Antes de abandonar Francia, mi amigo se había enamorado perdidamente de una joven, se había casado con ella y la había traído a Inglaterra, junto a su familia. Por desgracia, aquella familia, orgullosa y altiva rama de una casa principesca y llena de prejuicios idiotas, se negó a admitir en su seno a la joven, que era pobre y no tenía más nobleza que la de sus sentimientos. Aquella injuria la hirió de tal manera que, ocho días después, murió después de haber traído al mundo al niño que queremos confiar a vuestros buenos cuidados; ya no tiene padre, porque mi pobre amigo cayó herido de muerte en un combate en Normandía, hace de ello diez meses. Si Dios concede vida y salud a este niño, será el compañero de mis días de vejez; le contaré la triste y gloriosa historia del autor de sus días, y le enseñaré a andar con paso firme por los mismos senderos que anduvimos su valiente padre y yo, entretanto vos criaréis al niño como si fuera vuestro, y os juro que no lo haréis gratuitamente. Responded, maestro Gilbert: ¿aceptáis mi proposición?

El caballero esperó ansiosamente la respuesta del guardabosque quien, antes de comprometerse, interrogaba a su mujer con la mirada; pero la bonita Margaret volvía la cabeza y la inclinaba hacia la puerta de la habitación de al lado, sonriendo y tratando de escuchar el imperceptible murmullo de la respiración del niño.

Ritson, que analizaba furtivamente con el rabillo del ojo la expresión de la fisonomía de los dos esposos, comprendió que su hermana estaba dispuesta a hacerse cargo del niño a pesar de las vacilaciones de Gilbert, y dijo con voz muy persuasiva:

—La risa de ese ángel será la alegría de tu hogar, mi dulce Maggie, y te juro por san Pedro que oirás otro sonido no menos alegre; el sonido de las guineas que Su Señoría pondrá cada año en tu mano.

—¿Vaciláis, maestro Gilbert? —dijo el caballero frunciendo el ceño—. ¿Os disgusta mi proposición?

—Perdón, mi señor, vuestra proposición me resulta muy agradable y nos haremos cargo del niño si mi querida Maggie no tiene ningún inconveniente. Vamos, mujer, di lo que piensas; tu voluntad será la mía.

—Bien, yo seré su madre. —Luego, dirigiéndose al caballero, añadió—: Y si algún día quisierais recobrar a vuestro hijo adoptivo, os lo devolveremos con el corazón oprimido, pero nos consolaremos de su pérdida pensando que en adelante será más feliz junto a vos que bajo el humilde techo de un pobre guardabosque.

—Las palabras de mi mujer constituyen un compromiso —repuso Gilbert—, y, por mi parte, juro velar por este niño y servirle de padre. Os doy mi palabra, micer caballero.

Y tomando de su cinto uno de sus guanteletes, lo echó sobre la mesa.

—Una palabra por otra y un guante por otro —replicó el hidalgo, echando también un guantelete sobre la mesa—. Ahora hemos de ponernos de acuerdo sobre el precio de la pensión del bebé. Tened, buen hombre, tomad esto; todos los años recibiréis otro tanto.

Y sacando de su jubón una bolsita de cuero, llena de monedas de oro, intentó ponerla en manos del guardabosque.

Pero éste rehusó.

—Guardad vuestro oro, mi señor; las caricias y el pan de Margarita no se venden.

Durante un rato la pequeña bolsa de cuero fue de las manos de Gilbert a las del caballero. Al fin, y a propuesta de Margarita, convinieron que el dinero recibido cada año en pago de la pensión del niño fuera guardado en lugar seguro, para ser entregado al huérfano al alcanzar su mayoría de edad.

Una vez arreglado aquel asunto a gusto de todos, se separaron para ir a dormir. Al día siguiente, Gilbert se levantó al amanecer y miró con envidia los caballos de sus huéspedes; Lincoln se ocupaba ya de su limpieza.

Entonces se dio cuenta de que los viajeros habían cogido sus pobres caballos, dos feas jacas, y se habían marchado dejándole sus excelentes monturas. No obstante le contrarió el que Ritson no se hubiera despedido. Su mujer defendió a su hermano:

—¿Acaso no sabes que Ritson evita venir a esta región desde la muerte de tu pobre hermana, Anita, su prometida? El aire de felicidad de nuestra casa habrá despertado sus penas.

—Tienes razón, mujer —respondió Gilbert con un gran suspiro—. ¡Pobre Anita!

—Lo peor del asunto —respondió Margarita— es que no sabemos ni el nombre ni la dirección del protector del niño. ¿Cómo le avisaremos si cae enfermo? ¿Y cómo llamaremos al niño?

—Escoge el nombre, Margarita.

—Escógelo tú mismo, Gilbert; es un muchacho, y a ti te corresponde.

—Pues bien; si tú quieres, le daremos el nombre del hermano que tanto amé; no puedo pensar en Anita sin acordarme del infortunado Robín.

—Sea, ya está bautizado, ¡nuestro gentil Robín! —exclamó Margarita cubriendo de besos la cara del niño que le sonreía ya como si la dulce Margarita hubiera sido su madre.

Así pues, el huérfano recibió el nombre de Robín Head. Más tarde, y sin causa conocida, la palabra Head se cambió por Hood, y el pequeño forastero se hizo muy célebre en todo el condado de Nottingham bajo el nombre de Robín Hood.

II

Han transcurrido quince años desde aquel acontecimiento; la calma y la felicidad no han dejado de reinar bajo el techo del guardabosque, y el huérfano cree todavía ser el amado hijo de Margarita y de Gilbert Head.

Una bella mañana de junio, un hombre de avanzada edad, vestido como un campesino acomodado y montado en un vigoroso pony, recorría el camino que conduce por el bosque de Sherwood, al bonito pueblo de Mansfeldwoohaus.

El cielo estaba limpio.

La cara de nuestro viajero se alegraba bajo la influencia de tan bello día; su pecho se dilataba, respiraba a pleno pulmón, y con voz fuerte y sonora lanzaba al aire el estribillo de un viejo himno sajón, un himno a la muerte de los tiranos.

De pronto una flecha pasó silbando junto a su oreja y fue a incrustarse en la rama de un roble al borde del camino.

El campesino, más sorprendido que asustado, se echó abajo de su caballo, se escondió tras un árbol, blandió su arco y se dispuso a defenderse.

Pero por más que oteó el sendero en toda su longitud, por más que escrutó con la mirada los montículos de alrededor y aplicó el oído a los menores ruidos del bosque, nada vio, ni oyó nada, y no supo qué pensar de aquel ataque imprevisto.

—Veamos —dijo—, puesto que la paciencia no conduce a nada, probemos con la astucia.

Y calculando según la dirección de la trayectoria de la flecha el lugar donde podía estar apostado su enemigo, disparó un dardo hacia aquel lado con la esperanza de asustar al malhechor o de provocarlo para que se moviera. La flecha hendió el espacio, fue a clavarse en la corteza de un árbol, y nadie respondió a aquella provocación. ¿Lo conseguiría quizá un segundo dardo? Aquel segundo dardo partió, pero fue detenido en pleno vuelo. Una flecha lanzada por un arco invisible fue a interceptar su camino, casi en ángulo recto, por encima del sendero, y lo hizo caer al suelo haciendo piruetas. El golpe había sido tan rápido, tan inesperado, anunciaba tanta destreza y tan gran habilidad de mano y de ojo, que el campesino, maravillado y olvidando tanto peligro, saltó de su escondite.

—¡Qué tiro! ¡Qué tiro tan maravilloso! —gritó mientras brincaba por el lindero de la espesura tratando de descubrir al misterioso arquero.

Una risa alegre respondió a aquellas exclamaciones, y no lejos de allí una voz argentina y suave como la de una mujer cantó:

«Hay gamos en el bosque,

hay flores en la linde de los grandes bosques...»

—¡Oh! Es Robín, el desvergonzado Robín Hood quien canta. Ven aquí, hijo mío. ¿De modo que te atreves a disparar contra tu padre? ¡Por san Dunstand, creí que los «outlaws» querían mi piel! ¡Oh! ¡Eres un mal muchacho! ¡Tomar por blanco mi cabeza gris! ¡Ah! ¡Vaya —añadió el buen anciano—, vaya, qué travieso!

Un joven que parecía tener veinte años, aunque en realidad no tuviera más que dieciséis, se detuvo ante el viejo campesino, en quien sin duda ya habrán reconocido al buen Gilbert Head del primer capítulo de nuestra historia.

Aquel joven sonreía teniendo respetuosamente en la mano su sombrero verde, adornado con una pluma de garza. Una masa de cabellos negros ligeramente ondulados coronaban una frente ancha más blanca que el marfil. Los párpados, replegados sobre sí mismos, dejaban brotar los fulgores de dos pupilas de un azul oscuro, cuya luz se velaba bajo la franja de las largas pestañas que proyectaban su sombra hasta sus mejillas rosadas.

El aire seco había tostado aquella noble fisonomía pero la satinada blancura de la piel reaparecía en el nacimiento del cuello y por debajo de los puños.

Un sombrero con una pluma de garza por penacho, un jubón de paño verde de Lincoln atado a la cintura, botas altas de piel de gamo, un par de «unhege sceo» (borceguíes sajones) amarrados con fuertes correas por encima de los tobillos, un tahalí claveteado de brillante acero soportando un carcaj lleno de flechas, el pequeño cuerno y el cuchillo de caza en la cintura, y el arco en la mano, constituían el atuendo y equipo de Robín Hood, y su conjunto lleno de originalidad estaba lejos de ocultar la belleza adolescente.

—Perdonadme, padre. No tenía intención alguna de heriros.

—¡Pardiez! Te creo, hijo, pero podía haber ocurrido; un cambio en la velocidad de mi caballo, un paso a izquierda o derecha de la línea que seguía, un movimiento de mi cabeza, un temblor de tu mano, un error de tu puntería, cualquier cosa, en fin, y tu juego hubiera sido mortal.

—Pero mi mano no ha temblado, mi puntería es siempre segura. Así que no me hagáis reproches, padre, y perdonadme mi travesura.

—Te la perdono de todo corazón.

Luego añadió con un ingenuo sentimiento de orgullo, que sin duda había reprimido hasta el momento a fin de reprender al imprudente arquero:

—¡Y pensar que es alumno mío! Sí, he sido yo, Gilbert Head, quien primero le enseñó a manejar un arco y a disparar una flecha. El alumno es digno del maestro y, si continúa, no habrá tirador más diestro en todo el condado, ni siquiera en toda Inglaterra.

—Que mi brazo derecho pierda su fuerza, que ni una sola de mis flechas alcance su blanco si jamás olvido vuestro amor, padre.

—Hijo, ya sabes que no soy tu padre más que de corazón.

—¡Oh! No me habléis de los derechos que sobre mí os faltan, porque si la naturaleza os los ha negado, los habéis adquirido con una entrega y abnegación de quince años.

—Al contrario, vamos a hablar de ello —dijo Gilbert, reemprendiendo su camino a pie y llevando de la brida al pony al que un vigoroso silbido había llamado al orden—, un secreto presentimiento me avisa que nos amenazan próximas desgracias.

—¡Qué idea tan loca, padre!

—Ya eres grande, eres fuerte, y estás lleno de energía, gracias a Dios; pero el porvenir que se abre ante ti no es el que adivinabas cuando siendo pequeño y débil niño, ora malhumorado, ora alegre, crecías sobre las rodillas de Margarita.

—¡Qué importa eso! Sólo deseo una cosa, y es que el porvenir sea como el pasado y el presente.

—Envejeceríamos sin ninguna pena si se desvelara el misterio de tu nacimiento.

—¿Nunca habéis vuelto a ver al valiente soldado que me confió a vos?

—No he vuelto a verlo jamás, y sólo una vez recibí noticias suyas.

—Quizá ha muerto en la guerra.

—Quizá. Un año después de tu llegada, recibí por medio de un desconocido mensajero un saco de dinero y un pergamino sellado con lacre, pero cuyo sello no tenía armas.