Las otras dos habitaciones destinábanse a las aves de paso, a esos infortunados estudiantes que, como Papá Goriot y mademoiselle Michonneau, no podían dedicar más de cuarenta y cinco francos a su manutención y alojamiento, pero madame Vauquer no deseaba mucho su presencia y solo los admitía cuando no tenía nada mejor; se atracaban demasiado de pan. En aquel momento una de las dos habitaciones pertenecía a un joven llegado de los alrededores de Angulema a París para estudiar Derecho y cuya numerosa familia se entregaba a las más duras privaciones con el fin de enviarle mil doscientos francos al año. Eugenio de Rastignac, que así se llamaba, era uno de esos jóvenes moldeados para el trabajo por la desgracia, que desde su más tierna edad las ilusiones que con ellos se hacen sus padres y se preparan un porvenir, brillante, calculando ya la importancia de sus estudios y adaptándolos de antemano al futuro movimiento de la sociedad para ser los primeros en exprimirla. Sin sus curiosas observaciones y la maña que se dio para introducirse en los salones de París no habría podido matizarse este relato con sus verdaderos colores que, sin duda, deberá a su sagaz ingenio y a su afán de calar en los misterios de una situación pavorosa que ocultaban con igual cuidado quienes la crearan y quien la sufría.
Encima de aquel tercer piso había un desván para tender la ropa y dos buhardillas donde dormían un mozo llamado Cristóbal y la gruesa Silvia, la cocinera. Aparte esos siete huéspedes internos, tenía madame Vauquer, un año con otro, ocho estudiantes de Leyes o Medicina y dos o tres parroquianos, vecinos del barrio, abonados solamente a las comidas. Dieciocho personas se reunían en el comedor, que aún era capaz para veinte; pero por las mañanas sólo se juntaban allí siete huéspedes que, durante el desayuno, daban la impresión de una comida de familia. Bajaban todos en zapatillas, permitíanse observaciones confidenciales sobre el modo de vestir o la facha de los. externos y sobre los incidentes de la noche anterior, expresándose con esa confianza que da la intimidad. Aquellos siete huéspedes eran los niños mimados de madaffie Vauquer, que les medía, con precisión de astrónomo, las atenciones y finezas según lo que pagaban de pensión. Una misma consideración envolvía a aquellos seres que la casualidad reuniera allí. Los dos huéspedes del segundo sólo pagaban setenta y dos francos al mes. Esa baratura que sólo se encuentra en el faubourg Saint-Marcel, entre la Bourbe y la Salkpetriere, y cuya sola excepción la constituía madame Couture, dice ya harto claro que aquellos huéspedes debían de hallarse bajo el peso de infortunios más o menos aparentes. Así que el espectáculo desolador que presentaba el interior de aquella casa repetíase en el atuendo de sus parroquianos, igualmente maltrecho. Gastaban los hombres levitas cuyo color llegara a ser problemático, calzado como el que tiran al pie de un guardacantón en los barrios elegantes, una ropa blanca raída y trajes que sólo conservaban el alma. Las señoras vestían trajes anticuados, reteñidos y desteñidos, viejos encajes zurcidos, guantes costrosos por el uso, cuellos siempre ribeteados de rojo y manteletas rosadas. Pero si tal era el indumento, casi todos mostraban cuerpos de sólida armazón, temperamentos que habrían resistido los temporales de la vida, caras frías, duras, borradas como las efigies de los escudos retirados de la circulación. Las mustias bocas armábanse de dientes ansiosos.
Aquellos huéspedes hacían presentir dramas consumados o en vías de consumarse, no dramas de esos que se representan a la luz de las candilejas, entre bambalinas, sino de esos otros, vivos y mudos, dramas congelados, que removían cálidamente el corazón, dramas continuos.
La anciana demoiselle Michonneau llevaba sobre sus ojos fatigados una mugrienta visera de tafetán verde montada en alambre, que habría espantado al ángel de la Piedad. Su chal de franjas estrechas y deshilachadas parecía cubrir un esqueleto de puro angulosas que eran las formas que ocultaba. ¿Qué ácido habría despojado a aquella criatura de sus formas femeninas? Debía de haber sido bonita y bien formada. ¿Habrían sido el vicio, las penas o la ambición? ¿Habría amado con exceso, habría sido ditera o solamente cortesana? ¿Expiaba ahora los triunfos de una juventud insolente, ante la que se hubieran atropellado los placeres, con una vejez de la que huían los transeúntes? Su blanca mirada daba frío, su cara chupada amenazaba. Tenía la voz chillona de una chicharra que canta en su matorral al aproximarse el invierno. Decía haber estado al cuidado de un señor viejo atacado de catarro a la vejiga y al que sus hijos abandonaran creyéndolo falto de recursos. Aquel viejo dejárale en su testamento una renta vitalicia de mil francos, que periódicamente le disputaban sus herederos defraudados, haciéndola blanco de sus calumnias. Con todo y haberle estragado su rostro el juego de las pasiones, mostraba todavía ciertos vestigios de un blancor y una finura de tez que permitían suponer que su cuerpo conservaría igualmente algunas reliquias de belleza.
Monsieur Poiret era algo así como una máquina. Al verlo correrse como una sombra gris a lo largo de una alameda del Jardin-des-Plantes, cubierta la cabeza de una vieja gorra lacia, llevando con trabajo en la mano su bastón de puño de marfil amarillento y dejando flotar los mustios faldones de su levita, que ocultaban incompletamente unos calzones casi vacíos y unas piernas calzadas en medias azules que le flaqueaban cual las de un beodo, y enseñando su sucio chaleco blanco y su chorrera de gruesa muselina abarquillada que se unía imperfectamente con su corbata como un dogal a su cuello de pavo, muchos se preguntaban si aquella sombra chinesca no pertenecería a la audaz raza de los hijos de Jafet que mariposean por el bulevar italiano.
¿Qué trabajo habría podido acartonarlo así? ¿Qué pasión habría abrillantado su bulbosa faz, que, dibujada en caricatura, habría parecido inverosímil? ¿Qué habría sido? Pero puede que hubiese estado empleado en el Minjsterio de Justicia, en el negociado adonde los verdugos mandan sus facturas, la cuenta de los velos negros suministrados para los parricidas, del salvado para los cestos y las cuerdas para las cuchillas.
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