que se erguía, sublime, junto a un fuego de adobes, entre el código y la miseria, ¿quién no habría, como Eugenio, sondeado el porvenir con una meditación, quién no lo habría amueblado de triunfos? Su errabundo pensamiento daba por descontados con tal seguridad sus futuros goces que se creía junto a madame de Restaud, cuando un suspiro, semejante al jadeo arrancado por un esfuerzo físico, turbó el silencio nocturno y retumbó en el corazón del joven de un modo como para que lo tomase por el estertor de un moribundo. Abrió despacito su puerta y, ya en el pasillo, notó una rayita de luz que salía por debajo de la puerta de Papá Goriot. Temió Eugenio que se hubiese indispuesto su vecino, pegó su ojo al de la cerradura, miró hacia adentro y vio al anciano ocupado en unos trabajos que le parecieron harto delictivos para que no creyese prestar un servicio a la sociedad examinando bien lo que en el seno de la noche maquinaba el presunto ex fabricante de fideos. Papá Goriot, que sin duda amarrara a la pata de una mesa volcada un plato y una como sopera de plata sobredorada, adujaba una especie de cable alrededor de esos objetos ricamente repujados, apretándolos con tanta fuerza que, por lo visto, los estaba retorciendo para convertirlos en lingotes: "Peste. ¡Qué hombre!", díjose Rastignac al ver el nervudo brazo del viejo que, con ayuda de aquella cuerda, moldeaba, sin hacer ruido, la plata sobredorada cual sifuese una pasta. "Pero ¿sería, pues, un ladrón o un encubridor que para dedicarse con más seguridad a su tráfico simulaba imbecilidad e impotencia y vivirla como un mendigo?", díjose Eugenio, incorporándose un momento. Luego aplicó de nuevo el ojo a la cerradura. Papá Goriot, que había desenrrolladó su cuerda, cogió la masa de plata, púsola encima de la mesa, después de cubrir ésta con su tapete, y allí le dio vueltas para redondearla en forma de barrote, operación que hubo de realizar con facilidad maravillosa. "¿Será tan fuerte como Augusto, el rey de Polonia?", pensó Eugenio al ver ya casi moldeado el redondo barrote. Papá Goriot contempló tristemente su obra, lágrimas corrieron de sus ojos, sopló en la velilla a cuya luz retorciera la plata y Eugenio lo sintió acostarse, lanzando un suspiro. "Está loco", pensó el estudiante.

-¡Pobre chica! -dijo en voz alta Papá Goriot.

Ante esa palabra, juzgó prudente Rastignac guardar silencio sobre el episodio y no condenar de ligero a su vecino. Iba ya a volverse a su cuarto cuando, de pronto, percibió un ruido harto dificil de expresar y que debían hacerlo unos hombres que subían la escalera en zapatillas de orillo. Aguzó Eugenio el oído y reconoció, efectivamente, el rumor alternado del alentar de dos hombres. Sin haber oído ni el chirrido de la puerta ni los pasos de los hombres, vio de pronto un débil resplandor en el segundo piso, en el cuarto de monsieur Vautrin. "¡Vaya, y qué misterios en una pensión burguesa!", díjose. Bajó unos peldaños, púsose a escuchar y el tintineo del oro hirió sus oídos. Apagóse enseguida la luz y las dos respiraciones volvieron a dejarse oír, sin que hubiese chirriado la puerta. Luego, según iban bajando los hombres, fue apagándose el ruido.