Su tropa, compuesta por unos cuarenta hombres, podía ayudarle a la menor señal, y por diestro y vigoroso que fuera el monje era un enemigo fácil de vencer.
—Atrás, bribón —gritó con voz terrible—. ¡Atrás! —Y su lanza rechazó a Tuck, mientras que, violentamente dirigido por su jinete, el caballo se arrojaba sobre el monje.
El benedictino dio un prodigioso salto, y, de un bastonazo formidable, partió la cabeza del jefe.
Veinte lanzas y otras tantas espadas amenazaron la vida del intrépido monje.
—¡Socorro, los Hood! ¡Socorro! —vociferó Tuck aculándose como un león contra el tronco de un árbol.
—¡Hurra! ¡Hurra por los Hood! —gritaron furiosamente los hombres emboscados—. ¡Hurra!
Y la tropa mandada por Gilbert se lanzó como un solo hombre en auxilio del monje.
Viendo correr hacia ellos a este grupo armado y con intenciones hostiles, los soldados gritaron reagrupamiento, cubrieron el camino en toda su anchura y se prepararon para aplastar al enemigo bajo las patas de sus caballos.
Una lluvia de flechas restó efectividad a esta primera defensa, y media docena de soldados cayeron heridos de muerte en el campo de batalla.
Viendo que el número de enemigos era muy superior a su grupo, Gilbert ordenó situarse en la cuneta del camino para tener de su parte la oscuridad y la barrera de los árboles.
Esta hábil maniobra hacía de los soldados blanco fácil de las flechas, pues los hombres del bosque no fallaban, tanta precisión y destreza les había dado la costumbre.
—¡Pie a tierra! —gritó el hombre que, por propia autoridad, había ocupado el sitio del jefe.
Los cruzados obedecieron y el grupo de Gilbert se abalanzó valerosamente sobre ellos. Se entabló entonces un combate cuerpo a cuerpo, una lucha homicida en la que la fuerza era el arma reina.
A pesar de todos los esfuerzos, a pesar del particular valor de cada uno y de la fuerza combinada de una resistencia general, la victoria se inclinaba visiblemente de lado de los soldados del barón. Esta tropa, muy disciplinada, inmune a la fatiga y con dobles efectivos que la de los guardabosques, ganaba por momentos el terreno que había perdido al entablarse el combate. Pequeño Juan, de una ojeada, juzgó la situación casi desesperada, y desde el momento en que el derramamiento de sangre no era más que una inútil carnicería, había que detener la lucha. Pero no atreviéndose a obrar sin autorización de Gilbert, el joven se lanzó en su busca.
Las proezas de William habían atraído sobre él la atención de cuatro soldados reunidos en consejo para apoderarse de un jefe enemigo. Juzgaron que entre los jefes se encontraba el tierno enamorado de la linda Maude, y, a pesar de su enérgica resistencia, lograron derribarle. Robín vio el resultado del ataque, y, sin consultar más que con su buen corazón, atravesó con una lanza el pecho de un hombre, levantó a William con mano vigorosa, y, apoyado por su amigo, intentó una retirada victoriosa hacia donde estaban los suyos, ya reunidos por Pequeño Juan.
El peligro corrido por Will parecía conjurado; ya iba, sostenido por Robín, a llegar al grupo amigo que formaba una barrera contra los soldados. Pero un grito de Robín, un grito de furiosa despreocupación, hizo perder de vista al joven a los soldados que no habían sucumbido en la lucha.
—¡Mi padre, mi padre! —gritaba Robín—. ¡Van a matar a mi padre!
El joven arquero se abalanzó en socorro de Gilbert, y William, cogido de nuevo, arrastrado, sólo tuvo tiempo de ver a Robín arrodillado junto a Gilbert, cuyo cráneo había sido destrozado de un hachazo.
Entre los clamores levantados por la muerte del anciano y la pronta venganza que de ello tomó Robín matando al responsable, la desaparición de Will pasó desapercibida.
El combate, aminorado un instante, se hizo más terrible. Robín y Tuck golpeaban mortalmente a todos los que intentaban alcanzarles, y Pequeño Juan aprovechó la desesperada embriaguez del joven para hacer retirar el cuerpo de Gilbert.
Un cuarto de hora después de la partida del triste cortejo, Robín gritó con fuerza:
—¡Al bosque, muchachos!
Los guardabosques se dispersaron como una bandada de pájaros sorprendidos, y los soldados se lanzaron tras ellos gritando:
—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Cacemos a los perros! ¡Matemos a los perros!
—Los perros no se dejarán matar sin morder —gritó Robín, y los tensados arcos enviaron mortales flechas.
La peligrosa persecución muy pronto se hizo imposible, y los soldados tuvieron en buen sentido de darse cuenta.
Seis hombres faltaban en el grupo de Pequeño Juan, Gilbert Head había muerto, y William formaba parte de los desaparecidos.
—¡No abandonaré a William! —dijo Robín deteniendo al grupo—; continuad el camino, valientes; yo voy a buscar a Will; ¡herido, muerto o prisionero, debo encontrarle!
Los hombres continuaron su camino, y los dos jóvenes desandaron lo recorrido.
El campo de batalla no ofreció a sus miradas ningún resto de combate, los muertos, amigos o soldados, habían desaparecido todos. Algunos pisoteos de caballos indicaban por aquí y por allá el paso de una numerosa tropa, pero nada más: trozos de árboles, maderas de flechas y otros vestigios de la lucha, habían sido recogidos por los cruzados, se habían llevado todo.
Sin embargo, un ser vivo erraba por la encrucijada, lanzando a izquierda y derecha inteligentes miradas de inquieta búsqueda; este ser era el caballo del monje.
Al ver a los dos jóvenes, el pony trotó hacia ellos con aspecto satisfecho, pero al reconocer al que le había atado, relinchó, se encabritó y desapareció.
—La dulce Mary se ha emancipado —dijo Pequeño Juan—, y con toda seguridad será propiedad de un «outlaw» antes de que llegue el día.
—Intentemos agarrarla —dijo Robín—; con su ayuda quizá me sea posible alcanzar a los soldados.
—Y haceros matar por ellos, amigo mío —respondió sabiamente el sobrino de sir Guy—; sería, os lo aseguro, tan inútil como imprudente; volvamos al «hall», mañana veremos.
—Sí, volvamos al «hall» —dijo Robín—; un doloroso deber me llama allí hoy mismo.
Al día siguiente de estos funestos acontecimientos, el cuerpo de Gilbert, ante el que Tuck había orado piadosamente, fue amortajado y transportado a su última morada.
Robín, solo a petición suya junto a buen anciano, rezó con fervor por el descanso de quien le había amado tanto.
—Adiós para siempre, padre querido —dijo—; adiós, tú que recibiste en tu casa al niño extraño y sin familia; tú que diste noblemente a ese niño una madre toda ternura, un padre abnegado, un nombre sin tacha, ¡adiós, adiós, adiós!… La separación mortal de nuestros cuerpos no separa a nuestras almas. ¡Oh, padre mío!, vivirás eternamente en mi corazón, en él vivirás amado, respetado, honrado igual que Dios.
XVIII
Al despuntar el día siguiente, Robín y Pequeño Juan entraban en una posada del pueblecito de Nottingham para comer por primera vez en la jornada. Estaba llena de soldados pertenecientes, según se deducía de sus uniformes, al barón Fitz-Alwine.
Mientras comían, los dos amigos escuchaban atentamente la conversación de los soldados.
—Todavía no sabemos —decía uno de los hombres del barón quiénes eran los enemigos de los cruzados. Su Señoría supone que son «outlaws» o vasallos guiados por uno de sus enemigos. Por suerte para monseñor, su llegada al castillo se había retrasado algunas horas.
—¿Estarán los cruzados mucho tiempo en el castillo, Geoffroy? —preguntó el dueño del local al que hablaba.
—No, salen mañana para Londres, a donde conducirán a los prisioneros.
Robín y Pequeño Juan intercambiaron una significativa mirada.
En el momento en que los dos amigos cruzaban el círculo formado por los soldados en dirección a la puerta, el llamado Geoffroy dijo a Pequeño Juan:
—¡Por san Pablo!, amigo mío, tu cráneo parece tener una especial simpatía por las vigas del techo, y si tu madre puede besarte las mejillas sin que tengas que arrodillarte, merece un grado en el cuerpo de los cruzados.
—¿Ofende a tus miradas mi alta estatura, soldado? —contestó Pequeño Juan en tono condescendiente.
—No me ofende en absoluto, soberbio forastero, pero te diré con toda franqueza que me sorprende mucho. Hasta ahora yo me tenía por el hombre más apuesto y vigoroso del condado de Nottingham.
—Me siento dichoso al poder darte una muestra de lo contrario —contestó Pequeño Juan.
—Apuesto un jarro de cerveza —dijo Geoffroy dirigiéndose a los presentes—, a que, a pesar de su aspecto vigoroso, el forastero será incapaz de tocarme con un bastón.
—Acepto la apuesta —gritó uno de los asistentes.
—¡Bien! —contestó Geoffroy.
—Pero, ¿no me preguntas si acepto el desafío? —dijo a su vez Pequeño Juan.
—No podrías rehusar un cuarto de hora de diversión a quien, sin conocerte, apostó por ti —dijo el hombre que había apoyado la proposición de Geoffroy.
—Antes de responder a la amistosa propuesta que se me ha hecho —replicó Pequeño Juan— quisiera advertir ligeramente a mi adversario: no soy vanidoso respecto a mi fuerza, pero he de decir que nada se le resiste; diré también que querer luchar conmigo es querer ser derrotado, es buscar una desgracia, una herida en el amor propio. Nunca fui vencido.
El soldado se echó a reír ruidosamente.
—Eres el mayor fanfarrón de la tierra, señor forastero —dijo el soldado—, y si no quieres que añada a este calificativo el de cobarde, lucharás conmigo.
—Ya que así lo deseáis, lo haré de todo corazón, maese Geoffroy. Pero antes de daros la prueba de mi fuerza, permitidme decir algunas palabras a mi compañero. Hecho esto, prometo utilizar mi tiempo en corregiros buenamente de vuestro defecto de impudicia.
—¡Pero no te vayas! —pidió Geoffroy con sorna.
Los presentes se echaron a reír.
Herido en lo más vivo por esta insolente suposición, Pequeño Juan se fue hacia el soldado.
—Si yo fuese normando —dijo el joven encolerizado—, obraría así: pero soy sajón. Si no acepté inmediatamente tu belicosa oferta, fue por bondad. ¡Pues bien! ya que te burlas de mis escrúpulos, estúpido charlatán, ya que me alivias de toda conmiseración para contigo, llama al dueño, paga tu cerveza y pide vendas, pues tan cierto como llamas cabeza a la torpe prominencia que se balancea entre tus dos hombros, tendrás necesidad de ellas inmediatamente. Querido Robín —dijo Pequeño Juan reuniéndose con su amigo—, id a la casa de Grace May, donde sin duda encontraréis a Hal. Sería peligroso para vos y, sobre todo, muy comprometedor para la salvación de Will, que fueseis reconocido por algún servidor del castillo. Tengo que responder a la intempestiva bravata de este soldado; la respuesta será corta y buena, estad seguro; ahora, poneos al abrigo de cualquier encuentro molesto.
Robín obedeció de mala gana las prudentes recomendaciones de Pequeño Juan, pues hubiese sido para él muy placentero el presenciar una lucha en la que su amigo debía triunfar con facilidad.
Cuando Robín desapareció, Juan volvió a entrar en la posada.Los bebedores habían aumentado considerablemente, pues la noticia de un enfrentamiento entre Geoffroy el Fuerte y un forastero que no le desmerecía en vigor ni audacia se había propagado ya por el pueblo y había atraído a los aficionados a este tipo de combate.
Tras haber observado a la muchedumbre con una mirada indiferente y tranquila, Pequeño Juan se acercó a su adversario.
—Estoy a tu disposición, señor normando —dijo.
—Y yo a la tuya —contestó Geoffroy.
Acompañados por una multitud tumultuosa, los dos adversarios salieron de la sala y se situaron frente a frente en medio de un gran césped cuya mullida alfombra venía a las mil maravillas para aquella circunstancia.
Los espectadores formaron un amplio círculo en torno a los dos combatientes, y un profundo silencio sustituyó al ruido.
Los dos hombres se observaron un momento con persistente fijeza. La cara de Pequeño Juan tenía una expresión tranquila y sonriente; la de Geoffroy dejaba traslucir, muy a pesar suyo, una vaga inquietud.
Simultáneamente, los dos hombres se dieron la mano, y un cordial apretón les unió un segundo.
La lucha comenzó. No la describiremos; únicamente diremos que no duró mucho. A pesar de sus desesperados esfuerzos y de su enérgica resistencia, Geoffroy perdió el equilibrio, y con un movimiento impulsado por una fuerza inaudita y de una destreza inigualable, Pequeño Juan lanzó a su adversario por encima de su cabeza, y le envió a veinte pasos.
El soldado, exasperado por esta vergonzosa derrota, se incorporó al ruido de los alegres clamores de todos los asistentes, que gritaban lanzando sus gorros al aire:
—¡Hurra! ¡Hurra por el guardabosque!
Los vivas entusiastas de la multitud celebraron la triunfal proeza de Juan, y la cerveza corrió en su honor.
—Sin rencor, valiente soldado —dijo Juan tendiendo la mano a su adversario.
Geoffroy rechazó la amistosa oferta que le hacía, y dijo amargamente:
—No necesito ni la ayuda de vuestro brazo ni las ofertas de vuestra amistad, señor, y os insto a que seáis menos orgulloso en vuestros modales. No soy hombre que soporte tranquilamente la vergüenza de una derrota, y si no me llamasen mis deberes de servicio al castillo de Nottingham, os devolvería uno por uno los golpes recibidos.
—Vamos, vamos, valiente amigo —dijo Pequeño Juan apreciando el valor del soldado—, no seas rencoroso ni estés descontento.
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