Entregué el pergamino a mi confesor, y éste lo abrió revelándome el contenido siguiente, palabra por palabra: "Gilbert Head: Hace doce meses puse un niño bajo tu protección, y contraje contigo el compromiso de pagarte una renta anual por tus esfuerzos; aquí te la envío; me marcho de Inglaterra e ignoro cuándo regresaré. En consecuencia, he tomado las disposiciones necesarias para que todos los años cobres la suma debida. Por tanto, sólo tendrás que presentarte el día del vencimiento en la oficina del «sheriff» de Huntingdon, y allí te pagarán. Educa al muchacho como si fuera tu propio hijo; a mi regreso vendré a reclamártelo". Ni firma, ni fecha. ¿De dónde venía aquel mensaje? Lo ignoro. Pero si hemos de morir antes de que aparezca el desconocido caballero, una gran tristeza envenenará nuestra última hora.

—¿Cuál es esa gran pena, padre?

—La de saberte solo y abandonado a ti mismo, y entregado a tus pasiones cuando seas un hombre.

—Mi madre y vos tenéis aún largos días de vida por delante.

—¡Sabe Dios!

—Dios lo permitirá.

—¡Hágase su voluntad! En cualquier caso, si una muerte próxima nos separa, has de saber, hijo mío, que tu eres nuestro único heredero; la cabaña donde has crecido es tuya, el terreno que la rodea es de tu propiedad y, con el dinero de tu pensión acumulado desde hace quince años, no tendrás que temer a la miseria y podrás ser feliz si eres prudente. La desgracia te ha acompañado desde tu nacimiento y tus padres adoptivos se han esforzado en reparar esta desgracia. Pensarás a menudo en ellos, que no ambicionan otra recompensa.

El adolescente se enternecía; las lágrimas comenzaban a brotar de entre sus párpados.

—En camino, «Gip», mi buen pony —añadió el anciano subiéndose a la silla—, tengo que apresurarme en ir a Mansfeldwoohaus y volver, de lo contrario Maggie pondrá una cara tan larga como la más larga de mis flechas. Entre tanto, querido hijo, ejercita tu destreza y no tardarás en igualar a Gilbert Head en sus mejores días… Hasta la vista.

Robín se divirtió durante unos instantes desgarrando con sus flechas las hojas que escogía con la vista en la cima de los árboles más altos; luego, cansado de este juego, se echó sobre la hierba a la sombra de un claro.

Un prolongado roce en el follaje y los crujidos precipitados de la maleza vinieron a turbar los pensamientos de nuestro joven arquero; levantó la cabeza y vio a un gamo asustado que atravesaba la espesura, se lanzaba a través del claro y volvía a desaparecer en las profundidades del bosque.

El instantáneo proyecto de Robín fue tomar su arco y perseguir al animal; pero, por instinto de cazador o por casualidad examinó el lugar por donde éste había salido, y vio a cierta distancia a un hombre acurrucado tras un montículo, que dominaba el camino; desde su escondite el hombre podía ver sin ser visto todo cuanto pasaba por el sendero, y esperaba ojo avizor, con la flecha preparada.

De pronto el bandido o cazador disparó una flecha en dirección al camino y se levantó a medias como para saltar sobre su blanco; pero se detuvo, profirió un enérgico juramento, y volvió a ponerse al acecho con una flecha en su arco.

Aquella nueva flecha fue seguida, como la primera, de una odiosa blasfemia.

"¿A quién dispara? —se preguntó Robín—. ¿Estará tratando de dar a un amigo un susto como el que yo di esta mañana al viejo Gilbert? El juego no es de los más fáciles. Pero no veo nada en el sitio a donde apunta; sin embargo, él sí debe ver algo, porque está preparando la tercera flecha".

Robín iba a abandonar su escondite para tratar de ver al desconocido y mal tirador cuando, apartando sin querer algunas ramas de un haya, vio, detenidos en el extremo del sendero y en el lugar donde el camino de Mansfeldwoohaus forma un codo, a un caballero y una joven dama que parecían muy inquietos, y dudaban si debían volver grupas o afrontar el peligro. Los caballos resoplaban y el caballero paseaba su mirada por todos lados a fin de descubrir al enemigo y hacerle frente, al mismo tiempo que se esforzaba en calmar el terror de su acompañante.

De pronto la joven dio un grito de angustia y cayó casi desvanecida: una flecha acababa de incrustarse en el pomo de su silla.

Sin duda alguna, el hombre que estaba escondido era un vil asesino.

Presa de una generosa indignación, Robín escogió en su carcaj una de sus más agudas flechas, blandió su arco y apuntó. La mano izquierda del asesino quedó clavada en la madera del arco que amenazaba de nuevo al caballero y su compañera.

Rugiendo de cólera y de dolor, el bandido volvió la cabeza y trató de descubrir de dónde procedía aquel ataque imprevisto. Pero la esbelta talla de nuestro joven arquero le mantenía escondido tras el tronco de un haya, y el color de su jubón se confundía con el del follaje.

Robín podría haber matado al bandido, pero se contentó con asustarle después de haberle castigado y le disparó una nueva flecha que se llevó su sombrero a veinte pasos.

Lleno de vértigo y espanto, el herido se levantó y, mientras se aguantaba con la mano sana la mano ensangrentada, aulló, pataleó, y giró durante un rato sobre sí mismo, paseó su osca mirada por todo el soto a su alrededor, y huyó gritando:

—¡Es el demonio! ¡El demonio! ¡El demonio!

Robín saludó la marcha del bandido con una risa alegre, y sacrificó una última flecha que, después de haberlo espoleado mientras corría, habría de impedirle sentarse durante largo tiempo.

Pasado el peligro, Robín salió de su escondrijo y se apoyó despreocupadamente en el tronco de un roble al borde del sendero; se preparaba para dar la bienvenida a los viajeros, pero en cuanto éstos, acercándose al trote, le vieron, la joven dama lanzó un grito y el caballero se fue hacia él con la espada en la mano.

—¡Al fin te veo, miserable! ¡Al fin! —exclamó el caballero dando muestras de la cólera más violenta.

—No soy un asesino, por el contrario, soy yo quien os salvó la vida.

—¿Dónde está entonces el asesino? Habla o te abro la cabeza.

—Escuchadme y lo sabréis —respondió fríamente Robín—. Respecto a lo de abrirme la cabeza, ni soñéis en ello, y permitidme haceros notar, señor, que esta flecha, cuya punta se dirige hacia vos, atravesará vuestro corazón antes de que vuestra espada roce mi piel. Teneos por advertido y escuchadme con tranquilidad: diré la verdad.

—Escucho —contestó el caballero fascinado por la sangre fría de Robín.

—Vamos, señor —replicó Robín—, miradme y estaréis de acuerdo en que no tengo el aspecto de un bandido.

—Sí, sí, hijo mío, lo confieso, no tienes aspecto de bandido —dijo al fin el forastero tras haber considerado con detenimiento a Robín. La frente radiante, la fisonomía llena de franqueza, los ojos en los que chispeaba el fuego del valor, los labios que se entreabrían en una sonrisa de legítimo orgullo, todo en este noble adolescente inspiraba, ordenaba confianza.

—Dime quién eres, y condúcenos, te ruego, a un lugar en el que nuestras cabalgaduras puedan comer y descansar —añadió el caballero.

—Con placer; seguidme.

—Pero acepta antes mi dinero, mientras que te llega la recompensa de Dios.

—Guardad vuestro oro, señor caballero; el oro me es inútil, no tengo necesidad de oro. Me llamo Robín Hood y vivo con mi padre y mi madre a dos millas de aquí, en la linde del bosque; venid, encontraréis en nuestra casita una cordial hospitalidad.

La joven, que hasta el momento se había mantenido apartada, se acercó a su caballero, y Robín vio resplandeciente el destello de dos grandes ojos negros bajo el capuchón de seda que preservaba su cabeza del frescor de la mañana; también apreció su divina belleza, y la devoró con la mirada mientras se inclinaba cortésmente ante ella.

—¿Debemos creer en la palabra de este joven? —preguntó la dama a su caballero.

Robín irguió la cabeza orgullosamente, y, sin dar al jinete tiempo para responder, exclamó:

—Dejaría de existir buena fe sobre la tierra.

Los dos forasteros sonrieron; ya no dudaban.

III

El pequeño grupo avanzó primero en silencio; el caballero y la joven pensaban todavía en el peligro que habían corrido, y todo un mundo de ideas nuevas se agitaba en la cabeza de nuestro joven arquero: por primera vez admiraba la belleza de una mujer.

El ingenuo muchacho experimentaba ya los primeros efectos del amor; adoraba sin saberlo la imagen de la bella desconocida que cabalgaba tras él, y olvidaba sus canciones pensando en sus negros ojos.

Sin embargo acabó por comprender las causas de su turbación, y se dijo recuperando su sangre fría:

—Paciencia, pronto la veré sin su capucha.

El caballero preguntó a Robín sobre sus gustos, sus costumbres y sus ocupaciones con benevolencia, pero Robín le respondió fríamente, y no cambió el tono hasta el momento en que se hirió su amor propio.

—¿No temiste —dijo el forastero- que aquel miserable «outlaw» intentara vengar en ti su fracaso? ¿No temiste fallar?

—¡Pardiez!, no, señor, me era imposible experimentar este último temor.

—¡Imposible!

—Sí, la costumbre ha hecho que los golpes más difíciles sean para mí un juego.

Había demasiada buena fe y noble orgullo en las respuestas de Robín para que el forastero se burlara, y prosiguió:

—¿Serías tan buen tirador como para acertar a cincuenta pasos lo que aciertas a quince?

—Cuando se presente una ocasión lo veréis.

El silencio volvió a dominar durante algunos minutos, y el grupo llegó a un gran claro al que el camino cortaba en diagonal. En el mismo momento un ave rapaz tomaba altura, y un cervatillo, asustado por el ruido de los caballos, salía de la espesura y atravesaba la arboleda para alcanzar el otro lado.

—¡Atención! —gritó Robín sujetando una flecha entre los dientes y colocando una segunda en el arco—, ¿qué preferís, la presa de pluma o la de pelo? Elegid.

Pero antes de que el caballero hubiese tenido tiempo de responder, el cervato caía herido de muerte, y el pájaro descendía dando vueltas hacia el claro.

—Ya que no habéis elegido cuando estaban vivos, elegiréis esta noche cuando estén asados.

—¡Admirable! —exclamó el caballero.

—¡Maravilloso! —murmuró la joven.

—Vuestras Señorías no tienen más que seguir derecho el camino, y tras aquel montículo verán la casa de mi padre. ¡Saludos!, tomo la delantera para anunciaros a mi madre y enviar a nuestro anciano criado a recoger la caza.

Dicho esto, Robín desapareció corriendo.

—Un noble joven, ¿verdad, Mariana? —dijo el caballero a su acompañante—. Un muchacho encantador, y el más hermoso guardabosque inglés que yo haya visto jamás.

—Es muy joven aún —contestó ella.

—Y probablemente mucho más de lo que podría parecernos por su alta estatura y el vigor de sus miembros. No podéis haceros una idea, Mariana, de lo que favorece el desarrollo de nuestras fuerzas la vida al aire libre y cómo conserva nuestra salud; no ocurre así en la atmósfera asfixiante de las ciudades —añadió el caballero suspirando.

—Creo, señor Allan Clare —replicó la joven dama con fina sonrisa—, que vuestros suspiros tienen mucho menos que ver con los verdes árboles del bosque de Sherwood que con su encantadora dueña, la noble hija del barón de Nottingham.

—Tenéis razón, Mariana, hermana querida, y, lo confieso, preferiría, si la elección dependiera de mi voluntad, pasar mis días en estos bosques, viviendo en la choza de un «yeoman» y teniendo como mujer a Christabel, a sentarme en un trono.

—¡Sss! ahí está la choza —dijo Mariana interrumpiendo a su hermano.

Una hora más tarde, Gilbert Head volvió a la casa llevando sobre su caballo a un hombre herido que había encontrado en el camino; bajó al extraño con infinitas precauciones del lugar en que venía y le llevó a la sala mientras llamaba a Margarita, ocupada en instalar a los viajeros las habitaciones del primer piso.

A la voz de Gilbert, Maggie acudió.

—Mira, mujer, ahí tienes un pobre hombre que necesita tus cuidados. Un gamberro le ha clavado la mano en el arco con una flecha en el momento en que apuntaba a un ciervo. Vamos, buena Maggie, apresurémonos; este hombre está muy debilitado por la pérdida de sangre. ¿Cómo te encuentras, compañero? —añadió el anciano dirigiéndose al herido—. Valor, te curarás. Anda, levanta un poco la cabeza y no estés tan abatido; ¡anímate, voto a bríos!, no se muere nadie porque le hayan atravesado la mano.

El herido, recogido sobre sí mismo y con la cabeza entre los hombros, bajaba la frente y parecía querer ocultar a sus anfitriones su rostro.

En aquel momento Robín entró en la casa y corrió hacia su padre para ayudarle a sostener al herido, pero apenas puso los ojos en él se alejó he hizo señas al anciano Gilbert indicándole que quería hablarle.

—Padre —dijo el joven en voz baja—, cuidad de ocultar a los viajeros que están arriba la presencia de este herido en nuestra casa. Más tarde sabréis por qué. Sed prudente.

El anciano dejó a Robín y fue junto al herido.