-¿Quién va? -gritó madame Vauquer, abriendo la ventana de su cuarto.

-Soy yo, que vuelvo a casa, mamá Vauquer -contestó Vautrin con su vozarrón.

"¡Es raro! Cristóbal había echado los cerrojos -díjose Eugenio al volverse a su cuarto -. Tiene uno que estar en vela para enterarse de lo que pasa en torno suyo en París."

Distraído por aquellos pequeños incidentes de su meditación ambiciosamente amorosa, aplicóse al trabajo. Pero distraído por las sospechas que tenia a cuenta de Papá Goriot y, más todavía, por la figura de madame de Restaud, que, de trecho en trecho, plantábasele delante cual la mensajera de un brillante sino, acabó por acostarse y quedarse dormido a pierna suelta. De diez noches que un joven promete al trabajo, siete son para el sueño. Hay que pasar de los veinte años para velar.

Al otro día, por la mañana, reinaba en París una de esas densas nieblas que lo envuelven y lo nublan de tal modo, que los individuos más exactos se engañan respecto al tiempo. Malógranse las citas de negocios. Cada cual cree que son las ocho cuando dan las doce. Las nueve y media eran y aún madame Vauquer seguía en la cama. Cristóbal y la gruesa Silvia, retrasadós también, estaban tomando tranquilamente su café, preparado con la nata de la leche destinada a los huéspedes y que Silvia tenía hirviendo largo rato para que madame Vauquer no notase aquel diezmo ilegalmente cobrado.

-Silvia -dijo Cristóbal, mojando su primera tostada-, monsieur Vautrin, que, dicho sea de pasada, es una bella persona, le he avistado otra vez esta noche con dos individuos. Si madame sospechase algo, no hay que decirle nada.

-¿Te dio algo?

-Cien sueldos me dio de propina. Un modo de decirme: "¡Calla tu boca!"

-Salvo él y madame Couture, que no son roñosos, los demás querrían quitarnos con la mano izquierda lo que nos dan con la derecha por Año Nuevo -comentó Silvia.

-¡Y para lo que nos dan! -añadió Cristóbal-. Una triste moneda y de cien sueldos. Dos años lleva ya Papá Goriot de hacerse él mismo sus zapatos. Ese raspa de Poiret prescinde de betún, y antes se lo bebería que ponérselo a sus botas. En cuanto a ese pelagatos de estudiante, me da cuarenta sueldos. Cuarenta sueldos, con los que no me paga mis cepillos, y por si fuera poco, vende su ropa usada. ¡Vaya casita!

-¡Bah! -exclamó Silvia, bebiéndose a sorbitos su café-. Después de todo, tenemos las mejores colocaciones del barrio; aquí no se vive mal. Pero, a propósito de ese gordiflón de Vautrin, ¿te han dicho algo, Cristóbal?

-Sí; días pasados me tropecé en la calle con un señor que me dijo: "¿No vive en su casa un hombre gordo que gasta patillas y se las tiñe?" A lo que yo le dije: "No se las tiñe, monsieur. Un hombre de su buen humor no tiene tiempo para eso". Luego le conté lo ocurrido a monsieur Vautrin, y él me dijo: "¡Hiciste bien, muchacho! Contesta siempre así. No hay nada más desagradable que dejar traslucir nuestras flaquezas. Con eso puede perder uno una buena boda".

- Pues, ¡bueno! También a mí en la plaza quisieron tirarme de la lengua para que dijera si le había visto ponerse la camisa.