o si proviene del propio Ministerio. Pero parece tener marchamo oficial. (Nota de G. Orwell.). Creo que la elección de estos animales puede ser ofensiva y de modo especial para quienes sean un poco susceptibles, como es el caso de los rusos.»
Asuntos de esta clase son siempre un mal síntoma. Como es obvio, nada es menos deseable que un departamento ministerial tenga facultades para censurar libros (excepción hecha de aquellos que afecten a la seguridad nacional, cosa que, en tiempo de guerra, no puede merecer objeción alguna) que no estén patrocinados oficialmente. Pero el mayor peligro para la libertad de expresión y de pensamiento no proviene de la intromisión directa del Ministerio de Información o de cualquier organismo oficial. Si los editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública. En este país, la cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general. Es éste un hecho grave que, en mi opinión, no ha sido discutido con la amplitud que merece.
Cualquier persona cabal y con experiencia periodística tendrá que admitir que, durante esta guerra, la censura oficial no ha sido particularmente enojosa. No hemos estado sometidos a ningún tipo de «orientación» o «coordinación» de carácter totalitario, cosa que hasta hubiera sido razonable admitir, dadas las circunstancias. Tal vez la prensa tenga algunos motivos de queja justificados pero, en conjunto, la actuación del gobierno ha sido correcta y de una clara tolerancia para las opiniones minoritarias. El hecho más lamentable en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido principalmente de carácter voluntario. Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial. Cualquiera que haya vivido largo tiempo en un país extranjero podrá contar casos de noticias sensacionalistas que ocupaban titulares y acaparaban espacios incluso excesivos para sus méritos. Pues bien, estas mismas noticias son eludidas por la prensa británica, no porque el gobierno las prohíba, sino porque existe un acuerdo general y tácito sobre ciertos hechos que «no deben» mencionarse. Esto es fácil de entender mientras la prensa británica siga tal como está: muy centralizada y propiedad, en su mayor parte, de unos pocos hombres adinerados que tienen muchos motivos para no ser demasiado honestos al tratar ciertos temas importantes. Pero esta misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio. Su origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas bienpensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba concretamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien» decir ciertas cosas, del mismo modo que en la época victoriana no se aludía a los pantalones en presencia de una señorita. Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias e intelectuales.
En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración hacia Rusia sin asomo de crítica. Todo el mundo está al cabo de la calle de este hecho y, por consiguiente, todo el mundo actúa en consonancia. Cualquier crítica seria al régimen soviético, cualquier revelación de hechos que el gobierno ruso prefiera mantener ocultos, no saldrá a la luz. Y lo peor es que esta conspiracion nacional para adular a nuestro aliado se produce a pesar de unos probados antecedentes de tolerancia intelectual muy arraigados entre nosotros. Y así vemos, paradójicamente, que no se permite criticar al gobierno soviético, mientras se es libre de hacerlo con el nuestro. Será raro que alguien pueda publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde cualquier clase de libro o periódico. Y en cinco años de guerra —durante dos o tres de los cuales luchamos por nuestra propia supervivencia— se escribieron incontables libros, artículos y panfletos que abogaban, sin cortapisa alguna, por llegar a una paz de compromiso, y todos ellos aparecieron sin provocar ningún tipo de crítica o censura. Mientras no se tratase de comprometer el prestigio de la Unión Soviética, el principio de libertad de expresión ha podido mantenerse vigorosamente. Es cierto que existen otros temas proscritos, pero la actitud hacia la URSS es el síntoma más significativo.
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