Acaso habría sido cobrador a la puerta de un matadero o subinspector de Sanidad. En una palabra: que aquel hombre parecía haber sido uno de los asnos de nuestro gran molino social, uno de esos ratones parisienses que ni siquiera conocen a sus Bertrands (Personajes zoológicos de una fábula de La Fontaine. Ratón, que es un gato, saca las castañas del fuego, y Bertrand, un mono, se las come.),algún eje sobre el que giraran los infortunios o las inmundicias públicas, uno de esos hombres, en fin, de los que al verlos decimos: "A pesar de todo, hacen falta estos tipos". El bello Paris ignora esas caras lívidas por efecto de sufrimientos morales o físicos. Pero París es un verdadero océano. ¡Echad en él la sonda y jamás conoceréis su hondura! Recorredlo, describidlo ... , y por más cuidado que pongáis en recorrerlo y describirlo, por más numerosos e interesados que sean los exploradores de ese mar, siempre encontraréis en él un lugar virgen, un antro desconocido, flores, perlas, monstruos, algo inaudito olvidado por los buzos literarios. La Casa Vauquer es una de esas curiosas monstruosidades. .
Dos personas formaban allí sorprendente contraste con el resto de los huéspedes y parroquianos. Por más que mademoiselle Victorina Taillefer fuese de una blancura enfermiza semejante a la de las jóvenes atacadas de clorosis y estuviese en armonía con el general sufrimiento que formaba el fondo de aquel cuadro merced a una tristeza habitual, su aire cohibido, su aspecto pobre y frágil no era, con todo, vieja su cara y tenía gestos y voz vivarachos. Aquella desdichada joven semejaba un arbusto de hojas amarillentas recién plantado en un terreno adverso. Su tez rubicunda, su pelo de un rubio leonado, su cinturita demasiado estrecha expresaban esa gracia que los poetas modernos les encuentran a las estatuillas medievales. Sus ojos grises, tachonados de negro, expresaban una mansedumbre, una resignación cristianas. Sus trajes sencillos, de poco coste, delataban formas juveniles. Era bonita por yuxtaposición. Feliz, habría resultado encantadora; la dicha es la poesía de la mujer, así como el tocado es su colorete. Si la alegría de un baile hubiese reflejado sus tonalidades rosadas en aquel rostro pálido; si las mieles de una vida elegante hubiesen llenado y entonado de color aquellas mejillas, ya levemente chupadas; si el amor hubiese reanimado aquellos tristes ojos, habría podido Victorina competir con las más bellas jóvenes. Faltábale eso que crea por segunda vez a la mujer: los perifollos y las cartitas amorosas. Su historia habría dado materia para un libro. Su padre creía tener razones para no reconocerla, negábase a tenerla consigo, no le pasaba más que seiscientos francos al año y había ocultado sus bienes de fortuna con el fín de trasmitírselos íntegros a su hijo. Parienta lejana de la madre de Victorina, que había ido a morir de desesperación en su casa, madame Couture miraba por la huérfana como por una hija. Por desgracia, la viuda del comisario ordenador de pagos de los ejércitos de la República no poseía en este mundo más bienes que su viudez y su pensión, y podía dejar un día a aquella pobre chica sin experiencia ni recursos a merced de la gente. La buena mujer llevaba a Victorina a misa todos los domingos y a confesarse cada quince días con el fin de hacer de ella a todo trance una muchacha piadosa y tenía razón. Los sentimientos religiosos brindaban un porvenir a aquella hija postergada que amaba a su padre y todos los años iba a verlo para llevarle el perdón de su madre, pero que todos los años también se estrellaba contra la puerta de la casa paterna, inexorablemente cerrada. Su hermano, su único medianero, no había ido a verla ni una sola vez en cuatro años y no le enviaba subsidio alguno. Pedíale ella a Dios que le quitase a su padre la venda de los ojos y le ablandara el corazón a su hermano, y le pedía por ellos sin culparlos. Madame Couture y madame Vauquer no encontraban palabras bastantes en el diccionario de los insultos para calificar aquella bárbara conducta. Cuando maldecían a aquel infame millonario dejaba oír Victorina palabras de dulzura semejantes al canto de la tórtola herida, cuyo lamento sigue expresando amor.
Eugenio de Rastignac tenía una cara enteramente meridional: tez blanca, pelo negro, ojos azules.
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